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Authors: Khaled Hosseini

Cometas en el cielo (18 page)

BOOK: Cometas en el cielo
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América era distinta. América era un río que descendía con gran estruendo, inconsciente del pasado. Y yo podía vadear ese río, dejar que mis pecados se hundieran en el fondo, dejar que las aguas me arrastraran hacia algún lugar lejano. Algún lugar sin fantasmas, sin recuerdos y sin pecados.

Aunque sólo fuera por eso, aceptaba América.

El verano siguiente, el verano de 1984, cuando cumplí los veintiuno, Baba vendió su Buick y compró por quinientos cincuenta dólares un desvencijado autobús Volkswagen del 71 a un antiguo conocido afgano que había sido profesor de ciencias en Kabul. El vecindario entero volvió la cabeza la tarde en que el autobús hizo su entrada en la calle, chisporroteando y echando gases hasta llegar a nuestro aparcamiento. Baba apagó el motor y dejó que el autobús se deslizara en silencio hasta la plaza que teníamos asignada. Nos hundimos en los asientos, nos reímos hasta que nos rodaron las lágrimas por las mejillas y, lo que es más importante, hasta que nos aseguramos de que los vecinos ya no nos miraban. El autobús era una triste carcasa de metal oxidado, las ventanillas habían sido sustituidas por bolsas de basura de color negro, los neumáticos estaban desgastados y la tapicería destrozada hasta el punto de que se veían los muelles. Pero el anciano profesor le había garantizado a Baba que el motor y la transmisión funcionaban, y, en lo que a eso se refería, no le había mentido.

Los sábados Baba me despertaba al amanecer. Mientras él se vestía, yo examinaba los anuncios clasificados de los periódicos de la zona y marcaba con un círculo los de ventas de objetos usados. Luego preparábamos la ruta en el mapa: Fremon, Union City, Newark y Hayward; luego San Jose, Milpitas, Sunnyvale y Campbell, si nos daba tiempo. Baba conducía el autobús y bebía té caliente del termo, y yo lo guiaba. Nos deteníamos en los puestos de objetos usados y comprábamos baratijas que la gente ya no quería. Regateábamos el precio de máquinas de coser viejas, Barbies con un solo ojo, raquetas de tenis de madera, guitarras sin cuerdas o viejos aspiradores Electrolux. A media tarde habíamos llenado de objetos usados la parte trasera del viejo autobús. Después, los domingos por la mañana a primera hora, nos dirigíamos al mercadillo de San Jose, en las afueras de Berryessa, alquilábamos un puesto y vendíamos los trastos a un precio que nos permitía obtener un pequeño beneficio: un disco de Chicago que el día anterior habíamos comprado por veinticinco centavos podíamos venderlo por un dólar, o cinco discos por cuatro dólares; una destartalada máquina de coser Singer adquirida por diez dólares podía, después de cierto regateo, venderse por veinticinco.

Aquel verano, una zona entera del mercadillo de San Jose estaba ocupado por familias afganas. En los pasillos de la sección de objetos de segunda mano se oía música de mi país. Entre los afganos del mercadillo existía un código de comportamiento no escrito: saludar al tipo del puesto que estaba frente al tuyo, invitarlo a patatas
bolani
o a
qabuli
y charlar con él. Ofrecerle tus condolencias,
tassali
, por el fallecimiento de un familiar, felicitarlo por el nacimiento de algún hijo y sacudir la cabeza en señal de duelo cuando la conversación viraba hacia Afganistán y los
roussis
..., algo que resultaba inevitable. Pero había que evitar el tema de los sábados, porque podía darse el caso de que quien estaba enfrente de ti fuera el tipo al que casi te habías cargado a la salida de la autopista para ganarle la carrera hasta un puesto de venta de objetos usados prometedor.

En los pasillos sólo había una cosa que corría más que el té: los cotilleos afganos. El mercadillo era el lugar donde se bebía té verde con
kolchas
de almendra y donde te enterabas de que la hija de alguien había roto su compromiso para fugarse con un novio americano, o de quién había sido
parchami
, comunista, en Kabul, y de quién había comprado una casa con dinero negro mientras seguía cobrando el subsidio. Té, política y escándalos, los ingredientes de un domingo afgano en el mercadillo.

A veces me quedaba a cargo del puesto mientras Baba deambulaba arriba y abajo, con las manos respetuosamente colocadas a la altura del pecho, y saludaba a gente que conocía de Kabul: mecánicos, sastres que vendían abrigos de lana de segunda mano y cascos de bicicleta viejos, antiguos embajadores, cirujanos en paro y profesores de universidad.

Un domingo de julio de 1984, por la mañana temprano, mientras Baba montaba el puesto, fui a buscar dos tazas de café en el de la dirección y cuando volví me encontré a Baba charlando con un hombre mayor y de aspecto distinguido. Deposité las tazas sobre el parachoques trasero del autobús, junto a la pegatina de «Reagan/Bush para el 84».

—Amir —dijo Baba, indicándome que me acercara—, te presento al general
sahib
, el señor Iqbal Taheri. Fue general condecorado en Kabul. Entonces trabajaba en el ministerio de Defensa.

Taheri. ¿De qué me sonaba ese nombre?

El general se rió como quien está acostumbrado a asistir a fiestas formales donde hay que reír cualquier gracia que hagan los personajes importantes. Tenía el cabello fino y canoso, peinado hacia atrás; la frente, sin arrugas y bronceada, y cejas tupidas con algunas canas. Olía a colonia y vestía un traje con chaleco de color gris oscuro, brillante en algunas zonas de tanto plancharlo; del chaleco le colgaba la cadena de oro de un reloj.

—Una presentación muy rimbombante —dijo con voz profunda y cultivada—.
Salaam, bachem
. Hola, hijo mío.


Salaam
, general
sahib
—dije, estrechándole la mano. Sus manos finas contradecían el fuerte apretón, como si detrás de aquella piel hidratada se ocultara acero.

—Amir será un gran escritor —comentó Baba. Yo hice de aquello una doble lectura—. Ha finalizado su primer año de licenciatura en la universidad y ha obtenido sobresalientes en todas las asignaturas.

—Diplomatura —le corregí.


Mashallah
—dijo el general Taheri—. ¿Piensas escribir sobre nuestro país, nuestra historia, quizá? ¿Sobre economía?

—Escribo novelas —contesté, pensando en la docena aproximada de relatos cortos que había escrito en el cuaderno de tapas de piel que me había regalado Rahim Kan y preguntándome por qué me sentía de repente tan violento por eso en presencia de aquel hombre.

—Ah, novelista. Sí, la gente necesita historias que la entretengan en los momentos difíciles como éste. —Apoyó la mano en el hombro de Baba y se volvió hacia mí—. Hablando de historias, tu padre y yo estuvimos un día de verano cazando faisanes juntos en Jalalabad —dijo—. Era una época maravillosa. Si no recuerdo mal, el ojo de tu padre era tan agudo para la caza como para los negocios.

Baba dio un puntapié con la bota a una raqueta de madera que teníamos expuesta en el suelo sobre la lona.

—Para algunos negocios.

El general Taheri consiguió esgrimir una sonrisa triste y a un tiempo cortés, exhaló un suspiro y dio unos golpecitos amables en la espalda de Baba.


Zendagi migzara
—dijo—. La vida continúa. —Después me miró a mí—. Los afganos tendemos a ser considerablemente exagerados,
bachem
, y muchas veces he oído calificar de «grande» a muchas personas. Sin embargo, tu padre pertenece a la minoría que realmente se merece ese atributo.

Aquel pequeño discurso me pareció igual que su traje: utilizado a menudo y artificialmente brillante.

—Me adulas —dijo Baba.

—No —objetó el general, ladeando la cabeza y poniéndose la mano en el pecho en señal de humildad—. Los jóvenes deben conocer el legado de sus padres. ¿Aprecias a tu padre,
bachem
? ¿Lo aprecias de verdad?


Balay
, general
sahib
, por supuesto —dije, deseando que dejara de llamarme de esa forma.

—Felicidades, entonces. Te encuentras ya a medio camino de convertirte en un hombre —dijo, sin rastro de humor, sin ironía, el cumplido de un arrogante.


Padar jan
, te has olvidado el té —dijo entonces la voz de una mujer joven.

Estaba detrás de nosotros, una belleza de caderas esbeltas, con una melena de terciopelo negra como el carbón, con un termo abierto y una taza de corcho en la mano. Parpadeé y se me aceleró el corazón. Sus cejas, espesas y oscuras, se rozaban por encima de la nariz como las alas arqueadas de un pájaro en pleno vuelo. Tenía la nariz graciosamente aguileña de una princesa de la antigua Persia... Tal vez la de Tahmineh, esposa de Rostam y madre del
Shahnamah
. Sus ojos, marrón nogal y sombreados por pestañas como abanicos, se cruzaron con los míos. Mantuvieron un instante la mirada y se alejaron.

—Muy amable, querida —dijo el general Taheri mientras le cogía la taza.

Antes de que ella se volviera para marcharse, vi una marca de nacimiento, oscura, en forma de hoz, que destacaba sobre su piel suave justo en el lado izquierdo de la mandíbula. Se encaminó hacia una furgoneta de color gris mortecino que estaba aparcada dos pasillos más allá del nuestro y guardó el termo en su interior. Cuando se arrodilló entre cajas de discos y libros viejos, la melena le cayó hacia un lado formando una cortina.

—Es mi hija, Soraya
jan
—nos explicó el general Taheri. Respiró hondo, como quien quiere cambiar de tema, y echó un vistazo al reloj que llevaba en el bolsillo del chaleco—. Bueno, es hora de ir a instalarnos. —Él y Baba se besaron en la mejilla y luego a mí me estrechó una mano entre las suyas—. Buena suerte con la escritura —dijo, mirándome a los ojos. Sus ojos azules no revelaban los pensamientos que se ocultaban tras ellos.

Durante el resto del día tuve que combatir la necesidad que sentía de mirar en dirección a la furgoneta gris.

Me acordé de camino a casa. Taheri. Sabía que había oído aquel nombre alguna vez.

—¿No había una historia sobre la hija de Taheri? —le pregunté a Baba, intentando parecer despreocupado.

—Ya me conoces —respondió Baba mientras nos abríamos paso hacia la salida del mercadillo—. Cuando las conversaciones se convierten en cotilleos, cojo y me largo.

—Pero la había, ¿no? —dije.

—¿Por qué lo preguntas? —Me miró por el rabillo del ojo.

Me encogí de hombros y luché por reprimir una sonrisa.

—Sólo por curiosidad, Baba.

—¿De verdad? ¿Es eso todo? —dijo con una mirada guasona que no se apartaba de la mía—. ¿Te ha impresionado?

Aparté la vista.

—Baba, por favor.

Sonrió y salimos por fin del mercadillo. Nos dirigimos hacia la autopista 680 y permanecimos un rato en silencio.

—Lo único que sé es que hubo un hombre y que las cosas no fueron bien.

—Lo dijo muy serio, como si estuviera revelándome que ella sufría un cáncer de pecho.

—Oh.

—He oído decir que es una chica decente, trabajadora y amable. Pero que desde entonces nadie ha llamado a la puerta del general, ningún
khastegars
, ningún pretendiente. —Baba suspiró—. Tal vez sea injusto, pero a veces lo que sucede en unos días, incluso en un único día, puede cambiar el curso de una vida, Amir.

Aquella noche, despierto en la cama, pensé en la marca de nacimiento de Soraya Taheri, en su nariz agradablemente aguileña y en cómo su luminosa mirada se había cruzado fugazmente con la mía. Mi corazón saltaba al pensar en ella. Soraya Taheri. Mi princesa encontrada en un mercadillo.

12

En Afganistán,
yelda
es el nombre que recibe la primera noche del mes de
Jadi
, la primera del invierno y la más larga del año. Siguiendo la tradición, Hassan y yo nos quedábamos levantados hasta tarde, con los pies ocultos bajo el
kursi
, mientras Alí arrojaba pieles de manzana a la estufa y nos contaba antiguos cuentos de sultanes y ladrones para pasar la más larga de las noches. Gracias a Alí conocí la tradición de
yelda
, en la que las mariposas nocturnas, acosadas, se arrojaban a las llamas de las velas y los lobos subían a las montañas en busca del sol. Alí aseguraba que si la noche de
yelda
comías sandía, no pasabas sed durante el verano.

Cuando me hice mayor, leí en mis libros de poesía que
yelda
era la noche sin estrellas en la que los amantes atormentados se mantenían en vela, soportando la noche interminable, esperando que saliese el sol y con él la llegada de su ser amado. Después de conocer a Soraya Taheri, para mí todas las noches de la semana se convirtieron en
yelda
. Y cuando llegaba la mañana del domingo, me levantaba de la cama con la cara y los ojos castaños de Soraya Taheri en mi mente. En el autobús de Baba, contaba los kilómetros que faltaban para verla sentada, descalza, vaciando cajas de cartón llenas de enciclopedias amarillentas, con sus blancos talones contrastando con el asfalto y los brazaletes de plata tintineando en sus frágiles muñecas. Pensaba en la sombra que su melena proyectaba en el suelo cuando se separaba de su espalda, por la que caía como una cortina de terciopelo. Soraya. Princesa encontrada en un mercadillo. El sol de la mañana de mi
yelda
.

Inventaba excusas para ir a dar una vuelta y pasarme por el puesto de los Taheri. Baba asentía con una mueca guasona. Yo saludaba al general, eternamente vestido con su traje gris, brillante a causa de los muchos planchados, y él me devolvía el saludo. A veces se levantaba de su silla de director y charlábamos un rato sobre mis escritos, la guerra o las gangas del día. Y tenía que esforzarme para que mis ojos no se fueran, no vagaran hacia donde se encontraba Soraya leyendo un libro. El general y yo nos despedíamos y yo me alejaba caminando, intentando no arrastrar los pies.

A veces la encontraba sola, cuando el general se ausentaba para hablar con otros comerciantes, y yo pasaba a su lado, simulando no conocerla y muriéndome de ganas de intimar con ella. A veces estaba con Soraya una mujer corpulenta de mediana edad, de piel clara y cabello teñido de color castaño. Me había prometido hablar con ella antes de que terminara el verano, pero se inició un nuevo curso, las hojas adquirieron tonos rojizos, amarillearon, cayeron, azotaron las lluvias de invierno y despertaron las articulaciones de Baba; las nuevas hojas brotaron una vez más y yo aún no había reunido el coraje, el
dil
, ni para mirarla a los ojos.

El trimestre de primavera de 1985 finalizó a últimos de mayo. Me fue estupendamente en todas las asignaturas de cultura general, un pequeño milagro teniendo en cuenta que me pasaba las clases pensando en la suave curva de la nariz de Soraya.

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