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Authors: Javier Reverte

Corazón de Ulises (55 page)

BOOK: Corazón de Ulises
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De modo que me encontraba en una ciudad literaria. Lo había sospechado, leyendo sobre ella, antes de llegar y poner los pies en sus calles. Y ahora lo comprobaba caminando por sus avenidas sudorosas, hablando con gentes de otro tiempo, como Gasparo y madame Christine, que sólo aguardaban la digna muerte, volviendo cada día a las mismas calles, junto a ese mar altivo alzado sobre los hombros de la tierra.

Dicen Christian Jacob y François de Polignac, en un artículo sobre la antigua Alejandría, que la ciudad «es, como Roma, una urbe que se debate, siempre y todavía, en el sueño de la metrópoli universal». Si eso es así, sólo hay un vínculo posible para tamaño empeño: la cultura. Y los Ptolomeos debían saberlo muy bien porque volcaron todos sus esfuerzos en convertir su ciudad en una urbe que fuera espejo del saber de su tiempo. Contrataron las inteligencias más destacadas de su época, buscaron hacerse con todos los libros escritos hasta entonces, fueron una especie de espléndidos mecenas que dedicaron una buena parte de su fortuna a subvencionar el saber.

Dentro del Mouseion se instalaron laboratorios observatorios astronómicos. Pero la mayor importancia la tuvo la Biblioteca, fundada por el primero de los Lagidas y que muy pronto creció tanto, en sus fondos, que superó a las de Atenas, Pérgamo y Constantinopla. A su frente, Ptolomeo I puso a Demetrio de Falero, un sabio exiliado de Atenas en el 307 a.C. y que recaló en Alejandría en el 297 a.C. Demetrio de Falero se había formado en el Liceo aristotélico y en el Mouseion aplicó los métodos de su maestro, agrupando científicos y pensadores en el culto de las Musas, que dieron su nombre a la institución. Investigar y clasificar los saberes de su tiempo eran las dos principales tareas del Mouseion. Pero el centro no redujo su campo al mundo griego, sino que se abrió además al conocimiento de «los tesoros de la sabiduría de los bárbaros». De modo que, desde sus orígenes, Alejandría, y en especial el Mouseion, nacieron con una clara voluntad de ser el eje de la sabiduría universal.

Los investigadores y científicos que se reunieron alrededor del Mouseion, venidos de todos los rincones de Grecia y de sus colonias de Asia, estaban espléndidamente pagados, y eran una especie de cortesanos de lujo en los salones alejandrinos. Su conducta ante los monarcas comportaba ciertas obligaciones. La primera, agradar al rey como un cortesano amable; la segunda, alentar las preocupaciones intelectuales de la familia real, y en tercer lugar, ocuparse de la educación de sus hijos.

Gozaban estos pensadores de una libertad plena, sin que se ejerciera sobre ellos ningún tipo de censura. Y se aplicaron, desde la creación del Mouseion, a promover proyectos de investigación, elaborar diccionarios y enciclopedias, diseñar mapas y recopilar textos. Fue en el Mouseion donde se organizaron las ediciones completas de los poemas de Homero, bajo la dirección de Zenodoto de Éfeso. De no ser por este investigador, la obra homérica no hubiera llegado hasta nosotros tal y como hoy la conocemos.

La Gran Biblioteca llegó a albergar en sus anaqueles una cifra superior a los quinientos mil manuscritos. Dicen Jacob y Polignac, con sobrado fundamento, que «nunca en la historia humana se habían concentrado en un lugar todas las huellas escritas del pensamiento humano, jamás se había querido gestionar, en su conjunto, el patrimonio cultural de la Humanidad». Sabios como Calimaco, Eratóstenes, Euclides, Plotino, Filetas, Hiparco, Arquímedes y muchos otros concentraron en Alejandría todos sus esfuerzos intelectuales.

Además, desde su fundación, la ciudad fue centro de atracción de numerosas gentes venidas de múltiples países: griegos del continente y las islas, judíos, egipcios, esclavos nubios, mercenarios galos, mercaderes y viajeros hicieron de Alejandría un cruce de civilizaciones, lenguas y creencias. Era una cultura universal y viva la que los sabios encontraban al salir a la calle.

La compilación de las obras de la literatura griega fue, quizá, la mejor obra de aquellos sabios concentrados en Alejandría. Se trajeron libros de toda Grecia, se clasificaron, se interpretaron, se reprodujeron en numerosas copias y se conservaron. Alejandría sería, además, el modelo de Roma cuando Egipto se incorporó a su imperio, y los emperadores siguieron el ejemplo de los Ptolomeos, atrayéndose a los intelectuales y creadores. Éstos, a su vez, encontraron en la literatura griega las formas de expresión y los modelos que precisaban para crear su propia obra.

Junto a la compilación de la literatura, los sabios alejandrinos crearon lo que hoy llamamos «canon»: las reglas de selección de los libros y los autores en función de la calidad, del estilo y el género. Si hoy podemos hablar de una «literatura clásica» se lo debemos a aquellos investigadores que establecieron los criterios esenciales con los que, hoy todavía, nos guiamos. Como escribió Andrón de Alejandría: «Fueron los alejandrinos quienes educaron a todos los griegos y bárbaros cuando la cultura generalizada tendía a desaparecer debido al constante malestar en la época de los sucesores de Alejandro».

El patrimonio cultural de la ciudad se enriqueció más todavía en vida de Cleopatra. Era una mujer culta y refinada, la única además, de todos los Ptolomeos, que hablaba egipcio. Cuando Marco Antonio se enamoró de ella, le hizo un regalo imponente: los fondos de la biblioteca de Pérgamo pasaron a Alejandría y se instalaron en la biblioteca del Serapion, el templo alzado en honor del dios Serapis.

Todo aquel esfuerzo cultural alejandrino tuvo un trágico final. La mayoría de cuanto investigaron, recopilaron y organizaron aquellos hombres sabios lo hemos perdido; sólo una muy pequeña parte ha llegado hasta nosotros. ¿Cuántas obras que podrían haber sido inmortales se han desvanecido como el humo? Nunca lo sabremos. Pero debemos consolarnos con lo que pudieron recoger y después logró salvarse.

El Mouseion entró en decadencia a partir del siglo IV d.C, a causa de las ascensión del cristianismo, cuando ya no encontró financiación con la que sostenerse. Las presiones de la jerarquía cristiana, que lo consideraban un reducto del paganismo, acabaron con la institución. El último director del centro fue el matemático Theon, padre de la geómetra y astrónoma Hypatia.

Fue un caso singular y trágico el de esta pensadora alejandrina, la primera y última mujer que aparece en la extensa lista de filósofos o científicos de la Antigüedad. Se formó en la escuela de su padre, que había convertido el Mouseion en un centro en el que se enseñaba sin tener en cuenta las creencias religiosas de profesores o alumnos. La joven Hypatia se trasladó a estudiar a Atenas durante unos años y, cuando regresó a Alejandría, impartió lecciones de filosofía, al tiempo que escribía su libro
El canon astronómico
. Inventó la teoría del astrolabio, un instrumento usado para determinar la distancia entre las estrellas y el horizonte, y muy útil para la navegación. Su alumno Sinesio se encargaría de construir el primero.

Dicen los historiadores que era tan bella como inteligente y versátil. Su trágico fin se produjo en el año 415 d.C: una multitud de fanáticos cristianos, incitados por Cirilo, el obispo ortodoxo de la ciudad, que la acusaba de impía, rodeó a la sabia mujer; tras insultarla y golpearla, la desnudaron antes de matarla, cortando su cuerpo en pedazos con afilados trozos de conchas marinas; luego quemaron sus restos en una hoguera.

Ser mujer inteligente y de pensamiento libre siempre ha sido muy peligroso en tiempos de fanatismo. Pobre Hypatia.

En cuanto a la Gran Biblioteca, no está muy claro si los árabes echaron al fuego los papiros y pergaminos, y hay quien sostiene que, en el paso de los siglos, fueron robados sin que nadie lo impidiera e, incluso, utilizados para envolver momias. Gracias a este sistema de enterramiento, no obstante, se han encontrado recientemente, en el interior de un ataúd egipcio, algunos valiosos textos de la poetisa Safo.

El destino de la biblioteca del Serapion, que contenía los doscientos mil textos traídos desde Pérgamo, está documentado históricamente. En el año 391 d.C, el patriarca Teófilo, un fundamentalista cristiano, promovió una rebelión de monjes y éstos destruyeron piedra a piedra el templo pagano del Serapion, echando al fuego sus libros.

Ciudad literaria, pese al fuego. Cleopatra, por ejemplo, uno de los personajes más atractivos de la historia de Alejandría, fue pura literatura, si se me permite la licencia. No en balde su figura ha inspirado dos tragedias, treinta y dos óperas y un gran número de biografías, además de alguna que otra película de Hollywood. Enamoró a dos emperadores y se envenenó al lado de su rendido amante, Marco Antonio, tras la derrota de su ejército en Actio. Plutarco afirma que, la noche antes, Antonio escuchó cómo su dios favorito, Dioniso, abandonaba la ciudad acompañado de los cantos de sus bacantes y haciendo sonar una hermosa música. Los antiguos vieron como un presagio que el dios dejase sólo al romano, derrotado por su rival Octavio.

La historia de aquel apasionado romance de la princesa alejandrina y el patricio romano inspiró una tragedia a William Shakespeare. En las últimas páginas de la obra, el escritor hace decir a Cleopatra momentos antes de fallecer, cuando Antonio yace ya muerto a su lado: «No soy más que aire y fuego. Abandono a la vida más grosera mis otros elementos […] Si así te has desvanecido [se refiere ahora a Antonio], declaras al mundo que no vale la pena despedirse de él».

«Aire y fuego», todo lo que se esfuma hacia la nada en la ciudad literaria.

Y Cavafis, en uno de sus mejores poemas, «El dios abandona a Antonio», escribe:«… preparado desde hace tiempo, como un valiente, dile adiós a ella, la Alejandría que se aleja […]…, goza por última vez los sones, la música exquisita de ese místico coro, y dile adiós a ella, la Alejandría que ahora pierdes».

Se aleja en el aire, se pierde en el tiempo. Ciudad, de nuevo, irreal.

El tráfico era siempre intenso desde muy temprano y al alba me arrancaban del sueño las bocinas de los automóviles que corrían bajo el hotel. Soplaba una brisa muy leve y el día se anunciaba caluroso. Tomé el tranvía, di una vuelta por el puerto pesquero, en el lado occidental de la ensenada, donde fondeaban más de un centenar de faluchos, y eché un ojo a las pescas de la mañana en la lonja: grandes tortugas, langostinos listados, orondos sargos, meros de buen tamaño, salmonetes, caballas, sardinas y boquerones. Se abría el apetito sólo con ver aquella nutrida representación de peces y mariscos. Los pescaderos, hospitalarios, posaban con su mercancía para que los fotografiase a mi gusto. Era viernes y a la puerta de una mezquita arrimada al malecón rezaban los fieles mirando hacia el sureste.

Regresé a la ciudad y bajé caminando por Horreya hasta cruzar las murallas en la puerta del Sol. Un par de centenares de metros más allá se alzaban los blancos muros del cementerio de Shaby, el viejo osario de la ciudad.

El funcionario que guardaba la puerta me indicó el lugar donde reposaban los restos de Cavafis. Era una sencilla tumba, mucho más humilde que los vistosos sepulcros que la rodeaban, ornados de estatuas de mármol o diseñados como templetes clásicos. Sobre la losa tan sólo habían grabado este texto escrito en griego: «Constantinos Cavafis. Poeta. Muerto en Alejandría el 29 de abril de 1933». No había flores a su lado. Corté una rama de pino y la dejé allí, junto a su nombre.

Luego regresé a la ciudad y busqué la casa del poeta, que han convertido hoy en museo. La vivienda ocupaba un segundo piso en un estrecho callejón, no muy lejos de la iglesia ortodoxa. En los días en que la habitó Cavafis, el barrio acogía varios prostíbulos y el poeta gustaba de decir que vivía cerca del pecado y cerca del perdón. Desde la ventana del que fuera su despacho eché una ojeada a las humildes viviendas de la callejuela trasera, con sus balcones y ventanas cegados por la ropa tendida al sol. «Esas habitaciones oscuras donde vivo pesados días», escribía, «con qué anhelo contemplo a veces las ventanas. ¿Cuándo se abrirá una de ellas y qué ha de traerme?».

Mientras pudo cantarla, Cavafis fue el alma de la ciudad, el mejor cronista de su historia y su presente. Marguerite Yourcenar, que lo tradujo al francés, dijo de él: «Puede decirse que todos sus poemas son históricos». Cuenta Foster que el poeta alejandrino, antes de emplear en sus versos antiguas palabras, iba a los muelles y preguntaba a los estibadores griegos sobre su significado real.

Para Durrell, que lo representó en su
Cuarteto
en el personaje Balthazar, era «el viejo bardo», omnipresente en todas sus novelas. Y así lo describe: «Veo a un hombre alto, con un sombrero negro de alas estrechas. Es muy delgado, tiene las espaldas un poco cargadas, y su voz profunda y áspera es muy hermosa, sobre todo cuando declama o cita alguna frase. Cuando habla con alguien, jamás mira a la cara, rasgo que he advertido en algunos homosexuales […]. Es asimismo el único hombre que conozco cuya pederastia no influye en manera alguna en la virilidad innata de su espíritu».

«… en la misma casa encanecerás, pues la ciudad siempre es la misma.»

Me acerqué a despedirme de Gasparo cuando cayó el sol y el aire refrescó de nuevo Alejandría. Estaba sentado a la puerta de su local, charlando con un amigo egipcio. Nos presentó y sacó otra silla para mí. Los días anteriores habíamos hablado en inglés, pero ahora tocaba francés. Gasparo me dijo ufano: «Hablo cinco lenguas, pero Ahmed sólo conoce el árabe y el francés». Tenía el egipcio, calculé, tal vez la misma edad que Gasparo, pero los años le pesaban más que al barbero. «Estoy enfermo del corazón», me explicó, «y cualquier día voy a morirme, porque vivo en un tercer piso sin ascensor. Antes había uno en la casa, pero el que se quedó con ella cuando las nacionalizaciones, que era amigo de Nasser, se lo llevó a la suya, que era más lujosa pero no tenía ascensor. Eso fue en el 58, y ya Alejandría comenzaba a no ser lo que había sido».

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