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Authors: Javier Reverte

Corazón de Ulises (51 page)

BOOK: Corazón de Ulises
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Y en el Windsor aterrizamos, con el tipo refunfuñando en árabe y yo mirando por la ventanilla el paisaje de la ciudad que despertaba, una Alejandría que mostraba su fisonomía de aristócrata decrépita, arruinada y cargada de años, con rasgos de coquetería caduca colgados de los balcones y restos de una antigua belleza elegante agonizando en las espaciosas portaladas.

El Windsor era semejante a la primera impresión que me había producido la ciudad: noble y viejo, y un punto irreal, como si cabalgara sobre las espaldas etéreas de un tiempo ya escapado. Me dieron una habitación en el segundo piso, elegante, ajada y amplia, con un balconcillo sobre la anchurosa cornisa que giraba en semicírculo junto al mar. Debajo, la calle corría en dos direcciones, atestada de tráfico: coches necesitados de urgente desguace, ruinosos taxis pintados en rojo y negro, cochecillos de caballos tirados sin excepción por un solo animal ornado de cascabeles; detrás, el paseo peatonal y el pretil de piedra que se alzaba sobre la playa; y al fondo, el mar, donde algunos faluchos iban y venían de un lado a otro de la ancha bahía, echando sus trasmallos. Al fondo, cerraba el lado occidental del puerto la sólida y cuadrada mole blanca del fuerte de Qaytbey, clavada en el lugar donde, siglos atrás, se irguió el afamado faro de Alejandría. Era un recio y bello panorama y las aguas resplandecían en un bronco color cobrizo.

Reparé entonces en que aquella visión tenia también algo de inverosímil: el horizonte del mar de Alejandría parecía sostenerse en un escalón mas alto que la tierra, como si la superficie se mantuviera más elevada que la de cualquier otro océano del mundo. El Mediterráneo allí, en la ancha ensenada alejandrina, era un mar que semejaba ser parte del cielo.

No en balde, esta ciudad la fundó un hombre excepcional que acabó convencido de que era un dios llegado desde las altas cumbres del Olimpo, descendiente de Zeus, de Hércules y de Aquiles. No podemos dejar de admirar a Alejandro Magno, por más que nos repugnen algunas de las facetas de su personalidad y de su biografía.

Nunca ha habido en la historia, ni probablemente lo habrá jamás, un general de tan sobrado talento militar como Alejandro. No perdió en su corta vida de guerrero una sola batalla, ni tampoco una guerra. Quiso conquistar todo el mundo conocido de su tiempo y lo hubiera logrado, casi con total seguridad, de no haber muerto tan joven. Su obsesión era marchar «más lejos, más lejos», hasta los confines de la Tierra, rindiendo a cuantas naciones encontrara a su paso. Y no tanto por hambre de poder como a causa de una extraña fiebre que le impulsaba a no detenerse jamás. Llegó, por Oriente, hasta la India, cuyos territorios sometió. Cuando falleció en plena juventud preparaba una nueva expedición militar, esta vez a la conquista de Arabia.

Pero no fue nunca este rey guerrero un imperialista al modo como hoy entendemos la palabra. Alejandro conquistaba, pero luego integraba, otorgaba a los pueblos el derecho a gobernarse a sí mismos, en el ancho universo donde era emperador, e incluso adoptaba muchas de sus costumbres y protocolos, como le sucedió en Persia, donde fue seducido por su ancestral cultura. Creía en un reino multiétnico, multicultural y multirreligioso. Admiraba las civilizaciones de los otros pueblos «bárbaros». No distinguía a los hombres por el color de su piel, sino por sus cualidades. Y aunque creía en la superioridad cultural del mundo griego sobre todos los otros, pensaba que el helenismo podía convertirse en un instrumento con valor universal, al servicio de la humanidad entera.

A caballo entre la leyenda y la Historia, montado sobre su corcel
Bucéfalo
, Alejandro salió muy joven de Grecia con el propósito de conquistar la Tierra entera. Nunca regresó a la patria que le vio nacer. Muchos cronistas de la Antigüedad dejaron escritas las hazañas del joven guerrero que dormía siempre junto a sus armas y un ejemplar de la
Ilíada
en la cabecera de su cama. Gracias a ellos, sabemos mucho más de Alejandro que de otros personajes históricos del mundo antiguo. Casi cada siglo, desde que Alejandro murió, han visto la luz nuevas biografías sobre su figura, tal es la fascinación que sigue ejerciendo sobre los historiadores de todos los tiempos.

Sus bustos abundan en los museos griegos y romanos. Plutarco, en sus
Vidas paralelas
, señala que las estatuas que mejor le representan eran las de Lisipo, «el único por el que Alejandro quería ser retratado, ya que este artista recogió con la mayor viveza aquella ligera inclinación del cuello al lado izquierdo y aquella flexibilidad de ojos que con tanto cuidado procuraron imitar muchos de sus sucesores y de sus amigos». Luego añade el escritor: «Su cutis expiraba fragancia y su boca y su carne toda despedían el mejor olor».

Yo admiro su gesto en un trozo de mosaico, hallado en Pompeya, que nos lo pinta en el fervor de la batalla de Iso, cargando contra el carro del rey de los persas: es el gesto de un adolescente valeroso y determinado que ataca al frente de sus hombres, vestido con coraza, sin yelmo, los cabellos al viento, a lomos de
Bucéfalo
y armado de una lanza; delante de él, un asustado Darío III huye en su carro de la segura muerte a manos del macedonio.

Discípulo de Aristóteles, lector incansable de Homero y de los grandes trágicos, dio su nombre a esta ciudad que sería, en las siguientes generaciones, la metrópoli del saber universal, la capital cultural del mundo antiguo y la urbe donde se iban a reunir los credos diferentes, las sangres diversas y las culturas distintas bajo la luz del helenismo. Alejandría alcanzó a cumplir, a la muerte de su fundador, el sueño de aquel hombre excepcional.

Algún poeta ha dicho que los grandes héroes mueren jóvenes y tal afirmación le va que ni pintada a Alejandro. Cuando falleció, no había cumplido aún los treinta y tres años, pero a sus espaldas quedaba escrita una intensa biografía, envuelta en hechos extraordinarios. Vivió tanto y tan a fondo su existencia, que su biografía, si nos la dieran desprovista de fechas, nos parecería la de un hombre de doscientos o más años.

Hijo del rey Filipo II y de la princesa tesalia Olimpia, Alejandro nació el 356 a.C. en Pellas, la capital de Macedonia, cuando este reino, bajo el gobierno de su padre, comenzaba a someter a todas las ciudades-Estado de la Hélade. Plutarco recoge en su
Vida de Alejandro
la leyenda: Olimpia, descendiente de la dinastía del héroe Aquiles, antes de yacer con Filipo la noche de sus bodas, escuchó el bramido de un trueno en los cielos y creyó sentir, de inmediato, que un rayo le entraba en el vientre. Señala también Plutarco que, en meses previos al nacimiento de Alejandro, Filipo tuvo un sueño premonitorio: con su mano sellaba el vientre de su mujer y en la piel de Olimpia quedaba grabado el rostro de un león. Así que Alejandro, a quien debía gustarle en sumo grado aquel legendario origen, era el hijo del rayo, atributo exclusivo del dios Zeus, y llevaba en sus venas la sangre ardorosa del león, el animal que se asociaba al mítico Hércules.

Los macedonios tenían, entre los griegos, fama de ser un pueblo poco dotado intelectualmente. De modo que, cuando Alejandro no había alcanzado aún la adolescencia, Filipo contrató a un educador excepcional para su hijo: Aristóteles. Y el gran filósofo se trasladó a Pellas para ocuparse de la instrucción del joven príncipe.

En el año 338 a.C. los ejércitos de Tebas y de Atenas, aliados para frenar el imperialismo macedonio, se enfrentaron a Filipo en el campo de Queronea. Filipo puso al mando de la caballería a un muchacho apenas salido de la adolescencia: su hijo Alejandro, que tenía dieciocho años. Y Alejandro atacó las líneas enemigas llevando su caballo por delante de todos sus hombres. Vencieron. Su valor en el combate le ganó el respeto de todo el ejército macedonio. No era tan sólo el hijo de Filipo, era más que el heredero de un trono: en su figura se reencarnaban la fuerza y el coraje de los antiguos héroes homéricos.

A partir de Queronea, comenzó a labrarse la leyenda de Alejandro. Cuenta Plutarco que su padre, Filipo, le había dicho unos pocos meses antes de la batalla: «Busca, hijo mío, un reino igual a ti, porque en Macedonia no cabes». Criado para la gloria, crecido en el culto del valor, educado para el logro de la Fama, de la vieja
areté
sentida por los héroes y respetada, en cualquiera de sus formas, por los escritores y los pensadores griegos, Alejandro sólo tenía delante de él una hazaña a su medida: conquistar el mundo. Y lo hizo.

Alejandro concebía un imperio sin fronteras, un imperio que hablaría en griego y que haría suyos los valores de la cultura helénica. Y consiguió que el universo de su tiempo aceptara ese proyecto digno de un alma romántica y ambiciosa. Lo ganó con la espada, lo arraigó con la diplomacia y lo extendió con la ciencia. No hay que olvidar que, en sus ejércitos, como muchos siglos después haría Napoleón al llegar a Egipto, siempre viajaban sabios y estudiosos, expertos en botánica, geografía, física, astronomía, arquitectura y otros saberes, que iban ampliando el campo del conocimiento científico, una vez que los soldados dejaban libre el campo de batalla tras la victoria.

Nada de cuanto logró este joven monarca hubiera sido posible de no ser por el ejército que su padre había creado. Era una tropa profesional, con soldada, lista para entrar en combate en cualquier momento. Entre sus regimientos tenía un especial renombre la llamada «Falange Macedonia», compuesta por unos nueve mil hombres. Luchaban estos soldados con picas de cinco metros y, antes de entrar en combate, lanzaban un pavoroso grito de guerra, «¡Alalalai!», que aterrorizaba a sus enemigos. La caballería la componían cuatro mil jinetes, armados de lanzas y espadas. Otros cuerpos de infantería completaban el ejército, con funciones muy claras a la hora de entrar en combate. En sus campañas, tanto Filipo como Alejandro contrataban además un buen número de mercenarios, sobre todo cretenses, que eran diestros arqueros, y regimientos de caballería de la vecina Tesalia.

Cuando Alejandro tenía diecinueve años, el rey decidió casarse otra vez, repudiando a la tesalia Olimpia, y el príncipe se exilió junto con su madre. Un año después, sin embargo, pudo regresar a Pellas, y comprobar con fastidio que Filipo acababa de tener un hijo con Cleopatra, su nueva esposa. Aparecía, pues, un serio rival al trono. La suerte, o quién sabe si un complot ideado por Olimpia, precipitó los acontecimientos: Filipo fue asesinado por un miembro de su guardia personal, delante mismo de Alejandro. Éste se aseguró, de inmediato, el respaldo del ejército, y poco tiempo después ordenó asesinar a Cleopatra y a su pequeño hijo. De paso, se deshizo también de su primo Amyntas, candidato al trono. Fue proclamado rey de Macedonia con sólo veinte años y coronado como Alejandro III.

Puede decirse que, desde ese momento, comenzaron sus campañas militares, que ya no cesarían hasta su muerte. En el 335 a.C. dirigió un ejército de treinta mil hombres hacia Tebas, que de nuevo se había rebelado, recorriendo cuatrocientos cincuenta kilómetros en catorce días. Alejandro pidió a los tebanos que se rindieran sin combatir. Y al negarse éstos, atacó y conquistó la ciudad. Luego, sus soldados la saquearon y la arrasaron. Alejandro ordenó que Tebas fuese quemada y sólo dejó en pie la casa de Píndaro, cuya poesía admiraba profundamente. Seis mil tebanos murieron en el combate y otros treinta mil fueron vendidos como esclavos.

Con Grecia sometida, Alejandro volvió sus ojos hacia Asia. Preparó un ejército de 32.000 infantes y 3.600 jinetes, entre macedonios y mercenarios, un número muy inferior al que podía poner en pie de guerra el rey persa Darío III, quien además tenía enrolados en sus filas cincuenta mil mercenarios griegos.

El imperio de Darío cubría una enorme extensión de territorio, en el que se incluían la actual Turquía, Siria, Líbano y todas las regiones del Mediterráneo meridional hasta Egipto; también Irak, Irán y parte de Pakistán, hasta las orillas del río Indo.

La primavera del 334 marcó el principio de aquel viaje sin retorno que llevaría a Alejandro y sus hombres «más lejos, más lejos», hasta los confines de un mundo que muchos sabios creían terminaba al otro lado del río Indo, donde según ellos se abría un gran océano.

El ejército macedonio cruzó los Dardanelos, dando comienzo a una de las más imponentes aventuras de la Historia. Para pasar de un lado a otro del estrecho, Alejandro hizo montar un puente flotante con las naves de su armada.

Mientras el ejército se organizaba tras cruzar a Asia, Alejandro, acompañado de su gran amigo Efestión, junto al que había crecido y con el que se había educado bajo la dirección de Aristóteles, se dirigió con un puñado de hombres a las ruinas de Troya. Él y su compañero de armas danzaron desnudos alrededor del túmulo de Aquiles, en homenaje al gran héroe homérico. Luego, hicieron sacrificios a la diosa Atenea, solicitando su protección para las guerras venideras. Efestión honró la tumba de Patroclo, el camarada de Aquiles, y los sacerdotes de un templo cercano a las ruinas ofrecieron al joven monarca macedonio el mejor regalo que podían hacerle: un escudo que, supuestamente, había pertenecido a Aquiles. Más de una vez, aquel bronce protector le salvaría la vida en el combate.

El primer encuentro con el ejército persa se produjo en las orillas del río Gránico. Alejandro atacó al frente de la caballería, con un penacho de largas plumas blancas adornando su yelmo, lo que le hacía inconfundible entre las filas enemigas: «Caía», escribe Plutarco, «por un lado y otro [el penacho], formando como dos alas magníficas en su blancura y en su magnitud».

La derrota persa fue estrepitosa y sus bajas enormes. Alejandro hizo muchos prisioneros, entre ellos dos mil mercenaríos griegos, a los que envió como esclavos a Macedonia. Terminada la lucha, el rey recorrió su campamento, confortando a los soldados heridos. Para los muertos hubo un suntuoso funeral, digno de los días heroicos. En el río Gránico vio la luz la figura de un rey joven y valiente a quien sus soldados adoraban y por el que estaban dispuestos a dar la vida.

Durante el verano y el otoño, Alejandro se aseguró la lealtad de las colonias griegas del Asia Menor, una veces negociando y otras por la fuerza. Tras el invierno, las tropas macedonias, reforzadas con nuevos hombres, y en número superior a los 40.000 soldados, siguieron recorriendo el litoral mediterráneo, de victoria en victoria. El
Hijo del Rayo
ocupó los territorios de la actual Siria, el Líbano, Israel y Palestina. En enero del 332, la flota persa fue destruida por Alejandro en el sitio de Tiro y en las costas de Gaza. En Tiro, sus soldados no mostraron misericordia alguna: ocho mil tirios murieron pasados a cuchillo por los macedonios y otros treinta mil fueron vendidos como esclavos.

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