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Authors: Khaled Hosseini

Cometas en el cielo (20 page)

BOOK: Cometas en el cielo
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Salaam
, general
sahib
—lo saludé con la boca pastosa.

Pasó a mi lado en dirección al puesto.

—Un día precioso, ¿verdad? —dijo, hundiendo un pulgar en el bolsillo del chaleco y extendiendo la otra mano en dirección a Soraya. Ella le entregó los folios—. Dicen que esta semana lloverá. Resulta difícil de creer, ¿no? —Tiró las hojas enrolladas a la basura. Se volvió hacia mí y posó delicadamente una mano en mi hombro. Caminamos juntos unos pasos—. ¿Sabes, bachem? Estoy cogiéndote mucho cariño... Eres un muchacho decente, lo creo de verdad, pero... —suspiró y alzó la mano— incluso los muchachos decentes necesitan de vez en cuando que les recuerden las cosas. Así que es mi deber recordarte que en este mercadillo estás entre colegas. —Se interrumpió y clavó sus inexpresivos ojos en los míos—. Y aquí todo el mundo cuenta historias... —Sonrió, revelando con ello una dentadura perfecta—. Mis respetos a tu padre, Amir
jan
.

Dejó caer la mano y sonrió de nuevo.

—¿Qué ocurre? —me preguntó Baba. Estaba cobrándole a una señora mayor que había comprado un caballito balancín.

—Nada —respondí. Me senté sobre un viejo televisor. Y se lo conté.


Akh
, Amir —suspiró.

Pero no tuve mucho tiempo de seguir preocupándome por lo sucedido.

Porque a finales de aquella semana Baba se resfrió.

Empezó con tos seca y mocos. Superó la mucosidad, pero la tos persistía. Tosía con el pañuelo en la boca y luego se lo guardaba en el bolsillo. Yo insistía en que fuera al médico, pero él me daba largas. Odiaba a los médicos y los hospitales. Que yo recordara, la única vez que Baba había ido al médico había sido cuando había cogido la malaria en la India.

Unas dos semanas después, lo sorprendí en el baño tosiendo y escupiendo una flema sanguinolenta.

—¿Cuánto tiempo llevas así? —le pregunté.

—¿Qué hay para cenar? —dijo él.

—Voy a llevarte al médico.

Aunque Baba era el encargado de la gasolinera, el propietario nunca le había ofrecido cobertura sanitaria, y Baba, temerario como era, tampoco había insistido para conseguirla. Así que lo llevé al hospital del condado, que se encontraba en San Jose. El médico que lo examinó, cetrino y de ojos saltones, era un residente de segundo año.

—Parece más joven que tú y más enfermo que yo —gruñó Baba.

El residente nos envió a que le hicieran a mi padre una radiografía de pecho. Cuando volvió a llamarnos la enfermera, el médico estaba rellenando un formulario.

—Entregue esto en recepción —dijo, haciendo unos garabatos rápidos.

—¿Qué es? —le pregunté.

—Un volante para el especialista. —Más garabatos.

—¿De qué?

—Del pulmón.

—¿Para qué?

Me echó un vistazo, se subió las gafas y empezó de nuevo con los garabatos.

—Tiene una mancha en el pulmón derecho. Quiero que la miren.

—¿Una mancha? —De repente, la habitación se me hizo pequeña, y el ambiente, excesivamente pesado.

—¿Cáncer? —le preguntó Baba como si tal cosa.

—Podría ser. Es sospechosa —murmuró el médico.

—¿No puede decirnos nada más? —inquirí.

—No. Es necesario hacer primero un TAC y luego que el especialista le vea los pulmones. —Me entregó el volante para el especialista—. Ha dicho que su padre fuma, ¿no?

—Sí.

Movió la cabeza. Me miró primero a mí y luego a Baba.

—Los llamarán dentro de dos semanas.

Quería preguntarle cómo suponía que podría vivir yo con aquella palabra, «sospechosa», durante dos semanas enteras. ¿Cómo suponía que podría yo comer, trabajar, estudiar? ¿Cómo podía mandarme a casa con aquella palabra?

Cogí el volante y lo entregué. Aquella noche esperé a que Baba se durmiera y luego extendí la manta que utilizaba como alfombra de oración. Agaché la cabeza hasta el suelo y recité suras del Corán que tenía medio olvidadas, versos que el
mullah
nos había obligado a memorizar en Kabul, y le pedí bondad a un Dios que no estaba completamente seguro de que existiera. Envidiaba al
mullah
, envidiaba su fe y su certidumbre.

Pasaron dos semanas y nadie llamaba. Cuando al fin llamé yo, me dijeron que habían perdido el volante. ¿Estaba seguro de que lo había entregado? Dijeron que nos llamarían al cabo de tres semanas. Yo les monté un escándalo y regateé hasta convertir las tres semanas en una para practicar la exploración con TAC y dos para la visita al especialista.

La consulta con el neumólogo fue bien hasta que Baba le preguntó al doctor Schneider de dónde era. El doctor Schneider dijo que de Rusia y Baba lo mandó a la porra.

—Perdónenos, doctor —le dije, llevándome a Baba aparte. El doctor Schneider sonrió y retrocedió, sin soltar el estetoscopio—. Baba, he leído la biografía del doctor Schneider en la sala de espera. Nació en Michigan. ¡Michigan! Es norteamericano, mucho más americano de lo que tú y yo llegaremos a ser nunca.

—No me importa dónde haya nacido, es
roussi
—objetó Baba haciendo una mueca como si estuviera pronunciando una palabrota—. Sus padres eran
roussi
, sus abuelos eran
roussi
. Juro por el recuerdo de tu madre que le partiré el brazo si intenta tocarme.

—Los padres del doctor Schneider huyeron de los
shorawi
. ¡Escaparon de ellos!

Pero Baba no quería oír nada al respecto. A veces creo que lo único que quería tanto como su esposa perdida era Afganistán, su país perdido. Casi grité de frustración. Sin embargo, lo único que hice fue suspirar y dirigirme al doctor Schneider.

—Lo siento, doctor. Esto no va a funcionar.

El siguiente neumólogo, el doctor Amani, era iraní. Baba dio su aprobación. El doctor Amani, un hombre de voz suave, bigote retorcido y melena canosa, nos explicó que había revisado los resultados del TAC y que debía llevar a cabo una intervención llamada broncoscopia para obtener una muestra del bulto pulmonar y realizar un estudio patológico. La programó para la siguiente semana. Le di las gracias mientras acompañaba a Baba fuera de la consulta, pensando en que tendría que vivir una semana entera con aquella nueva palabra, «bulto», una palabra más abominable aún que «sospechosa». Deseaba que Soraya estuviese a mi lado.

Resultó que, igual que Satán, el cáncer tenía muchos nombres. El de Baba se llamaba «carcinoma de célula en grano de avena». Avanzado. Inoperable. Baba le pidió un pronóstico al doctor Amani. Éste se mordió el labio y utilizó la palabra «grave».

—Está la quimioterapia, por supuesto —dijo—. Pero sería sólo paliativa.

—¿Qué significa eso? —le preguntó Baba.

El doctor Amani suspiró.

—Significa que no cambiaría el resultado, sólo lo retrasaría.

—Una respuesta clara, doctor Amani. Gracias por dármela —dijo Baba—. Pero no quiero quimioterapia. —En su rostro apareció la misma mirada resuelta que el día en que soltó el pliego de cupones de comida sobre el escritorio de la señora Dobbins.

—Pero Baba...

—No me cuestiones en público, Amir. Nunca. ¿Quién crees que eres?

• • •

La lluvia de la que había hablado el general Taheri en el mercadillo llegó con unas semanas de retraso. Cuando salimos de la consulta del doctor Amani, los coches que pasaban salpicaban agua sucia sobre las aceras. Baba encendió un cigarrillo. Fumó durante todo el camino al coche y durante todo el camino a casa.

Mientras él introducía la llave en la cerradura del portal le dije:

—Me gustaría que le dieses una oportunidad a la quimioterapia, Baba.

Él se guardó las llaves en el bolsillo y nos protegimos de la lluvia bajo el toldo rayado de la entrada del edificio.


Bas
! Ya he tomado mi decisión.

—¿Y yo, Baba? ¿Qué se supone que debo hacer? —repuse con ojos llorosos.

Una mirada de aversión se cernió sobre su cara empapada por la lluvia. Era la misma mirada que me dirigía cuando, de pequeño, me caía, me rasguñaba las rodillas y lloraba. Fueron las lágrimas lo que la estimularon entonces, eran las lágrimas lo que la estimulaban ahora.

—¡Tienes veintidós años, Amir! ¡Eres un hombre hecho y derecho! Tú... —Abrió la boca, la cerró, la abrió de nuevo, lo reconsideró. La lluvia tamborileaba en el toldo de lona—. ¿Qué debes hacer, dices? Eso es precisamente lo que he intentado enseñarte durante todos estos años: que nunca tengas que formular esa pregunta.

Abrió la puerta y se volvió hacia mí.

—Y una cosa más. Nadie tiene que saber esto, ¿me has oído? Nadie. No quiero la compasión de nadie —dijo, y desapareció en la penumbra del vestíbulo. Pasó el resto del día fumando como un carretero frente al televisor.

Yo no sabía qué o a quién intentaba desafiar. ¿A mí? ¿Al doctor Amani? ¿O tal vez al dios en el que nunca había creído?

• • •

Durante una temporada, ni siquiera el cáncer evitó la presencia de Baba en el mercadillo. Los sábados seguíamos con nuestros recorridos en busca de objetos de segunda mano, Baba de conductor y yo de guía, y los domingos montábamos el puesto. Lámparas de latón. Guantes de béisbol. Anoraks de esquí con la cremallera rota. Baba saludaba a nuestros compatriotas y yo regateaba uno o dos dólares con los compradores. Como si no pasara nada. Como si el día en que me convertiría en huérfano no estuviera acercándose un poco más cada vez que desmontábamos el puesto.

A veces se acercaban el general Taheri y su esposa. El general, el eterno diplomático, me saludaba con una sonrisa y me estrechaba la mano entre las suyas. Pero la conducta de Kanum Taheri mostraba una nueva reticencia. Una reticencia rota tan sólo por las secretas sonrisas que dejaba caer y las miradas furtivas y llenas de disculpas que me lanzaba cuando el general centraba su atención en otra cosa.

Recuerdo ese período como una época de muchas «primeras veces». La primera vez que oí a Baba gimiendo en el baño. La primera vez que descubrí sangre en su almohada. Nunca se había puesto enfermo en los cerca de tres años que llevaba trabajando en la gasolinera. Otra primera vez.

Un sábado, poco antes de Halloween, Baba se encontraba ya tan cansado a media tarde que se quedó sentado al volante mientras yo salía y regateaba para conseguir los trastos viejos. El día de Acción de Gracias, a mediodía ya no podía más. Cuando en los jardines hicieron su aparición los trineos y los árboles de Navidad cubiertos por nieve falsa, Baba se quedó en casa y fui yo quien condujo solo el autobús.

A veces, en el mercadillo, los afganos conocidos hacían comentarios sobre la pérdida de peso de Baba. Al principio eran halagadores. Incluso preguntaban por el secreto de la dieta que seguía. Pero las preguntas y los halagos cesaron cuando vieron que la pérdida de peso no cesaba. Cuando los kilos siguieron menguando. Y menguando. Cuando se le hundieron las mejillas. Y las sienes desaparecieron. Y los ojos se escondieron en sus cuencas.

Un frío domingo poco después de Año Nuevo, Baba estaba vendiéndole una pantalla de lámpara a un rechoncho filipino mientras yo revolvía en el autobús en busca de una manta para taparle las piernas.

—¡Oye, este tipo necesita ayuda! —gritó alarmado el filipino. Me volví y me encontré a Baba en el suelo. Las piernas y los brazos se movían a sacudidas.


Komak
!—grité—. ¡Que alguien me ayude! —Corrí hacia Baba. Echaba espuma por la boca y una espesa saliva le empapaba la barba. Tenía los ojos vueltos hacia arriba y sólo se le veía el blanco.

La gente se apresuró hacia nosotros. Oí que alguien decía algo de un ataque. Y a otro que gritaba: «¡Llamad al 911!» Oía pasos que corrían. El cielo fue oscureciéndose a medida que la muchedumbre se agolpaba sobre nosotros.

La saliva de Baba se volvió roja. Se mordía la lengua. Yo me arrodillé a su lado, lo cogí entre mis brazos y le dije:

—Estoy aquí, Baba, te pondrás bien, estoy aquí.

Como si con ello hubiese podido anular las convulsiones. Sentí humedad bajo las rodillas y vi que Baba se había orinado. «Tranquilo, Baba
jan
, estoy aquí. Tu hijo está aquí», pensé.

El médico, de barba blanca y completamente calvo, me hizo salir de la habitación.

—Quiero revisar contigo los TAC que le han hecho a tu padre —me dijo.

Colocó las radiografías en una caja de luces que había en el pasillo y señaló con un lápiz las imágenes del cáncer de Baba como si fuese un policía que enseña a los familiares de la víctima las fotos del asesino fichado. En las placas, el cerebro de Baba parecía una gran nuez vista en distintos cortes transversales y acribillada por cosas grises con forma de pelota de tenis.

—Como ves, el cáncer tiene metástasis —me explicó—. Tendrá que tomar esteroides para disminuir la inflamación del cerebro y medicamentos antiepilépticos. Y recomiendo la radioterapia paliativa. ¿Sabes lo que significa? —Le dije que sí. Ya estaba familiarizado con el lenguaje relativo al cáncer—. De acuerdo entonces —añadió, y comprobó el busca—. Debo irme, pero puedes pedir que me localicen si tienes alguna pregunta.

—Gracias.

Pasé la noche sentado en una silla junto a la cama de Baba.

A la mañana siguiente, la sala de espera del vestíbulo estaba abarrotada de afganos. El carnicero de Newark. Un ingeniero que había trabajado con Baba en su orfanato. Entraban en fila y le presentaban sus respetos en voz baja. Le deseaban una rápida recuperación. Baba estaba despierto, aturdido y cansado, pero despierto.

El general Taheri y su esposa llegaron a media mañana. Los seguía Soraya.

Cruzamos una mirada y los dos apartamos la vista al mismo tiempo.

—¿Cómo estás, amigo mío? —le preguntó el general Taheri, cogiéndole la mano a Baba.

Él hizo un gesto indicando el suero intravenoso al que estaba conectado. El general le sonrió a modo de respuesta.

—No deberíais haberos molestado. Ninguno de vosotros —musitó Baba.

—No es ninguna molestia —dijo Kanum Taheri.

—Ninguna molestia, en absoluto. Vayamos a lo importante, ¿necesitas algo? —dijo el general Taheri—. ¿Nada de nada? Pídemelo como se lo pedirías a un hermano.

Recordé algo que en una ocasión Baba había mencionado sobre los pastunes. «Puede que seamos cabezotas, y sé que somos excesivamente orgullosos, pero, en un momento de necesidad, créeme que no hay nadie mejor que un pastún a tu lado.»

Baba sacudió la cabeza sobre la almohada.

—Que hayas venido me alegra los ojos.

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