Conversación en La Catedral (39 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Conversación en La Catedral
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—Perdone que lo interrumpa —dijo el diputado Saravia —. Sólo quiero advertirle que Cajamarca va a echar la casa por la ventana para recibir al General Odría.

Sonrió, asintió, seguro que sería así, pero había un detalle sobre el que le gustaría conocer la opinión de los presentes, ingeniero Saravia: la manifestación de la plaza de Armas, en la que hablaría el Presidente. Porque lo ideal sería, tosió, suavizó la voz, que la manifestación se llevara a cabo de manera que, buscó las palabras, el Presidente no fuera a sentirse decepcionado. La manifestación sería un éxito sin precedentes, don Cayo, lo interrumpió el senador, y hubo murmullos confirmatorios y cabezas que asentían, y detrás de los tules todo eran rumores, roces y suaves jadeos, una agitación de sábanas y manos y bocas y pieles que se buscaban y juntaban.

Señor Santiago, volvieron a sonar los golpecitos en la puerta, señor Santiago y él abrió los ojos, se pasó una mano torpe por la cara y fue a abrir, aturdido de sueño: la señora Lucía.

—¿Lo desperté? Perdóneme pero ¿ha oído la radio, vio lo que está pasando? —las palabras se le atropellaban, tenía la cara excitada, los ojos alarmados —. Huelga general en Arequipa, dicen que Odría puede nombrar un gabinete militar. ¿Qué va a pasar, señor Santiago?

—Nada, señora Lucía —dijo Santiago —. La huelga durará un par de días y se acabará y los señores de la Coalición volverán a Lima y todo seguirá lo mismo. No se preocupe.

—Pero ha habido varios muertos, varios heridos —sus ojitos centellaban como si hubieran contado los muertos, piensa, visto los heridos —. En el teatro de Arequipa. La Coalición estaba haciendo un mitin y los odriístas se metieron y hubo una pelea y la policía tiró bombas. Salió en
La Prensa
, señor Santiago. Muertos, heridos. ¿Va a haber revolución, señor Santiago?

—No, señora —dijo Santiago —. Además, por qué se asusta. Incluso si hay revolución a usted no le va a pasar nada.

—Pero yo no quiero que vuelvan los apristas —dijo la señora Lucía, asustada —. ¿Usted cree que van a sacar a Odría?

—La Coalición no tiene nada que ver con los apristas —se rió Santiago —. Son cuatro millonarios que eran amigos de Odría y ahora se han peleado con él. Es una pelea entre primos hermanos. ¿Y por último qué le importa que vuelvan los apristas?

—Esos son unos ateos, unos comunistas —dijo la señora Lucía —. ¿No son, acaso?

—No, señora, ni ateos ni comunistas —dijo Santiago —. Son más derechistas que usted y odian a los comunistas más que usted. Pero no se preocupe, no van a volver y Odría tiene todavía para rato.

—Usted siempre con sus bromas, señor Santiago —dijo la señora Lucía —. Perdóneme por haberlo despertado, pensé que como periodista usted tendría más noticias. El almuerzo estará ahorita.

La señora Lucía cerró la puerta y él se desperezó largamente. Mientras se duchaba; se reía solo: silenciosas siluetas nocturnas se descolgaban por las ventanas de la vieja casa de Barranco, la señora Lucía se despertaba ululando, ¡los apristas!, desorbitada, tiesa de espanto abrazaba a su gato maullante y veía cómo los invasores abrían roperos, baúles y cómodas y se llevaban sus trastos polvorientos, sus mantones agujereados, sus trajes roídos por las polillas; ¡los apristas, los ateos, los comunistas! Iban a volver para robarles sus cosas a las personas decentes como la señora Lucía, piensa. Piensa: pobre señora Lucía, si hubieras sabido que para mi mamá tú ni siquiera serías persona decente. Terminaba de vestirse cuando la señora Lucía volvió: el almuerzo estaba servido. Esa sopa de arvejas y esa papa solitaria, náufraga en el plato de agua verde, piensa, esas verduras rancias con trozos de suela que la señora Lucía llamaba guiso de carne. Radio Reloj estaba prendida, la señora Lucía escuchaba con el índice sobre los labios: todas las actividades se habían paralizado en Arequipa, había habido una manifestación en la plaza de Armas y los líderes de la Coalición habían pedido nuevamente la renuncia del Ministro de Gobierno, señor Cayo Bermúdez, al que responsabilizaban por los graves incidentes de la víspera en el Teatro Municipal, el gobierno había hecho un llamado a la calma y advertido que no toleraría desórdenes. ¿Veía, veía, señor Santiago?

—A lo mejor tiene usted razón, a lo mejor va a caer Odría —dijo Santiago —. Antes las radios no se atrevían a dar noticias así.

—¿Y si los de la Coalición suben en vez de Odría las cosas irán mejor? —dijo la señora Lucía.

—Irán lo mismo o peor, señora —dijo Santiago —. Pero sin militares y sin Cayo Bermúdez tal vez se notará menos.

—Usted siempre bromeando —dijo la señora Lucía —. Ni la política se la toma en serio.

—¿Y cuando el viejo estuvo en la Coalición? —dice Santiago —. ¿Tú no te metiste? ¿No ayudaste en las manifestaciones que hizo la Coalición contra Odría?

—Ni cuando trabajé con don Cayo ni cuando con su papá —dice Ambrosio —. Nunca hice política yo, niño.

—Y ahora tengo que irme —dijo Santiago —. Hasta luego, señora.

Salió a la calle y sólo entonces descubrió el sol, un sol frío de invierno que había rejuvenecido los geranios del minúsculo jardín. Un auto estaba estacionado frente a la pensión y Santiago pasó junto a él sin mirar, pero vagamente notó que el auto arrancaba y avanzaba pegado a él. Se volvió y miró: hola, flaco. El Chispas le sonreía desde el volante, en su cara una expresión de niño que acaba de hacer una travesura y no sabe si va a ser festejado o reñido. Abrió la puerta del auto, entró y ahora el Chispas le daba unas palmadas entusiastas, ah carajo ya viste que te encontré, y se reía con una alegría nerviosa, ah ya viste.

—Cómo carajo encontraste la pensión — dijo Santiago.

—Mucho coco, supersabio —el Chispas se tocaba la sien, se reía a carcajadas, pero no podía disimular su emoción, piensa, su confusión —. Me demoré, pero al fin te encontré, flaco.

Vestido de beige, una camisa crema, una corbata verde pálida, y se lo veía bruñido, fuerte y saludable, y tú te acordaste que no te cambiabas de camisa hacía tres días, Zavalita, que no te lustrabas los zapatos hacía un mes, y que tu terno estaría seguramente arrugado y manchado, Zavalita.

—¿Te cuento cómo te pesqué, supersabio? Plantándome frente a
La Crónica
un montón de noches. Los viejos creían que andaba de jarana y yo ahí, esperándote para seguirte. Dos veces me confundí con otro que se bajaba del colectivo antes que tú. Pero ayer te pesqué y te vi entrar. Te juro que estaba medio muñequeado, supersabio.

—Creías que te iba a tirar piedras —dijo Santiago.

—No piedras, pero sí que te pondrías medio cojudo —y se ruborizó —. Como eres loco y no hay quien te entienda, qué sé yo. Menos mal que te portaste como una persona decente, supersabio.

El cuarto era grande y sucio, paredes rajadas y con manchas, una cama sin hacer, ropa de hombre colgando de ganchos sujetos a la pared con clavos. Amalia vio un biombo, una cajetilla de Inca sobre el velador, un lavatorio desportillado, un espejito, olió a orines y encierro y se dio cuenta que estaba llorando. ¿Para qué la había traído aquí?, hablaba entre dientes, y todavía con mentiras, tan bajito que apenas se oía, diciendo vamos a ver a mi amigo, quería engañarla, aprovecharse, darle la patada como la otra vez. Ambrosio se había sentado en la cama revuelta, y, por entre sus lagrimones, Amalia lo veía mover la cabeza, no entiendes, no me comprendes. ¿De qué lloraba?, le hablaba con cariño, ¿porque te empujé?, mirándola con una expresión contrita y lúgubre, estabas haciendo un escándalo ahí afuera con tu terquedad de no entrar, Amalia, hubiera venido toda la vecindad diciendo qué pasa, qué hubiera dicho después Ludovico. Había encendido uno de los cigarrillos del velador y comenzó a observarla despacito, los pies, las rodillas, subía sin apuro por su cuerpo y cuando llegó a sus ojos le sonrió y ella sintió calorcito y vergüenza: qué bruta eres. Enojó la cara lo más que pudo. Ludovico iba a venir ahorita, Amalia, venía y se iban, ¿acaso te estoy haciendo algo?, y ella ay de ti que te atrevieras. Ven, Amalia, siéntate aquí, conversemos. No se iba a sentar, abre la puerta, quería irse. Y él: ¿te ponías a llorar cuando el textil te llevaba a su casa? La cara se, le amargó y Amalia pensó está celoso, está furioso, y sintió que se le iba la cólera. No era como tú, dijo mirando al suelo, no se avergonzaba de mí, pensando se va a parar y te va a pegar, él no la hubiera botado por miedo a perder su trabajo, pensando a ver párate, a ver pégame, para él lo primero era yo, pensando bruta, estás queriendo que te bese. Él torció la boca, se le habían saltado los ojos, botó el pucho al suelo y lo aplastó. Amalia tenía su orgullo, no me vas a engañar dos veces, y él la miró con ansiedad: si ése no se hubiera muerto te juro que lo mataba, Amalia. Ahora sí se iba a atrever, ahora sí. Sí, se paró de un salto, y a cualquier otro que se le cruzara también, y lo vio acercarse decidido, con la voz un poco ronca: porque tú eres mi mujer, eso lo vas a. No se movió, dejó que la cogiera de los hombros y entonces lo empujó con todas sus fuerzas y lo vio trastabillear y reírse, Amalia, Amalia, y tratar de agarrarla de nuevo. Así estaban, correteándose, empujándose, jaloneándose, cuando la puerta se abrió y la cara de Ludovico, tristísima.

Apagó su cigarrillo, encendió otro, cruzó una pierna, los oyentes adelantaban las cabezas para no perder palabra, y él escuchó su propia voz fatigada: se había declarado feriado el 26, se habían dado instrucciones a los directores de colegios y de escuelas fiscales para que llevaran el alumnado a la Plaza, esto garantizaría ya una buena asistencia, y la señora Heredia estaría viendo la manifestación desde un balcón de la Municipalidad, tan alta, tan seria, tan blanca, tan elegante, y, mientras, él estaría ya en la casa-hacienda convenciendo a la sirvienta: ¿mil, dos mil, tres mil soles, Quetita? Pero, claro, sonrió y entrevió que todos sonreían, no se trataba de que el Presidente hablara ante escolares, y la sirvienta diría bueno, tres mil, espérese aquí y lo escondería tras de un biombo. También se había calculado que asistirían empleados de las reparticiones públicas, aunque eso no significaría mucha gente, y él ahí, inmóvil, oculto, a oscuras, esperaría mirando las alfombras de vicuña y los cuadros y la ancha cama con dosel y tules. Tosió, descruzó la pierna: se había organizado la propaganda, además. Avisos en la prensa y la radio locales, autos y camionetas con parlantes recorrerían los barrios lanzando volantes y eso atraería más gente y él contaría los minutos, los segundos y sentiría que se le disolvían los huesos y gotas heladas bajando por su espalda y por fin: allí estaría, ahí entraría. Pero, y se inclinó y encaró con simpatía y humildad a los hombres apiñados, ya que Cajamarca era un centro agrícola se esperaba que el grueso de los manifestantes viniera del campo y eso dependía de ustedes, señores. Ahí la vería, alta, blanca, elegante, seria, entraría navegando sobre la alfombra de vicuña y la oiría qué cansada estoy y llamaría a su Quetita. Permítame, don Cayo, dijo el senador Heredia, don Remigio Saldívar que es el Presidente del Comité de Recepción y una de las figuras más representativas de los agricultores cajamarquinos tiene algo que decir respecto a la manifestación y él vio que un hombre grueso, tostado como una hormiga, ahorcado por una espesa papada se ponía de pie en la segunda fila. Y ahí vendría Quetita y ella le diría estoy cansada, quiero acostarme, ayúdame y Quetita la ayudaría, lentamente la desvestiría y él vería, sentiría que cada poro de su cuerpo se encendía, que millones de minúsculos cráteres de su piel comenzaban a supurar. Me van a perdonar y sobre todo usted, señor Bermúdez, carraspeó don Remigio Saldívar, él era un hombre de acción y no de discursos, es decir que no hablo tan bien como el Pulga Heredia y el senador lanzó una carcajada y hubo un estrépito de risas. Él abrió la boca, arrugó la cara, y ahí estaría, blanca, desnuda, seria, elegante, inmóvil, mientras Quetita delicadamente le quitaría las medias arrodillada a sus pies, y todos celebraban con sonrisas las proezas de oratoria de don Remigio Saldívar sobre su falta de oratoria, y oía al grano Remigio, no es Cajamarca don Remigio: las enrollaría en cámara lenta y él vería las manos de la sirvienta tan grandes, tan morenas, tan toscas, bajando, bajando, por las piernas tan blancas, tan blancas, y don Remigio Saldívar adoptó una expresión hierática: entrando en materia quería decirle que no se preocupara, señor Bermúdez, ellos habían pensado, discutido y tomado todas las medidas. Ahora ella se habría tendido en la cama y él la divisaría yaciendo blanca y perfecta detrás de los tules, y la oiría tú también Queta, desnúdate, ven Quetita. Incluso no hacía falta que fueran los escolares ni los empleados públicos, no iba a caber tanta gente en la Plaza, señor Bermúdez: que se quedaran estudiando y trabajando, nomás. Quetita se desnudaría y ella rápido, rápido, y la vería alta, oscura dura, elástica, vulgar, encogiéndose para sacarse la blusa y moviendo los pies, rápido, rápido, y sus zapatos caerían sin ruido a la alfombra de vicuña. Don Remigio Saldívar hizo un ademán enérgico: la gente de la manifestación la pondremos nosotros y no el gobierno, los cajamarquinos querían que el Presidente se llevara una buena impresión de nuestra tierra. Ahora Quetita correría, volaría, sus largos brazos se estirarían y apartarían los tules y su gran cuerpo quemado silenciosamente descendería sobre las sábanas: óigalo bien, señor Bermúdez. Había cambiado su tonito risueño y sus ademanes rústicos por una voz grave y soberbia y por gestos solemnes y todos lo escuchaban: los agricultores del departamento habían colaborado magníficamente en los preparativos, y también los comerciantes y profesionales, óigalo bien. Y él saldría de detrás del biombo y se acercaría, su cuerpo sería una antorcha, llegaría hasta los tules, vería y su corazón agonizaría: sepa que le pondremos cuarenta mil hombres en la Plaza, si es que no más. Ahí estarían bajo sus ojos abrazándose, oliéndose, transpirándose, anudándose y don Remigio Saldívar hizo una pausa para sacar un cigarrillo y buscar los fósforos, pero el diputado Azpilicueta se lo encendió: no era un problema de gente ni muchísimo menos, señor Bermúdez, sino de transporte, como ya le había explicado al Pulga Heredia, risas y él automáticamente abrió la boca y arrugó la cara. No podían reunir la cantidad de camiones que harían falta para movilizar a la gente de las haciendas y luego regresarla, y don Remigio Saldívar expulsó una bocanada de humo que blanqueó su cara: hemos contratado una veintena de ómnibus y camiones pero necesitarían muchos más. Él se adelantó en la silla: por ese lado no tenían de qué preocuparse, señor Saldívar, contarían con todas las facilidades. Las manos blancas y las morenas, la boca de labios gruesos y la de labios tan finos, los pezones ásperos inflados y los pequeños y cristalinos y suaves, los muslos curtidos y los transparentes de venas azules, los vellos negrísimos lacios y los dorados rizados. La Comandancia militar les facilitaría todos los camiones que necesitaran, señor Saldívar, y él magnífico, señor Bermúdez, es lo que íbamos a solicitarle, con movilidad repletarían la Plaza como no se vio en la historia de Cajamarca. Y él: cuenten con eso, señor Saldívar. Pero también había otro asunto del que quería hablarles.

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