Conversación en La Catedral (67 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Conversación en La Catedral
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—Un cincuentón, niño —dice Ambrosio —. Se andaba sacando cosas de los dientes todo el tiempo.

Don Hilario lo había recibido en su vetusta oficinita mosqueada de la plaza de Armas, sin decirle siquiera tome asiento. Lo había dejado esperando de pie mientras leía la carta de Ludovico que Ambrosio le había alcanzado, y sólo al terminar de leer le había señalado una silla, sin simpatía, con resignación. Lo había observado de arriba abajo y por fin se había dignado abrir la boca: ¿cómo iba ese desdichado de Ludovico?

—Ahora muy bien, don —había dicho Ambrosio —. Después de soñar tantos años con que lo asimilaran, al fin lo metieron al escalafón. Ha ido ascendiendo y ahora está de subjefe de la división de Homicidios.

Pero a don Hilario no había parecido entusiasmarle lo más mínimo la buena noticia, Amalia. Había encogido los hombros, se había escarbado un diente negro con la uña del dedo meñique, que tenía larguísima, escupido y murmurado quién lo entiende. Porque Ludovico, aunque fuera su sobrino, había nacido bruto y fracasado.

—Y un padrillo, niño —dice Ambrosio —. Tres casas en Pucallpa, con mujer propia y una nube de hijos en las tres.

—Bueno, dígame qué se le ofrece —había murmurado por fin don Hilario —. ¿Qué ha venido a hacer por Pucallpa?

—A trabajar, como se lo cuenta Ludovico en la carta —había dicho Ambrosio.

Don Hilario se había reído con unos cocorocós de papagayo, estremeciéndose todito.

—¿Se ha vuelto loco? —había dicho, escarbándose el diente con furia —. Éste es el peor sitio del mundo para venirse a trabajar. ¿No ha visto esos tipos yendo y viniendo con las manos en los bolsillos por las calles? Aquí el ochenta por ciento de la gente vaga, no hay trabajo. A menos que quiera irse a tirar lampa a alguna chacra o a emplearse como peón de los militares que construyen la carretera. Pero ni eso es fácil y ésos son trabajos de hambre. Aquí no hay porvenir. Regrese a Lima volando.

Ambrosio había tenido ganas de mandarlo al carajo, Amalia, pero se había aguantado, sonreído amablemente y ahí fue que lo había fregado: ¿le aceptaba una cervecita en cualquier sitio, don? Hacía calor, por qué no conversaban refrescándose, don. Lo había dejado asombrado con esa invitación, Amalia, se había dado cuenta que Ambrosio no era lo que él pensaba. Habían ido a la calle Comercio, ocupado una mesita de “El gallo de oro”, pedido dos cervezas bien heladas.

—No vengo a pedirle trabajo, don —había dicho Ambrosio, después del primer trago —. Sino a proponerle un negocito.

Don Hilario había bebido despacio, mirándolo con atención. Había puesto el vaso en la mesa, se había rascado el pescuezo de surcos grasosos, escupido a la calle, observado cómo la tierra sedienta se tragaba la saliva.

—Ajá —había dicho despacio, asintiendo, y como hablando a la aureola de moscas zumbantes —. Pero para hacer negocitos se necesita capital, mi amigo.

—Ya lo sé, don —había dicho Ambrosio —. Tengo unos solcitos ahorrados. Yo quería ver si usted me ayudaba a invertirlos bien. Ludovico me dijo mi tío Hilario es un zorro para los negocios.

—Ahí lo fregaste otra vez —había dicho Amalia riéndose.

—Se volvió otra persona —había dicho Ambrosio —. Empezó a tratarme como ser humano.

—Ah, ese Ludovico —había carraspeado don Hilario, con un aire de pronto bonachón —. Le dijo la pura verdad. Unos nacen dotados para aviadores, otros para cantantes. Yo nací para los negocios.

Había sonreído a Ambrosio con picardía: bien hecho que viniera a verlo, él lo pilotearía. Ya encontrarían algo que les hiciera ganar unos solcitos. E intempestivamente: vámonos a un chifita, ya comenzaba a hacer hambre ¿no? De repente hecho una seda, ¿ves cómo era la gente, Amalia?

—Vivía en las tres al mismo tiempo y había que estar correteando de una casa a otra —dice Ambrosio —. Y después descubrí que también en Tingo María tenía mujer e hijos, figúrese niño.

—Pero hasta ahora no me has dicho cuánto tienes ahorrado —se había atrevido a preguntar Amalia.

—Veinte mil soles —había dicho don Fermín —. Sí, tuyos, para ti. Te ayudará a empezar de nuevo, a desaparecer, pobre infeliz. Nada de llantos, Ambrosio. Anda vete. Que Dios te bendiga, Ambrosio.

—Me dio una comilona y nos tomamos media docena de cervezas —había dicho Ambrosio —. Él pagó todo, Amalia.

—Para los negocios, lo primero es saber con qué se cuenta — había dicho don Hilario —. Como en la guerra. Hay que saber cuáles son las fuerzas que se va a lanzar al ataque.

—Mis fuerzas por ahora son quince mil soles —había dicho Ambrosio —. En Lima tengo algo más, y si el negocio me conviene, puedo traer esa plata más tarde.

—No es gran cosa —había reflexionado don Hilario dos dedos afanosos dentro de la boca —. Pero algo se hará.

—Con tanta familia no me extraña que fuese ladrón —dice Santiago.

A Ambrosio le hubiera gustado algo relacionado con la “Compañía de Transportes Morales” don, porque él había sido chofer, ése era su ramo. Don Hilario había sonreído, Amalia, alentándolo. Le había explicado que la Compañía había nacido hacía cinco años, con dos camionetas, y que ahora tenía dos camioncitos y tres camionetitas, los primeros para carga y las segundas de pasajeros, que hacían el servicio Tingo María —Pucallpa. Trabajito duro, Ambrosio: la carretera, una mugre, destrozaba llantas y motores. Pero, ya veía, él había sacado la empresa adelante.

—Yo pensaba en un camioncito viejo —había dicho Ambrosio —. Tengo para la cuota inicial. Lo demás se iría pagando con el trabajo.

—Eso descartado, porque sería hacerme la competencia —se había reído don Hilario, con unos cocorocós cariñosos.

—No quedamos en nada todavía —había dicho Ambrosio —. Dijo que habíamos hecho los contactos. Conversaremos mañana de nuevo.

Se habían visto al día siguiente, al subsiguiente y al otro, y cada vez había vuelto Ambrosio a la cabaña achispado y con tufo de cerveza asegurando ¡este don Hilario resultó un jarro temible! A la semana habían llegado a un acuerdo, Amalia: Ambrosio manejaría una de las camionetitas de “Transportes Morales” con un sueldo base de quinientos más el diez por ciento de los pasajes, y entraría como socio de don Hilario en un negocito que era una fija. Y Amalia, al verlo que vacilaba ¿cuál negocito?

—"Ataúdes Limbo" —había dicho Ambrosio, un poco chupado —. La compramos por treinta mil, don Hilario dice que ese traspaso es un regalo. No voy a tener ni siquiera que ver a los muertos, él va a administrar la funeraria y me dará mi ganancia cada seis meses. ¿Por qué pones esa cara, qué tiene de malo?

—No tendrá nada de malo, pero me da no sé qué —había dicho Amalia —. Sobre todo porque son muertos niñitos.

—También haremos cajones para viejos —había dicho Ambrosio —. Don Hilario dice que es lo más seguro porque la gente se muere siempre. Vamos a medias en las ganancias. Él se encarga de la administración y no va cobrar nada por eso. Qué más quiero ¿no es cierto?

—O sea que ahora vas a estar viajando a Tingo María todo el tiempo —había dicho Amalia.

—Sí, y no podré controlar el negocio —había respondido Ambrosio —. Tienes que estar con los ojos bien abiertos, contar todos los cajones que salgan. Para eso la tienes ahí, tan cerca. Puedes vigilar sin salir de la casa.

—Está bien —había repetido Amalia —. Pero me da no sé qué.

—Total, que durante meses me las pasé arrancando, frenando y acelerando —dice Ambrosio —. Manejaba la carcocha más vieja del mundo, niño. Se llamaba "El Rayo de la Montaña".

III

—O sea que usted fue el primero en casarse, niño —dice Ambrosio —. Les dio el ejemplo a sus hermanos.

De "La Maison de Santé" fue a la pensión de Barranco a afeitarse y cambiarse de ropa y luego a Miraflores. Eran sólo las tres de la tarde, pero vio el auto de don Fermín cuadrado en la puerta de calle. El mayordomo lo recibió con cara seria: los señores habían estado preocupados por lo que no vino a almorzar el domingo, niño. No estaban la Teté ni el Chispas. Encontró a la señora Zoila viendo televisión en el cuartito que había hecho acondicionar debajo de la escalera para la canasta de los jueves.

—Ya era hora —murmuró, estirándole la cara fruncida —. ¿Vienes a ver si estamos vivos?

Trató de desenojarla con bromas —estabas de buen humor, Zavalita, libre del encierro de la Clínica —, pero ella, mientras echaba continuas ojeadas involuntarias a su tele-teatro, siguió riñéndolo: el domingo habían puesto tu asiento, la Teté y Popeye y el Chispas y Cary se habían quedado hasta las tres esperándote, deberías ser más considerado con tu padre que está enfermo. Sabiendo que cuenta los días para verte, piensa, sabiendo cómo lo resiente que no vengas. Piensa: había hecho caso a los médicos, no iba a la oficina, descansaba, creías que estaba restablecido del todo. Y sin embargo esa tarde viste que no, Zavalita. Estaba en el escritorio, solo, con una manta en las rodillas sentado en el sillón de costumbre. Hojeaba una revista y cuando vio entrar a Santiago le sonrió con afectuoso rencor. La piel todavía bruñida del verano se había avejentado, aparecido en su cara un extraño rictus y era como si en pocos días hubiera perdido diez kilos. Estaba sin corbata, con una casaca de pana abierta y unas puntas de vello canoso asomaban por el cuello de la camisa. Santiago se sentó a su lado.

—Tienes muy buena cara, papá —dijo, besándolo —. ¿Cómo te sientes?

—Mejor, pero tu madre y el Chispas me hacen sentirme un inútil —se quejó don Fermín —. Sólo me dejan ir un ratito a la oficina y me obligan a dormir siestas y a pasar las horas aquí, como un inválido.

—Sólo hasta que te repongas completamente —dijo Santiago —. Después te podrás desquitar, papá.

—Ya les advertí que sólo aguanto este régimen de fósil hasta fin de mes —dijo don Fermín —. Desde el primero, vuelvo a mi vida normal. Ahora ni me entero cómo andan las cosas.

—Deja que se ocupe el Chispas, papá —dijo Santiago —. ¿Acaso no lo está haciendo tan bien?

—Sí, lo hace bien —sonrió don Fermín, asintiendo —. Él dirige ahora todo, prácticamente. Es serio, tiene buen tino. Lo que pasa es que no me resigno a ser una momia.

—Quién iba a decir que el Chispas resultaría todo un hombre de negocios —se rió Santiago —. Después de todo, fue una suerte que lo botaran de la Naval.

—El que no lo está haciendo muy bien eres tú, flaco —dijo don Fermín, con el mismo tono cariñoso y un dejo de cansancio —. Ayer fui a tu pensión y la señora Lucía me dijo que no habías ido a dormir varios días.

—Estuve en Trujillo, papá —había bajado la voz, piensa, hecho un ademán como diciendo entre tú y yo, tu madre no sabe nada —. Me mandaron hacer un reportaje. Me sacaron volando y no tuve tiempo de avisarles.

—Ya estás grande para reñirte o darte consejos —dijo don Fermín, con suavidad siempre afectuosa y algo apenada —. Además, ya sé que no serviría de nada.

—No creerás que me he dedicado a la mala vida, papá —sonrió Santiago.

—Hace tiempo que me andan dando algunas noticias alarmantes —dijo don Fermín, sin cambiar de expresión —. Que te ven en bares, en boites. Y no en los mejores sitios de Lima. Pero como eres tan susceptible, ya ni me atrevo a preguntarte nada, flaco.

—Voy alguna que otra vez, como todo el mundo —dijo Santiago —. Tú sabes que no soy jaranista, papá. ¿No te acuerdas cómo tenía que insistir la mamá para que fuera a fiestas de chico?

—De chico —se rió don Fermín —. ¿Te sientes viejísimo ya?

—No vas a hacer caso de los chismes de la gente —dijo Santiago —. Soy muchas cosas pero no eso, papá.

—Es lo que yo creía, flaco —dijo don Fermín, después de una larga pausa —. Al principio pensé que se divierta un poco, incluso le hará bien. Pero ya son muchas veces que me vienen a decir lo vimos aquí, allá, con copas, con gente de lo peor.

—No tengo ni tiempo ni plata para dedicarme a jaranista —dijo Santiago —. Es absurdo, papá.

—No sé qué pensar, flaco —se había puesto serio, Zavalita, había agravado la voz —. Pasas de un extremo a otro, es difícil entenderte. Mira, creo que preferiría que terminaras de comunista antes que de borrachín y de badulaque.

—Ninguna de las dos cosas, papá, puedes estar tranquilo —dijo Santiago —. Hace años que no sé lo que es política. Leo todo el diario menos las noticias políticas. No sé ni quien es Ministro, ni quien es senador. Yo mismo pedí que no me mandaran a hacer informaciones políticas.

—Dices eso con un resentimiento terrible —murmuró don Fermín —. ¿Te pesa tanto no haberte dedicado a tirar bombas? No me lo reproches a mí. Yo te di un consejo, nada más, y acuérdate que te has pasado la vida dándome la contra. Si no te has hecho comunista, será porque en el fondo no estabas tan seguro de eso.

—Tienes razón, papá —dijo Santiago —. No me pesa nada, no pienso nunca en eso. Sólo te estaba tranquilizando. Ni comunista ni badulaque, no te preocupes.

Conversaron de otras cosas, en la cálida atmósfera de libros y maderas del escritorio, viendo caer el sol enrarecido por las primeras neblinas del invierno oyendo a lo lejos las voces del tele-teatro, y poco a poco don Fermín había ido tomando ánimos para abordar el tema eterno y repetir la ceremonia celebrada tantas veces, Zavalita: vuelve a la casa, recíbete de abogado, trabaja conmigo.

—Ya sé que no te gusta que te hable de eso —fue la última vez que trató, Zavalita —. Ya sé que me arriesgo a espantarte de la casa de nuevo si te hablo de eso.

—No digas adefesios, papá —dijo Santiago.

—¿Cuatro años no es bastante, flaco? —¿se había resignado desde entonces, Zavalita? — ¿Ya no te has hecho bastante daño, ya no nos has hecho bastante daño?

—Pero si me he matriculado, papá —dijo Santiago —. Este año…

—Este año me vas a meter el dedo a la boca como los pasados —lo había seguido rumiando hasta el final, secretamente, la esperanza de que volvieras, Zavalita —. Ya no te creo, flaco. Te matriculas, pero no pisas la Universidad ni das exámenes.

—Los años pasados tuve mucho trabajo —insistió Santiago —. Pero ahora voy a asistir a clases. He arreglado mi horario para acostarme temprano y…

—Te has acostumbrado a trasnochar, a tu sueldito, a tus amigos jaranistas del periódico y ésa es tu vida —sin cólera, sin amargura, Zavalita, con una tierna pesadumbre —. ¿Cómo voy a dejar de repetirte que no puede ser, flaco? Tú no eres eso que quieres demostrarte que eres. No puedes seguir siendo un mediocre, hijo.

—Tienes que creerme, papá —dijo Santiago —. Te juro que esta vez es cierto. Iré a clases, daré exámenes.

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