Conversación en La Catedral (72 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Conversación en La Catedral
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—Porque te estará haciendo a ti las vivezas, tonto —había dicho Amalia.

—Ella me metió adentro la duda —dice Ambrosio —. La pobrecita tenía un olfato de perro, niño.

Desde entonces, cada noche, al volver a Pucallpa, aun antes de sacudirse el polvo rojizo del camino, le había preguntado a Amalia, ansioso: ¿cuántos grandes, cuántos chicos? Había apuntado todo lo que se vendía en una libretita y vuelto cada día con nuevas vivezas que había averiguado de don Hilario en Tingo María y Pucallpa.

—Si tanta desconfianza le tienes, se me ocurre una cosa —le había dicho Pantaleón —. Dile que te devuelva tu plata y vamos a hacer algo juntos.

Desde ese sábado en Yarinacocha, ella había vuelto a vigilar a los clientes de "Ataúdes Limbo" escrupulosamente. Este embarazo no había sido ni sombra del anterior, ni siquiera del primero, doña Lupe: ni mareos ni vómitos, casi ni sed. No había perdido las fuerzas, podría hacer el trabajo de la casa de lo más bien. Una mañana había ido con Ambrosio al hospital y tenido que hacer una cola larguísima. Se habían pasado la espera jugando a contar los gallinazos que veían asoleándose en los techos vecinos y, cuando les llegó el turno, Amalia estaba medio dormida. El médico la había examinado rapidito y dicho vístete, estás bien, que volviera dentro de un par de meses. Amalia se había vestido y sólo al momento de salir se había acordado.

—En la Maternidad de Lima me dijeron que con otro hijo me podía morir, doctor.

—Entonces has debido hacer caso y cuidarte —había refunfuñado el doctor; pero luego, como la había visto asustada, le había sonreído de mala gana —. No te asustes, cuídate y no te pasará nada.

Poco después se habían cumplido otros seis meses y Ambrosio, antes de ir a la oficina de don Hilario, la había llamado de una manera maliciosa: ven, un secreto. ¿Cuál? Iba a decirle que no quería seguir siendo su socio, ni tampoco su chofer, Amalia, que se metiera "El Rayo de la Montaña" y "Ataúdes Limbo" donde quisiera. Amalia lo había mirado asombrada y él: era una sorpresa que te tenía guardada, Amalia. Con Pantaleón se habían pasado este tiempo haciendo planes, habían decidido uno genial. Se llenarían los bolsillos a costa de don Hilario, Amalia, eso era lo más chistoso del caso. Estaban vendiendo una camionetita usada y él y Pantaleón la habían desarmado y expulgado hasta el alma: servía. La dejaban por ochenta mil y les aceptaban treinta mil de cuota inicial y lo demás en letras. Pantaleón pediría sus indemnizaciones y movería cielo y tierra para conseguir sus quince mil y la comprarían a medias y la manejarían a medias y cobrarían más barato y les quitarían la clientela a la Morales y a la Pucallpa.

—Imaginaciones —dice Ambrosio —. Quise terminar por donde debí comenzar al llegar a Pucallpa.

V

Regresaron de Huacachina a Lima directamente, en el auto de una pareja de recién casados. La señora Lucía los recibió con suspiros en la puerta de la pensión, y después de abrazar a Ana se llevó a los ojos el ruedo del mandil. Había puesto flores en el cuartito, lavado las cortinas y cambiado las sábanas, y comprado una botellita de oporto para brindar por su felicidad. Cuando Ana empezaba a vaciar las maletas, llamó aparte a Santiago y le entregó un sobre con una sonrisita misteriosa: la había traído anteayer su hermanita. La letra miraflorina de la Teté, Zavalita, ¡bandido nos enteramos que te casaste!, su sintaxis gótica, y qué tal raza por el periódico. Todos estaban furiosos contigo (no te lo creas supersabio) y locos por conocer a mi cuñada. Que vinieran a la casa volando, iban a buscarte mañana y tarde porque se morían por conocerla. Qué loco eras, supersabio, y mil besos de la Teté.

—No te pongas tan pálido —se rió Ana —. Qué tiene que se hayan enterado, ¿acaso íbamos a estar casados en secreto?

—No es eso —dijo Santiago. Es que, bueno, tienes razón, soy un tonto.

—Claro que eres —volvió a reírse Ana —. Llámalos de una vez, o si quieres vamos a verlos de frente. Ni que fueran ogros, amor.

—Sí, mejor de una vez —dijo Santiago —. Les diré que iremos esta noche.

Con un cosquilleo de lombrices en el cuerpo bajó a llamar por teléfono y apenas dijo ¿aló? oyó el grito victorioso de la Teté: ¡ahí estaba el supersabio, papá! Ahí estaba su voz que se rebalsaba, ¡pero cómo habías hecho eso, loco!, su euforia, ¿de veras te habías casado?, su curiosidad, ¿con quién, loco?, su impaciencia, cuándo y cómo y dónde, su risita, pero por qué ni les dijiste que tenias enamorada, sus preguntas, ¿te habías robado a mi cuñada, se habían casado escapándose, era ella menor de edad? Cuenta, cuenta, hombre.

—Primero déjame hablar —dijo Santiago —. No puedo contestarte todo eso a la vez.

—¿Se llama Ana? —estalló de nuevo la Teté —. ¿Cómo es, de dónde es, cómo se apellida, yo la conozco, qué edad tiene?

—Mira, mejor le preguntas todo eso a ella —dijo Santiago —. ¿Van a estar a la noche en la casa?

—Por qué esta noche, idiota —gritó la Teté —. Vengan ahorita. ¿No ves que nos morimos de curiosidad?

—Iremos a eso de las siete —dijo Santiago —. A comer, okey. Chau, Teté.

Se había arreglado para esa visita más que para el matrimonio, Zavalita. Había ido a peinarse a una peluquería, pedido a doña Lucía que la ayudara a planchar una blusa, se había probado todos sus vestidos y zapatos y mirado y remirado en el espejo y demorado una hora en pintarse la boca y las uñas. Piensa: pobre flaquita. Había estado muy segura toda la tarde, mientras cotejaba y decidía su vestuario, muy risueña haciéndote preguntas sobre don Fermín y la señora Zoila y el Chispas y la Teté, pero al atardecer, cuando paseaba delante de Santiago, ¿cómo le quedaba esto amor, le caía esto otro amor?, ya su locuacidad era excesiva, su desenvoltura demasiado artificial y había esas chispitas de angustia en sus ojos. En el taxi, camino a Miraflores, había estado muda y seria, con la inquietud estampada en la boca.

—¿Me van a mirar como a un marciano, no? —dijo de pronto.

—Como a una marciana, más bien —dijo Santiago —. Qué te importa.

Sí le importó, Zavalita. Al tocar el timbre de la casa, la sintió buscar su brazo, la vio protegerse el peinado con la mano libre. Era absurdo, qué hacían aquí, por qué tenían que pasar ese examen: habías sentido furia, Zavalita. Ahí estaba la Teté, vestida de fiesta en el umbral, saltando. Besó a Santiago, abrazó y besó a Ana, decía cosas, daba grititos, y ahí estaban los ojitos de la Teté, como un minuto después los ojitos del Chispas y los ojos de los papás, buscándola, trepanándola, autopsiándola. Entre las risas, chillidos y abrazos de la Teté, ahí estaban ese par de ojos. La Teté cogió del brazo a cada uno, cruzó con ellos el jardín sin dejar un segundo de hablar, arrastrándolos en su remolino de exclamaciones y preguntas y felicidades, y lanzando siempre las inevitables, veloces miradas de soslayo hacia Ana que se tropezaba. Toda la familia esperaba reunida en la sala. El Tribunal, Zavalita. Ahí estaba: incluso Popeye, incluso Cary, la novia de Chispas, todos de fiesta. Cinco pares de fusiles, piensa, apuntando y disparando al mismo tiempo contra Ana. Piensa: la cara de la mamá. No la conocías bien a la mamá, Zavalita, creías que tenía más dominio de sí misma más mundo, que se gobernaba mejor. Pero no disimuló ni su contrariedad ni su estupor ni su desilusión; sólo su cólera, al principio y a medias. Fue la última en acercarse a ellos, como un penitente que arrastra cadenas, lívida. Besó a Santiago murmurando algo que no entendiste —le temblaba el labio, piensa le habían crecido los ojos — y después y con esfuerzo se volvió hacia Ana que estaba abriendo los brazos. Pero ella no la abrazó ni le sonrió; se inclinó apenas, rozó con su mejilla la de Ana y se apartó al instante: hola, Ana. Endureció todavía más la cara, se volvió hacia Santiago y Santiago miró a Ana: había enrojecido de golpe y ahora don Fermín trataba de arreglar las cosas. Se había precipitado hacia Ana, así que ésta era su nuera, la había abrazado de nuevo éste el secreto que les tenía escondido el flaco. El Chispas abrazó a Ana con una sonrisa de hipopótamo y a Santiago le dio un palmazo en la espalda exclamando cortado qué guardadito te lo tenías. También en él aparecía a ratos la misma expresión embarazada y funeral que ponía don Fermín cuando descuidaba su cara un segundo y olvidaba sonreír. Sólo Popeye parecía divertido y a sus anchas. Menudita, rubiecita, con su voz de pito y su vestido negro de crepé, Cary había comenzado a hacer preguntas antes de que se sentaran, con una risita inocente que escarapelaba. Pero la Teté se había portado bien, Zavalita, hecho lo imposible por rellenar los vacíos con púas de la conversación, por endulzar el trago amargo que la mamá, queriendo o sin querer, le hizo pasar a Ana esas dos horas. No le había dirigido la palabra ni una vez y cuando don Fermín, angustiosamente jocoso, abrió una botella de champagne y trajeron bocaditos, olvidó pasarle a Ana la fuente de palitos de queso. Y había permanecido tiesa y desinteresada —el labio siempre temblándole, las pupilas dilatadas y fijas —, cuando Ana, acosada por Cary y la Teté, explicó, equivocándose y contradiciéndose, cómo y dónde se habían casado. En privado, sin partes, sin fiesta, qué locos, decía la Teté, y Cary qué sencillo, qué bonito, y miraba al Chispas. A ratos, como recordando que debía hacerlo, don Fermín salía de su mutismo con un pequeño sobresalto, se adelantaba en el asiento y decía algo cariñoso a Ana. Qué incómodo se lo notaba, Zavalita, qué trabajo le costaba esa naturalidad, esa familiaridad. Habían traído más bocaditos, don Fermín sirvió una segunda copa de champagne, y en los segundos que bebían había un fugaz alivio en la tensión. De reojo, Santiago veía el empeño de Ana por tragar los bocaditos que le pasaba la Teté, y respondía como podía a las bromas —cada vez más tímidas, más falsas — que le hacía Popeye. Parecía que el aire se fuera a encender, piensa, que una fogata fuera a aparecer en medio del grupo. Imperturbable, con tenacidad, con salud, Cary metía la pata a cada instante. Abría la boca, ¿en qué colegio estudiaste, Ana?, y condensaba la atmósfera, ¿el María Parado de Bellido era un colegio nacional, no?, y añadía tics y temblores, ¡ah, había estudiado enfermería!, a la cara de la mamá, ¿pero no para voluntaria de la Cruz Roja sino como profesión? Así que sabías poner inyecciones Ana, así que habías trabajado en "La Maison de Santé” y en el hospital Obrero de Ica. Ahí la mamá, Zavalita, pestañeando, mordiéndose el labio, revolviéndose en el asiento como si fuera un hormiguero. Ahí el papá, la mirada en la punta del zapato, escuchando, alzando la cabeza y porfiando por sonreír contigo y con Ana. Encogida en el asiento, una tostada con anchoas bailando entre sus dedos, Ana miraba a Cary como un atemorizado alumno al examinador. Un momento después se levantó, fue hacia la Teté y le habló al oído en medio de un silencio eléctrico. Claro, dijo la Teté, ven conmigo. Se alejaron, desaparecieron en la escalera, y Santiago miró a la señora Zoila. No decía nada todavía, Zavalita. Tenía el ceño fruncido, su labio temblaba, te miraba. Pensabas no le va a importar que estén aquí Popeye y Cary, piensa, es más fuerte que ella, no se va a aguantar.

—¿No te da vergüenza? —su voz era dura y profunda, los ojos se le enrojecían, hablaba y se retorcía las manos —. ¿Casarte así, a escondidas, así? ¿Hacerles pasar esta vergüenza a tus padres, a tus hermanos?

Don Fermín seguía cabizbajo, absorto en sus zapatos, y a Popeye se le había cristalizado la sonrisa y parecía idiota. Cary miraba a uno y a otro, descubriendo que ocurría algo, preguntando con los ojos qué pasa, y el Chispas había cruzado los brazos y observaba a Santiago con severidad.

—Éste no es el momento, mamá —dijo Santiago —. Si hubiera sabido que te ibas a poner así, no venía.

—Hubiera preferido mil veces que no vinieras —dijo la señora Zoila, alzando la voz —. ¿Me oyes, me oyes? Mil veces no verte más que casado así, pedazo de loco.

—Cállate, Zoila —don Fermín la había cogido del brazo, Popeye y el Chispas miraban asustados hacia la escalera, Cary había abierto la boca —. Hija, por favor.

—¿No ves con quién se ha casado? —sollozó la señora Zoila —. ¿No te das cuenta, no ves? ¿Cómo voy a aceptar, cómo voy a ver a mi hijo casado con una que puede ser su sirvienta?

—Zoila, no seas idiota —pálido también él, Zavalita, aterrorizado también él. Qué estupideces dices, hija. La chica te va a oír. Es la mujer de Santiago, Zoila.

La voz enronquecida y atolondrada del papá, Zavalita, los esfuerzos de él y del Chispas por calmar, callar a la mamá que sollozaba a gritos. La cara de Popeye estaba pecosa y granate, Cary se había acurrucado en el asiento como si hiciera un frío polar.

—No la vas a ver nunca más pero ahora cállate, mamá —dijo Santiago, por fin —. No te permito que la insultes. Ella no te ha hecho nada y…

—¿No me ha hecho nada, nada? —rugió la señora Zoila, tratando de zafarse del Chispas y de don Fermín —. Te engatusó, te volteó la cabeza ¿y esa huachafita no me ha hecho nada?

Uno mexicano, piensa, uno de ésos que te gustan. Piensa: sólo faltaron mariachis y charros, amor. El Chispas y don Fermín se habían llevado por fin a la señora Zoila casi a rastras hacia el escritorio y Santiago estaba de pie. Mirabas la escalera, Zavalita, ubicabas el baño, calculabas la distancia: sí, había oído. Ahí estaba esa indignación que no sentías hacía años, ese odio santo de los tiempos de Cahuide y la revolución, Zavalita. Adentro se oían los gemidos de la mamá, la desolada voz recriminatoria del papá. El Chispas había regresado a la sala un momento después, congestionado, increíblemente furioso:

—Le has hecho dar un vahído a la mamá —él furioso, piensa, el Chispas furioso, el pobre Chispas furioso —. No se puede vivir en paz aquí por tus locuras, parece que no tuvieras otra cosa que hacer que darles colerones a los viejos.

—Chispas, por favor —pió Cary, levantándose —. Por favor, por favor, Chispas.

—No pasa nada, amor —dijo el Chispas —. Sino que este loco siempre hace las cosas mal. El papá tan delicado y éste…

—A la mamá le puedo aguantar ciertas cosas pero no a ti —dijo Santiago —. No a ti, Chispas, te advierto.

—¿Me adviertes a mí? —dijo el Chispas, pero ya Cary y Popeye lo habían sujetado y lo hacían retroceder ¿de qué se ríe, niño?, dice Ambrosio. No te reías Zavalita, mirabas la escalera y oías a tu espalda la estrangulada voz de Popeye: no se calienten hombre, ya pasó hombre. ¿Estaba llorando y por eso no bajaba, subías a buscarla o esperabas? Aparecieron por fin en lo alto de la escalera y la Teté miraba como si hubieran fantasmas o demonios en la sala, pero tú te habías portado soberbiamente corazón, piensa, mejor que María Félix en ésa, que Libertad Lamarque en esa otra. Bajó la escalera despacio, agarrada al pasamano, mirando sólo a Santiago, y al llegar dijo con voz firme:

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