Conversación en La Catedral (32 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Conversación en La Catedral
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—Le va a costar una mentada de madre si me vuelve a decir carajo o alzarme la voz —dijo Carlitos, lleno de felicidad —. Ni siquiera recibí indemnización. Y ahí mismo entré a
La Crónica
y ahí mismo descubrí la tumba de la poesía, Zavalita.

—¿Y por qué no has dejado el periodismo? —dijo Santiago —. Has podido buscar otra cosa.

—Entras y no sales son las arenas movedizas —dijo Carlitos, como alejándose o durmiéndose —. Te vas hundiendo, te vas hundiendo. Lo odias pero no puedes librarte. Lo odias y de repente estás dispuesto a cualquier cosa por conseguir una primicia. A pasarte las noches en vela, a meterte a sitios increíbles. Es un vicio, Zavalita.

—Me han llegado hasta el pescuezo, pero no me van a tapar ¿sabes por qué? —dice Santiago —. Porque voy a terminar abogacía de todas maneras, Ambrosio.

—Yo no escogí policiales, pasó que Arispe ya no me aguantaba en locales y tampoco Maldonado en cables —decía Carlitos, lejísimos —. Sólo Becerrita me soporta en su página. Policiales, lo peor de lo peor. Lo que a mí me gusta. Las escorias, mi elemento, Zavalita.

Después calló y permaneció inmóvil y risueño mirando el vacío. Cuando Santiago llamó al mozo, despertó y pagó la cuenta. Salieron y Santiago tuvo que tomarlo del brazo porque se daba encontrones contra las mesitas y las paredes. El Portal estaba vacío, una franja celeste se insinuaba débilmente sobre los techos de la plaza San Martín.

—Raro que no haya caído por aquí Norwin —recitaba Carlitos, con una especie de quieta ternura —. Uno de los mejores náufragos, una magnífica escoria. Ya te lo presentaré, Zavalita.

Se tambaleaba, apoyado contra uno de los pilares del Portal, la cara sucia de barba, la nariz ígnea, los ojos trágicamente dichosos. Mañana sin falta, Carlitos.

IV

Volvía de la farmacia con dos rollos de papel higiénico, cuando en la puerta de servicio se dio cara a cara con Ambrosio. No te pongas tan seria, dijo él, no he venido a verte a ti. Y ella: por qué ibas a venir a verme, ni que fuéramos algo. ¿No viste el carro?, dijo Ambrosio, arriba está don Fermín con don Cayo. ¿Don Fermín, don Cayo?, dijo Amalia. Sí, por qué se asombraba. No sabía por qué, pero estaba sorprendida, eran tan distintos, trató de imaginarse a don Fermín en una de las fiestecitas y le pareció imposible.

—Mejor que no te vea —dijo Ambrosio —. Le contará que te botaron de su casa, o que dejaste plantado el laboratorio, y a lo mejor la señora Hortensia te bota también.

—Lo que no quieres es que don Cayo sepa que tú me trajiste aquí —dijo Amalia.

—Bueno, también eso —dijo Ambrosio —. Pero no por mí, sino por ti. Ya te he dicho que don Cayo me odia desde que lo dejé para irme a trabajar con don Fermín. Si sabe que me conoces te has arruinado.

—Qué bueno te has vuelto —dijo ella —. Cuánto te preocupas por mí ahora.

Se habían quedado conversando junto a la puerta de servicio, y Amalia espiaba a ratos a ver si no se acercaban Símula o Carlota. ¿No le había dicho Ambrosio que don Fermín y don Cayo ya no se veían como antes? Sí, desde que el señor Cayo había hecho meter preso al niño Santiago ya no eran amigos; pero tenían negocios juntos y por eso habría venido ahora don Fermín a San Miguel. ¿Estaba contenta Amalia aquí? Sí, mucho, trabajaba menos que antes y la señora era buenísima. Entonces me estás debiendo un favor, dijo Ambrosio, pero ella le paró en seco las bromas: te lo pagué desde antes no te olvides. Y le cambió de tema, ¿cómo estaban allá en Miraflores? La señora Zoila muy bien, el niño Chispas tenía una enamorada que había estado de candidata a Miss Perú, la niña Teté hecha una señorita, y el niño Santiago no había vuelto a la casa desde que se escapó. No se lo podía nombrar delante de la señora Zoila porque se ponía a llorar. Y de repente: te sienta San Miguel, te has puesto muy buena moza. Amalia no se rió, lo miró con toda la furia que pudo.

—¿Tu salida es el domingo, no? —dijo él —. Te espero ahí, en el paradero del tranvía, a las dos. ¿Vas a venir?

—Ni te lo sueñes —dijo Amalia —. ¿Acaso somos algo para salir juntos?

Sintió ruido en la cocina y se entró a la casa, sin despedirse de Ambrosio. Fue al repostero a espiar: ahí estaba don Fermín, despidiéndose de don Cayo. Alto, canoso, tan elegante de gris, y se acordó de golpe de todas las cosas que habían pasado desde la última vez que lo vio, de Trinidad, del callejón de Mirones, de la Maternidad, y sintió que se le venían las lágrimas. Fue al baño a mojarse la cara. Ahora estaba furiosa con Ambrosio, furiosa con ella misma por haberse puesto a conversar con él como si fueran algo, por no haberle dicho ¿crees que porque me avisaste que aquí necesitaban sirvienta ya me olvidé, que ya te perdoné? Ojalá te mueras, pensó.

Se ajustó la corbata, se puso el saco, cogió su maletín y salió del despacho. Pasó junto a las secretarias con rostro ausente. El auto estaba cuadrado en la puerta, al Ministerio de Guerra Ambrosio. Demoraron quince minutos en cruzar el centro. Bajó antes que Ambrosio le abriera la puerta, espérame aquí. Soldados que saludaban, un pasillo, una escalera, un oficial que sonreía. En la antesala del Servicio de Inteligencia lo esperaba un capitán de bigotitos: el Mayor está en su oficina, señor Bermúdez, pase. Paredes se levantó al verlo entrar. Sobre el escritorio había tres teléfonos, un banderín, un secante verde; en las paredes, 5 mapas, planos, una fotografía de Odría y un calendario.

—Espina me llamó para darme sus quejas —dijo el mayor Paredes —. Que si no le sacas a ese portero le pegará un tiro. Estaba rabioso.

—Ya ordené que le retiraran al soplón —dijo él, aflojándose la corbata —. Por lo menos, ahora sabe que está vigilado.

—Te repito que es trabajo inútil —dijo el mayor Paredes —. Antes de retirarlo, se lo ascendió. ¿Por qué se pondría a conspirar?

—Porque le ha dolido dejar de ser Ministro —dijo él —. No, él no se pondría a conspirar por su cuenta, es tonto para eso. Pero lo pueden utilizar. Al Serrano cualquiera le mete el dedo a la boca.

El mayor Paredes encogió los hombros, hizo una mueca escéptica. Abrió un armario, sacó un sobre y se lo alcanzó. El hojeó distraídamente los papeles, las fotografías.

—Todos sus desplazamientos, todas sus conversaciones telefónicas —dijo el mayor Paredes —. Nada sospechoso. Se ha dedicado a consolarse por la bragueta, ya ves. Además de la querida de Breña, se ha echado otra encima, una de Santa Beatriz.

Se rió, dijo algo más entre dientes, y, por un instante, él las vio: gordas, carnosas, las tetas colgando, avanzaban la una sobre la otra con un regocijo perverso en los ojos. Guardó los papeles y fotografías en el sobre y lo puso en el escritorio.

—Las dos queridas, las partidas de cacho en el Círculo Militar, una o dos borracheras por semana, ésa es su vida —dijo el mayor Paredes —. El Serrano es un hombre acabado, convéncete.

—Pero con muchos amigos en el Ejército, con decenas de oficiales que le deben favores —dijo él —. Yo tengo olfato de perro fino. Hazme caso, dame un tiempito más.

—Bueno, si tanto insistes haré que lo vigilen unos días más —dijo el mayor Paredes —. Pero sé que es inútil.

—Aunque está retirado y sea tonto, un general es un general —dijo él —. Es decir, más peligroso que todos los apristas y rabanitos juntos.

Hipólito era un bruto, sí don, pero también tenía sus sentimientos, Ludovico y Ambrosio lo habían descubierto esa vez del Porvenir. Tenían tiempo todavía y estaban yendo a tomarse un trago cuando se apareció Hipólito y agarró a cada uno del brazo: les convidaba una mulita. Habían ido a la chingana de la avenida Bolivia, Hipólito pedido tres cortos, sacado ovalados y encendido el fósforo con mano tembleque. Se lo notaba muñequeado, don, se reía sin ganas, se pasaba la lengua por la boca como un animal con sed, miraba de costado y le bailaba el fondo de los ojos. Ludovico y Ambrosio se miraban como diciendo qué tiene éste.

—Parece que andaras con algún problema, Hipólito —dijo Ambrosio.

—¿Te quemaron en el veinte, hermano? —dijo Ludovico.

Hizo que no con la cabeza, vació su copa, le dijo al chino otra vuelta. ¿Qué pasaba entonces, Hipólito? Los miró, les aventó el humo a la cara, por fin se había animado a soltar la piedra, don: le fregaba este merengue del Porvenir. Ambrosio y Ludovico se rieron. No había de qué, Hipólito, las viejas locas se echarían a correr al primer silbatazo, era el trabajo más botado, hermano. Hipólito se vació la segunda copa y los ojos se le saltaron. No era miedo, conocía la palabra pero no lo había sentido nunca, él había sido boxeador.

—No jodas, no nos vas a contar otra vez tus peleas —dijo Ludovico.

—Es una cosa personal —dijo Hipólito, apenado.

Le tocó a Ludovico pagar otra vuelta, y el chino, que los había visto embalados, dejó la botella sobre el mostrador. Anoche no había dormido por este merengue, calculen cómo será. Ambrosio y Ludovico se miraron como diciendo ¿se loqueó? Háblanos con la mayor franqueza, Hipólito, para algo eran amigos. Tosía, parecía que se atrevía y se arrepentía, don, por último se le atracó la voz pero lo soltó: una cosa de familia, una cosa personal. Y, sin más, les había aventado una historia de llanto, don. Su madre hacía petates y tenía su puesto en la Parada, él había crecido en el Porvenir, vivido ahí, si eso era vivir. Limpiaba y cuidaba carros, hacía mandados, descargaba los camiones del Mercado, se sacaba sus cobres como podía, a veces metiendo la mano donde no debía.

—¿Qué les dicen a los del Porvenir? —lo interrumpió Ludovico —. A los de Lima limeños, a los de Bajo el Puente bajopontinos, ¿y a los del Porvenir?

—A ti te importa un carajo lo que estoy contando —había dicho Hipólito, furioso.

—Nunca, hermano —le dio una palmada Ludovico —. De repente se me vino esa duda a la cabeza, perdona y sigue.

Que aunque hacía sus añitos que no iba por ahí, aquí dentro, y se había tocado el pecho, don, el Porvenir seguía siendo su casa: ahí empezó a boxear, además. Que a muchas de las viejas de la Parada las conocía, que algunas lo iban a reconocer, quizás.

—Ah, ya caigo —dijo Ludovico —. No hay motivo para que te amargues, quién te va a reconocer después de tantos años. Además ni te verán la cara, las luces del Porvenir son malísimas, los palomillas se andan volando los faroles a pedradas. No hay motivo, Hipólito.

Se había quedado pensando, lamiéndose la boca como un gato. El chino trajo sal y limón, Ludovico se saló la punta de la lengua, se exprimió la mitad del limón en la boca, vació su copa y exclamó el trago ha subido de categoría. Se habían puesto a hablar de otra cosa, pero Hipólito callado, mirando el suelo, el mostrador, pensando.

—No —había dicho de repente —. No me friega que alguna me reconozca. Me friega el merengue de por sí.

—Pero por qué, hombre —dijo Ludovico —. ¿No es mejor espantar viejas que estudiantes, por ejemplo? Qué más que griten o pataleen, Hipólito. El ruido no hace daño a nadie.

—¿Y si tengo que sonar a una de ésas que me dio de comer de chico? —había dicho Hipólito, dando un puñetazo en la mesa, Furiosísimo, don.

Ambrosio y Ludovico como diciendo ahorita le da la llorona de nuevo. Pero hombre, pero hermano, si te dieron de comer es que eran buenas personas, santas, pacíficas, ¿tú crees que ellas se iban a meter en líos políticos? Pero Hipólito. No quería dar su brazo a torcer, movía la cabeza como diciendo no me convencen.

—Hoy estoy haciendo esto a disgusto —dijo, al fin.

—¿Y tú crees que a alguien le gusta? —dijo Ludovico.

—A mí sí —dijo Ambrosio, riéndose —. Para mí es como un descanso, como una aventura.

—Porque vienes de vez en cuando —dijo Ludovico —. Te pasas la gran vida de chofer del jefazo y esto lo tomas a juego. Espérate que te partan el cráneo de una pedrada, como a mí una vez.

—Ahí nos dirás si te sigue gustando —había dicho Hipólito.

Felizmente que a él nunca le había pasado nada, don.

¿Cómo se había atrevido? Sus días de permiso, cuando no iba a visitar a su tía a Limoncillo, o a la señora Rosario a Mirones, salía con Anduvia y María, dos empleadas de la vecindad. ¿Porque la había ayudado a conseguir este trabajo se creyó que te olvidaste? Iban a pasear, al cine, un domingo habían ido al Coliseo a ver los bailes folklóricos. ¿Porque conversaste con él que ya lo perdonaste? Algunas veces salía con Carlota, pero no muy seguido, porque Símula quería que Amalia la trajera antes del anochecer. Hubieras debido tratarlo mal, bruta. Al salir, Símula las volvía locas con sus recomendaciones, y al volver con sus preguntas. Qué plantón se iría a dar el domingo, venirse desde Miraflores hasta aquí de balde, cómo te requintaría. Pobre Carlota, Símula no la dejaba asomar la nariz a la calle, paraba asustándola con los hombres. Toda la semana estuvo pensando se va a quedar esperándote, a veces le daba una cólera que se ponía a temblar, a veces risa. Pero a lo mejor no vendría, ella le había dicho ni te lo sueñes y diría para qué voy. El sábado planchó el vestido azul brillante que le había regalado la señora Hortensia, ¿dónde vas mañana? le preguntó Carlota, donde su tía. Se miraba en el espejo y se insultaba: ya estás pensando en ir, bruta. No, no iría. Ese domingo estrenó los zapatos de taco que se había comprado recién, y la pulserita que se sacó en una tómbola. Antes de salir, se pintó un poco los labios. Recogió la mesa rapidito, casi no almorzó, subió al cuarto de la señora a mirarse de cuerpo entero en el espejo. Se fue derechita hasta el Bertoloto, lo cruzó y en la Costanera sintió furia y cosquillas en el cuerpo: ahí estaba, en el paradero, haciéndole adiós. Pensó regrésate, pensó no le vas a hablar. Se había puesto un terno marrón, camisa blanca, corbata roja, y un pañuelito en el bolsillo del saco.

—Estaba rogando qué no me dejaras plantado —dijo Ambrosio —. Qué bien que viniste.

—He venido a tomar el tranvía —dijo ella, indignada, volteándole la cara —. Me voy donde mi tía.

—Ah, bueno —dijo Ambrosio — — Entonces vámonos juntos al centro.

—Me olvidaba de un detalle —dijo el Mayor Paredes —. Espina ha estado viendo mucho a tu amigo Zavala.

—No tiene importancia —dijo él —. Son amigos desde hace años. Espina le consiguió la concesión para que su laboratorio abasteciera los bazares del Ejército.

—Hay cosas de ese señorón que no me gustan —dijo el mayor Paredes —. Le sigo los pasos, de cuando en cuando. Se reúne con apristones, a veces.

—Gracias a esos apristones se entera de muchas cosas y gracias a él me entero yo —dijo él —. Zavala no es problema. Con él si pierdes el tiempo.

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