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Authors: Khaled Hosseini

Cometas en el cielo (10 page)

BOOK: Cometas en el cielo
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Hassan se encontraba en el extremo sin salida del callejón y mostraba una postura desafiante: tenía los puños apretados y las piernas ligeramente separadas. Detrás de él, sobre un montón de escombros y desperdicios, estaba la cometa azul. Mi llave para abrir el corazón de Baba.

Tres chicos bloqueaban la salida del callejón, los mismos que se nos habían acercado en la colina el día siguiente al golpe de Daoud Kan, cuando Hassan nos salvó con el tirachinas. En un lado estaba Wali, Kamal en el otro y Assef en medio de los dos. Sentí que el cuerpo se me agarrotaba y que algo frío me recorría la espalda. Assef parecía relajado, confiado, y jugueteaba con su manopla de acero. Los otros dos parecían nerviosos, cambiaban el peso del cuerpo de una a otra pierna, y miraban alternativamente a Assef y a Hassan, como si hubiesen acorralado a una especie de animal salvaje que sólo Assef pudiera amansar.

—¿Dónde tienes el tirachinas, hazara? —le preguntó Assef, jugueteando con la manopla de acero—. ¿Cómo era aquello que dijiste? «Tendrán que llamarte Assef
el tuerto.»
Está bien eso. Assef
el tuerto.
Inteligente. Realmente inteligente. Por supuesto, es fácil ser inteligente con un arma cargada en la mano.

Me di cuenta de que me había quedado sin respiración durante todo aquel rato. Solté el aire lentamente, sin hacer ruido. Me sentía paralizado. Vi cómo se acercaban al muchacho con quien me había criado y cuya cara de labio leporino era mi primer recuerdo.

—Hoy es tu día de suerte, hazara —dijo Assef. A pesar de que estaba de espaldas a mí, habría apostado cualquier cosa a que estaba riéndose—. Me siento con ganas de perdonar. ¿Qué os parece a vosotros, chicos?

—Muy generoso —dejó escapar impulsivamente Kamal—. Sobre todo teniendo en cuenta los modales tan groseros que este crío nos demostró la última vez.

Intentaba hablar como Assef, pero había un temblor en su voz. Entonces lo comprendí: no tenía miedo de Hassan, no. Tenía miedo porque no sabía lo que le estaba pasando a Assef por la cabeza en aquel momento.

Assef hizo un ademán con la mano, como dando a entender que no se tomaba la cosa en serio.


Bakhshida.
Perdonado. Ya está. —Bajó un poco el tono de voz—. Naturalmente, nada es gratis en este mundo, y mi perdón tiene un pequeño precio que pagar.

—Muy justo —dijo Kamal.

—No hay nada gratis —añadió Wali.

—Eres un hazara con suerte —dijo Assef, acercándose hacia Hassan—. Porque hoy sólo va a costarte esa cometa azul Un trato justo, ¿no es así, chicos?

—Más que justo —coincidió Kamal.

Incluso desde mi punto de observación se veía cómo el miedo se apoderaba de los ojos de Hassan, pero, aun así, sacudió la cabeza negativamente.

—Amir
agha
ha ganado el torneo y he volado esta cometa para él. La he volado honradamente. Esta cometa es suya.

—Un hazara fiel. Fiel como un perro —dijo Assef. Kamal se echo a reír produciendo un sonido estridente y nervioso— Antes de sacrificarte por él, piensa una cosa: ¿haría él lo mismo por ti? ¿le has preguntado alguna vez por qué nunca te incluye en sus juegos cuando tiene invitados? ¿Por qué sólo juega contigo cuando no tiene a nadie más? Te diré por qué, hazara. Porque para él no eres más que una mascota fea. Algo con lo que puede jugar cuando se aburre, algo a lo que puede darle una patada en cuanto se enfada. No te engañes nunca pensando que eres algo más.

—Amir
agha
y yo somos amigos —replicó Hassan, que estaba sofocado.

—¿Amigos? —dijo Assef, riendo—. ¡Eres un idiota patético! Algún día te despertaras de tu sueño y te darás cuenta de lo buen amigo que es. ¡Bueno, ya basta! Danos esa cometa. —Hassan se inclinó y cogió una piedra. Assef se arredró—. Como tú quieras.

Assef se desabrochó el abrigo, se despojó de él, lo dobló lenta y deliberadamente y lo colocó junto al muro.

Yo abrí la boca y casi dije algo. Casi. El resto de mi vida habría sido distinto si lo hubiera dicho. Pero no lo hice Me limité a observar. Paralizado.

Assef hizo un gesto con la mano y los otros dos se separaron hasta formar un semicírculo y atraparon a Hassan.

—He cambiado de idea —dijo Assef—. Te permito que te quedes con tu cometa, hazara. Permitiré que te la quedes para que de este modo te recuerde siempre lo que estoy a punto de hacer.

Entonces movió una mano y Hassan le arrojó la piedra, acertándole en la frente. Assef dio un grito al tiempo que se abalanzaba sobre Hassan y lo tiraba al suelo. Wali y Kamal lo siguieron.

Yo me mordí un puño y cerré los ojos.

Un recuerdo:

¿Sabías que Hassan y tú os criasteis del mismo pecho? ¿Lo sabías, Amir
agha?
Sakina, se llamaba. Era una mujer hazara de piel blanca y ojos azules de Bamiyan. Oscantaba antiguas canciones de boda. Dicen que entre las personas que se crían delmismo pecho existen lazos de hermandad. ¿Lo sabías?

Un recuerdo:

«Una rupia cada uno, niños. Sólo una rupia cada uno y abriré la cortina de la verdad.» El anciano está sentado junto a un muro de adobe. Sus ojos sin vista son como plata fundida incrustada en cráteres profundos, gemelos. Encorvado sobre el bastón, el adivino se acaricia con la mano nudosa la superficie de sus hundidos pómulos y luego la extiende hacia nosotros pidiendo dinero. «Es poco a cambio de la verdad, sólo una rupia cada uno.» Hassan deposita una moneda en la curtida mano. Yo también deposito la mía. «En el nombre de Alá, el más benéfico, el más piadoso», musita el adivino. Toma primero la mano de Hassan, le acaricia la palma con una uña que parece un cuerno y traza círculos y más círculos. Luego el dedo corre hacia el rostro de Hassan y emite un sonido seco y áspero cuando repasa lentamente la redondez de sus mejillas y el perfil de sus orejas. Sus dedos callosos rozan los ojos de Hassan. La mano se detiene ahí. Una sombra oscura cruza la cara del anciano. Hassan y yo intercambiamos una mirada. El anciano coge la mano de Hassan y le devuelve la rupia. A continuación, se vuelve hacia mí. «¿Y tú, joven amigo?», dice. Un gallo canta al otro lado del muro. El anciano me coge la mano y yo la retiro.

Un sueño:

Estoy perdido en una tormenta de nieve. El viento chilla y dispara sábanas blancas hacia mis ojos ardientes. Avanzo tambaleante entre capas de blanco cambiante. Pido ayuda, pero el viento engulle mis gritos. Caigo y me quedo jadeando en la nieve. Perdido en la blancura, el viento zumba en mis oídos. Veo la nieve, que borra la huella de mis pisadas. «Me he convertido en un fantasma pienso—, en un fantasma sin huellas.» Vuelvo a gritar, la esperanza se desvanece igual que mis huellas. Pero esta vez recibo una respuesta amortiguada. Me protejo los ojos y consigo sentarme. Más allá del balanceo de las cortinas de nieve, un atisbo de movimiento, una ráfaga de color. Una forma familiar se materializa. Me tiende una mano. En la palma se ven cortes paralelos y profundos. La sangre gotea y tiñe la nieve. Cojo la mano y, de repente, la nieve ha desaparecido. Nos encontramos en un campo de hierba de color verde manzana con suaves jirones de nubes. Levanto la vista y veo el cielo limpio y lleno de cometas, verdes, amarillas, rojas, naranjas. Resplandecen a la luz del atardecer.

El callejón era un caos de escombros y desperdicios. Ruedas viejas de bicicleta, botellas con las etiquetas despegadas, revistas con hojas arrancadas y periódicos amarillentos, todo disperso entre una pila de ladrillos y bloques de cemento. Apoyada en la pared había una estufa oxidada de hierro forjado con un boquete abierto en un lado. Entre toda aquella basura había dos cosas que no podía dejar de mirar: una era la cometa azul recostada contra la pared, cerca de la estufa de hierro forjado; la otra eran los pantalones de pana marrones de Hassan tirados sobre un montón de ladrillos rotos.

—No sé —decía Wali—. Mi padre dice que es pecado.

Parecía inseguro, excitado, asustado, todo a la vez. Hassan estaba tendido con el pecho contra el suelo. Kamal y Wali le apretaban ambos brazos, doblados por el codo, contra la espalda. Assef permanecía de pie, aplastándole la nuca con la suela de sus botas de nieve.

—Tu padre no se enterará —repuso Assef—. Y darle una lección a un burro irrespetuoso no es pecado.

—No lo sé... —murmuró Wali.

—Haz lo que te dé la gana —dijo Assef. Se dirigió entonces a Kamal—. ¿Y tú qué?

—Por mí...

—No es más que un hazara —apuntó Assef. Pero Kamal seguía apartando la vista—. De acuerdo —espetó Assef—. Lo único que quiero que hagáis, cobardicas, es sujetarlo. ¿Podréis?

Wali y Kamal hicieron un gesto afirmativo con la cabeza. Parecían aliviados.

Assef se arrodilló detrás de Hassan, colocó ambas manos sobre las caderas de su víctima y levantó sus nalgas desnudas. Luego apoyó una mano en la espalda de Hassan mientras con la otra se desabrochaba la hebilla del cinturón.

Se bajó la cremallera de los vaqueros, luego los calzoncillos y se puso justo detrás de Hassan. Éste no ofreció resistencia. Ni siquiera se quejó. Movió ligeramente la cabeza y le vi la cara de refilón. Vi su resignación. Era una mirada que ya había visto antes. La mirada del cordero.

El día siguiente es el décimo de
Dhul-Hijjah
—el último mes del calendario musulmán— y el primero de los tres días de
Eid Al-Adha,
o
Eid-e-Qorban,
como lo denominan los afganos, cuando se conmemora el día en que el profeta Ibrahim estuvo a punto de sacrificar a Dios a su propio hijo. Baba ha vuelto a escoger personalmente el cordero para este año, uno blanco como el talco, con orejas negras y torcidas.

Estamos todos en el jardín trasero, Hassan, Alí, Baba y yo. El
mullah
recita la oración y se acaricia la barba. Baba murmura para sus adentros: «Acaba ya.» Parece molesto con la interminable oración, el ritual que transforma la carne en
halal.
Baba se burla de toda la simbología que hay detrás de este
Eid,
igual que se mofa de todo lo que tenga que ver con la religión. Pero respeta la tradición del
Eid-e-Qorban.
La tradición manda dividir la carne en tercios, uno para la familia, otro para los amigos y otro para los pobres. Baba la entrega siempre entera a los pobres. Dice que los ricos ya están bastante gordos.

El
mullah
da por finalizada la oración.
Ameen.
Coge el cuchillo de cocina más grande y afilado. La tradición exige que el cordero no vea el cuchillo. Alí le da al animal un terrón de azúcar..., otra costumbre, para que la muerte sea más dulce. El cordero patalea, pero no mucho. El
mullah
lo ciñe por debajo de la mandíbula y acerca la hoja del cuchillo al cuello. Miro los ojos del cordero sólo una fracción de segundo antes de que el
mullah
le abra la garganta con un movimiento experto. Es una mirada que turbará mis sueños durante semanas. No sé por qué siempre contemplo ese ritual anual que tiene lugar en nuestro jardín trasero; mis pesadillas persisten hasta mucho después de que hayan desaparecido las manchas de sangre en la hierba. Pero siempre lo veo. Me atrae esa expresión resignada que reflejan los ojos del animal. Por absurdo que parezca, me imagino que el animal lo nota, que sabe que su fallecimiento inminente sirve a un propósito elevado. Es la mirada...

Aparté la vista y me alejé del callejón. Algo caliente resbalaba por mis muñecas. Pestañeé y vi que seguía mordiéndome el puño con fuerza, lo bastante fuerte como para que empezaran a sangrarme los nudillos. Me di cuenta de algo más. Estaba llorando. Desde la esquina escuchaba los gruñidos rápidos y rítmicos de Assef.

Tenía una última oportunidad para tomar una decisión. Una oportunidad final para decidir quién iba a ser yo. Podía irrumpir en ese callejón, dar la cara por Hassan igual que él había hecho por mí tantas veces en el pasado y aceptar lo que pudiera sucederme. O podía correr.

Al final corrí.

Corrí porque era un cobarde. Tenía miedo de Assef y de lo que pudiera hacerme. Tenía miedo de que me hiciese daño. Eso fue lo que me dije en cuanto volví la espalda al callejón, a Hassan. Eso fue lo que me obligué a creer. En realidad anhelaba acobardarme, porque la alternativa, el verdadero motivo por el que corría, era que Assef tenía razón: en este mundo no hay nada gratis. Tal vez Hassan fuera el precio que yo debía pagar, el cordero que yo tenía que sacrificar para ganar a Baba. ¿Era un precio justo? La respuesta flotaba en mi mente sin que yo pudiera impedirlo: era sólo un hazara, ¿no?

Deshice corriendo el camino por donde había ido. Recorrí a toda velocidad el bazar desierto. Me acerqué dando tumbos a un puesto y me agaché junto a las puertas basculantes cerradas con candado. Permanecí allí, jadeante, sudando, deseando que las cosas hubieran sido de cualquier otra manera.

Unos quince minutos más tarde, oí voces y pisadas que se acercaban corriendo. Me agazapé detrás del puesto y vi pasar a toda prisa a Assef y a los otros dos, que se reían mientras bajaban por la calle desierta. Me obligué a esperar diez minutos más. Regresé entonces hacia el camino lleno de baches que corría paralelo al barranco nevado. Entorné los ojos y forcé la vista en la oscuridad hasta que divisé a Hassan, que se acercaba lentamente hacia mí. Nos encontramos junto a un abedul deshojado que había al borde del barranco.

Llevaba la cometa azul, eso fue lo primero que vi. Y no puedo mentir ahora y decir que mis ojos no la repasaron en busca de algún desgarrón. Su
chapan
estaba manchado de barro por delante y llevaba la camisa rasgada por debajo del cuello. Se detuvo. Se balanceó como si fuera a caerse. Luego se enderezó y me entregó la cometa.

—¿Dónde estabas? He estado buscándote por todas partes —le dije. Decir aquello era como morder una piedra.

Hassan se pasó la manga por la cara para limpiarse los mocos y las lágrimas. Esperé a que dijera algo, pero permaneció en silencio, en la penumbra. Agradecí aquellas primeras sombras del anochecer que caían sobre el rostro de Hassan y ocultaban el mío. Me alegré de no tener siquiera que devolverle la mirada. ¿Sabría él que yo lo sabía? Y de saberlo, ¿qué vería si le miraba a los ojos? ¿Culpa? ¿Indignación? O, que Dios me perdonara, lo que más temía, ¿candorosa devoción? Eso, por encima de todo, era lo que no soportaría ver.

Empezó a hablar, pero le falló la voz. Cerró la boca, la abrió y volvió a cerrarla. Retrocedió un paso. Se secó la cara. Y eso fue lo más cerca que estuvimos nunca Hassan y yo de hablar de lo sucedido en el callejón. Creía que iba a echarse a llorar, pero, para mi alivio, no fue así y yo simulé no haber oído cómo le fallaba la voz. Igual que simulé no haber visto la mancha oscura que había en la parte de atrás de sus pantalones, ni aquellas gotas diminutas que le caían entre las piernas y teñían de negro la nieve.

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