Conversación en La Catedral (18 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Conversación en La Catedral
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—En ustedes están puestas nuestras esperanzas ahora para salir del atolladero —dijo don Fermín.

—Te reconocí ahí mismo —dijo Trifulcio —. Ven, Ambrosio, dame un abrazo, deja que te mire un poco.

—¿El régimen en un atolladero? —dijo el coronel Espina —. ¿Está bromeando, don Fermín? Si la revolución no va viento en popa, entonces quién.

—Yo hubiera ido a esperarlo —dijo Ambrosio —. Pero no sabía siquiera que usted salía.

—Fermín tiene razón, coronel —dijo Emilio Arévalo —: Nada irá viento en popa mientras no se celebren elecciones y el General Odría vuelva al poder oleado y sacramentado por los votos de los peruanos.

—Menos mal que tú no me botas como Tomasa —dijo Trifulcio —. Te creía muchacho y eres casi tan viejo como este negro de tu padre.

—Las elecciones son un formalismo si usted quiere, coronel —dijo don Fermín —. Pero un formalismo necesario.

—Ya lo viste, ahora anda vete —dijo Tomasa —. Ambrosio viaja mañana, tiene que hacer su maleta.

—Y para ir a elecciones hay que tener pacificado el país, es decir limpio de apristas —dijo el doctor Ferro —. Si no, las elecciones podrían estallarnos en las manos como un petardo.

—Vamos a tomar un trago a alguna parte, Ambrosio —dijo Trifulcio —. Conversamos un rato y te vienes a hacer tu maleta.

—Usted no abre la boca, señor Bermúdez —dijo Emilio Arévalo —. Parece que le aburriera la política.

—¿Quieres darle mala fama a tu hijo? —dijo Tomasa —. ¿Para eso quieres que lo vean contigo en la calle?

—No parece, la verdad es que me aburre —dijo Bermúdez —. Además, no entiendo nada de política. No se rían, es cierto. Por eso, prefiero escucharlos.

Avanzaron a oscuras, por calles ondulantes y abruptas, entre chozas de caña y esporádicas casas de ladrillo, viendo por las ventanas, a la luz de velas y lamparillas, siluetas borrosas que comían conversando. Olía a tierra, a excremento, a uvas.

—Pues para no saber nada de política, lo está haciendo muy bien de Director de Gobierno —dijo don Fermín —. ¿Otra copa, don Cayo?

Encontraron un burro tumbado en el camino, les ladraron perros invisibles. Eran casi de la misma altura, iban callados, el cielo estaba despejado, hacía calor, no corría viento. El hombre que descansaba en la mecedora se puso de pie al verlos entrar en la desierta cantina, les alcanzó una cerveza y volvió a sentarse. Chocaron los vasos en la penumbra, todavía sin hablarse.

—Fundamentalmente, dos cosas —dijo el doctor Ferro —. Primera, mantener la unidad del equipo que ha tomado el poder. Segunda, proseguir con mano dura la limpieza. Universidad, sindicatos, administración. Luego, elecciones y a trabajar por el país.

—¿Que qué me hubiera gustado ser en la vida, niño? —dice Ambrosio —. Ricacho, por supuesto.

—Así que te vas a Lima mañana —dijo Trifulcio —. ¿Y a qué te vas?

—¿A usted ser feliz, niño? —dice Ambrosio —. Claro que a mí también, sólo que rico y feliz es la misma cosa.

—Todo es cuestión de empréstitos y de créditos —dijo don Fermín —. Los Estados Unidos están dispuestos a ayudar a un gobierno de orden, por eso apoyaron la revolución. Ahora quieren elecciones y hay que darles gusto.

—A buscar trabajo allá —dijo Ambrosio —. En la capital se gana más.

—Los gringos son formalistas, hay que entenderlos —dijo Emilio Arévalo —. Están felices con el General y sólo piden que se guarden las formas democráticas. Odría electo y nos abrirán los brazos y nos darán los créditos que hagan falta.

—¿Y cuánto tiempo llevas ya trabajando como chofer? —dijo Trifulcio.

—Pero ante todo hay que sacar adelante el Frente Patriótico Nacional o Movimiento Restaurador o como se llame —dijo el doctor Ferro —. Para eso es básico el programa y por eso insisto tanto en él.

—Dos años de profesional —dijo Ambrosio —. Empecé de ayudante, manejando de prestado. Después fui camionero y hasta ahora estuve de chofer de ómnibus, por aquí, por los distritos.

—Un programa nacionalista y patriótico, que agrupe a todas las fuerzas sanas —dijo Emilio Arévalo. — Industria, comercio, empleados, agricultores. Inspirado en ideas sencillas pero eficaces.

—O sea que eres hombre serio, de trabajo —dijo Trifulcio —. Con razón no quería Tomasa que la gente te viera conmigo. ¿Crees que vas a conseguir trabajo en Lima?

—Necesitamos algo que recuerde la excelente fórmula del mariscal Benavides —dijo el doctor Ferro —. Orden, Paz y Trabajo. Yo he pensado en Salud, educación, Trabajo. ¿Qué les parece?

—¿Usted se acuerda de la lechera Túmula, de la hija que tenía? —dijo Ambrosio —. Se casó con el hijo del Buitre. ¿Se acuerda del Buitre? Yo lo ayudé al hijo a que se la robara.

—Por supuesto, la candidatura del General tiene que ser lanzada por todo lo alto —dijo Emilio Arévalo —. Todos los sectores deben proclamarla de manera espontánea.

—¿El Buitre, el prestamista, el que fue Alcalde? —dijo Trifulcio —. Me acuerdo de él, sí.

—La proclamarán, don Emilio —dijo el coronel Espina —. El General es cada día más popular. En pocos meses la gente ha visto ya la tranquilidad que hay ahora y el caos que era el país con los apristas y comunistas sueltos en plaza.

—El hijo del Buitre está en el gobierno, ahora es importante —dijo Ambrosio. A lo mejor él me ayudará a conseguir trabajo en Lima.

—¿Quiere que vayamos a tomarnos un trago los dos solos, don Cayo? —dijo don Fermín —. ¿No le ha quedado doliendo la cabeza con los discursos del amigo Ferro? A mí me deja siempre mareado.

—Si es importante ya ni querrá saber de ti —dijo Trifulcio. Te mirará por sobre el hombro.

—Con mucho gusto, señor Zavala —dijo Bermúdez —. Sí, es un poco hablador el doctor Ferro. Pero se nota que tiene experiencia.

—Para ganártelo, llévale algún regalito —dijo Trifulcio. Algo que le recuerde al pueblo y le toque el corazón.

—Enorme experiencia porque hace veinte años que está con todos los gobiernos —se rió don Fermín —. Venga, acá tengo el auto.

—Le voy a llevar unas botellas de vino —dijo Ambrosio —. ¿Y usted qué va a hacer ahora? ¿Va a volver a la casa?

—Lo que usted pida —dijo Bermúdez —. Sí, señor Zavala, whisky, cómo no.

—No pienso, ya viste cómo me recibió tu madre —dijo Trifulcio —. Pero eso no quiere decir que Tomasa sea mala mujer.

—Nunca he entendido la política porque nunca me ha gustado —dijo Bermúdez —. Las circunstancias han hecho que a la vejez venga a meterme en política.

—Ella dice que usted la abandonó un montón de veces —dijo Ambrosio —. Que sólo volvía a la casa para sacarle la plata que ella ganaba trabajando como una mula.

—Yo también detesto la política, pero qué quiere —dijo don Fermín —. Cuando la gente de trabajo se abstiene y deja la política a los políticos el país se va al diablo.

—Las mujeres exageran y la Tomasa al fin y al cabo es mujer —dijo Trifulcio —. Me voy a trabajar a Ica, pero vendré a verla alguna vez.

—¿De veras no había venido nunca acá? —dijo don Fermín —. Espina lo está explotando, don Cayo. El show está bastante bien, ya verá. No crea que yo hago mucha vida nocturna. Muy rara vez.

—¿Y cómo están las cosas acá? —dijo Trifulcio —. Debes saber, debes ser un conocedor a tus años. Las mujeres, los bulines. ¿Qué pasa con los bulines acá?

Tenía un vestido blanco de baile muy ceñido que suavemente destellaba, y dibujaba tan nítidas y tan vivas las líneas de su cuerpo que parecía desnuda. Un vestido del mismo color qué su piel, que besaba el suelo y la obligaba a dar unos pasitos cortos, unos saltitos de grillo.

—Hay dos, uno caro y otro barato —dijo Ambrosio —. El caro quiere decir una libra, el barato que se consiguen hasta por tres soles. Pero unas ruinas.

Tenía los hombros blancos, redondos, tiernos, y la blancura de su tez contrastaba con la oscuridad de los cabellos que llovían su espalda. Fruncía la boca con lenta avidez, como si fuera a morder el pequeño micrófono plateado, y sus ojos grandes brillaban y recorrían las mesas, una y otra vez.

—¿Guapa la tal Musa, no? —dijo don Fermín —. Por lo menos, comparada con los esqueletos que salieron a bailar antes. Pero no la ayuda mucho la voz.

—No quiero llevarte ni que me acompañes, y además ya sé que es mejor que no te vean conmigo —dijo Trifulcio —. Pero me gustaría darme una vuelta por allá, sólo para ver. ¿Dónde está el barato?

—Muy guapa, sí, lindo cuerpo, linda cara —dijo Bermúdez —. Y a mí su voz no me parece tan mala.

—Por aquí cerca —dijo Ambrosio —. Pero la policía siempre está yendo allá, porque hay peleas a diario.

—Le contaré que esa mujer tan mujer no lo es tanto —dijo don Fermín —. Le gustan las mujeres.

—Eso es lo de menos, porque estoy acostumbrado a los cachacos y a las peleas —se rió Trifulcio —. Anda, paga la cerveza y vámonos.

—¿Ah, sí? —dijo Bermúdez —. ¿A esa mujer tan guapa? ¿Ah, sí?

—Yo lo acompañaría, pero el ómnibus a Lima sale a las seis —dijo Ambrosio —. Y todavía tengo mis cosas tiradas por ahí.

—Así que usted no tiene hijos, don Cayo —dijo don Fermín —. Pues se ha librado de muchos problemas.

—Tengo tres y ahora comienzan a darnos dolores de cabeza a Zoila y a mí.

—Me dejas en la puerta y te vas —dijo Trifulcio —. Llévame por donde nadie nos vea, si quieres.

—¿Dos hombrecitos y una mujercita? —dijo Bermúdez —. ¿Grandes ya?

Salieron de nuevo a la calle y la noche estaba más clara. La luna les iba mostrando los baches, las zanjas, los pedruscos. Recorrieron callejuelas desiertas, Trifulcio volviendo la cabeza a derecha e izquierda, observándolo todo, curioseándolo todo; Ambrosio con las manos en los bolsillos, pateando piedrecitas.

—¿Qué porvenir podía tener la Marina para un muchacho? —dijo don Fermín —. Ninguno. Pero el Chispas se empeñó y yo moví influencias y lo hice ingresar. Y ahora ya ve, lo botan. Flojo en los estudios, indisciplinado. Se va a quedar sin carrera, es lo peor. Claro que podría moverme y hacer que lo perdonaran. Pero no, no quiero tener un hijo marino. Lo pondré a trabajar conmigo, más bien.

—¿Eso es todo lo que tienes, Ambrosio? —dijo Trifulcio —. ¿Un par de libras nada más? ¿Nada más que un par de libras siendo todo un chofer?

—¿Y por qué no lo manda a estudiar al extranjero? —dijo Bermúdez —. Puede ser que cambiando de ambiente, el muchacho se corrija.

—Si tuviera más se lo daría también —dijo Ambrosio —. Bastaba que me pidiera y yo se la daba. ¿Para qué ha sacado esa chaveta? No necesitaba. Mire, venga a la casa y le daré más. Pero guarde eso, le daré cinco libras más. Pero no me amenace. Yo encantado de ayudarlo, de darle más. Venga, vamos a la casa.

—Imposible, mi mujer se moriría —dijo don Fermín —. El Chispas solo en el extranjero, Zoila no lo permitiría jamás. Es su engreído.

—No, no voy a ir —dijo Trifulcio —. Esto basta. Y es un préstamo, te pagaré tu par de libras, porque voy a trabajar en Ica. ¿Te asustaste porque saqué la chaveta? No te iba a hacer nada, tú eres mi hijo. Y te pagaré, palabra.

—¿Y el menorcito también le ha resultado difícil? —dijo Bermúdez.

—No quiero que me pague, yo se las regalo —dijo Ambrosio —. No me ha asustado. No necesitaba sacar la chaveta, se lo juro. Usted es mi padre, yo se la daba si me la pedía. Venga a la casa, le juro que le daré cinco libras más.

—No, el flaco es el polo opuesto del Chispas —dijo don Fermín —. Primero de su clase, todos los premios a fin de año: Hay que estarlo frenando para que no estudie tanto. Un lujo de muchacho, don Cayo.

—Estarás pensando que soy peor de lo que te ha dicho Tomasa —dijo Trifulcio —. Pero la saqué porque sí, de veras, no te iba a hacer nada incluso si no me dabas ni un sol. Y te pagaré, palabra que te pagaré tus dos libras, Ambrosio.

—Ya veo que el menorcito es su preferido —dijo Bermúdez —. ¿Y él qué carrera quiere seguir?

—Está bien, si quiere me las pagará —dijo Ambrosio —. Olvídese de eso, yo ya me olvidé. ¿No quiere venir hasta la casa? Le daré cinco más, le prometo.

—Todavía está en segundo de media y no sabe —dijo don Fermín —. No es que sea mi preferido, yo los quiero igual a los tres. Pero Santiago me hace sentir orgulloso de él. En fin, usted comprende.

—Estarás pensando que soy un perro que le roba hasta su hijo, que le saca chaveta hasta su hijo —dijo Trifulcio —. Te juro que esto es préstamo.

—Me da un poco de envidia oírlo, señor Zavala —dijo Bermúdez —. A pesar de los dolores de cabeza, debe tener sus compensaciones ser padre.

—Pero si está bien, pero si le creo que fue porque sí y que me las pagará —dijo Ambrosio —. Ya olvídese, por favor.

—¿Vive en el Maury; no? —dijo don Fermín —. Venga, lo llevo.

—¿Tú no te avergüenzas de mí? —dijo Trifulcio —. Dímelo con franqueza.

—No, muchas gracias, prefiero caminar, el Maury está cerca —dijo Bermúdez —. Encantado de haberlo conocido, señor Zavala.

—Pero cómo se le ocurre, de qué me voy a avergonzar —dijo Ambrosio —. Venga, entremos juntos al bulín, si quiere.

—¿Tú por aquí? —dijo Bermúdez —. ¿Qué haces tú aquí?

—No, anda a hacer tu maleta, que no te vean conmigo —dijo Trifulcio —. Eres un buen hijo, que te vaya bien en Lima. Créeme que te pagaré, Ambrosio.

—Me mandaban de un sitio a otro, me hicieron esperar horas aquí, don Cayo —dijo Ambrosio —. Ya estaba por regresarme a Chincha, le digo.

—Generalmente, el chofer del Director de Gobierno es un asimilado a Investigaciones, don Cayo —dijo el doctor Alcibíades —: Por cuestiones de seguridad. Pero si usted prefiere.

—He venido a buscar trabajo, don Cayo —dijo Ambrosio —. Ya me cansé de estar manejando ese ómnibus charcheroso. Pensé que tal vez usted podría colocarme.

—Sí prefiero, doctorcito —dijo Bermúdez —. A ese sambo lo conozco hace años y me inspira más confianza que un equis de Investigaciones. Está ahí en la puerta, ¿quiere encargarse, por favor?

—Manejar sé de sobra, y el tráfico de Lima lo aprenderé volando, don Cayo —dijo Ambrosio —. ¿Usted anda necesitando un chofer? Qué gran cosa sería, don Cayo.

—Sí, yo me encargo —dijo el doctor Alcibíades —. Haré que lo inscriban en la plantilla de la Prefectura, o lo asimilen o lo que sea. Y que le entreguen el auto hoy mismo.

—Está bien, entonces te tomo —dijo Bermúdez —. Tienes suerte; Ambrosio, caíste en el momento preciso.

—Salud —dice Santiago.

VIII

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