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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaco

Cortafuegos (4 page)

BOOK: Cortafuegos
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Wallander hizo un gesto de extrañeza. Jamás había oído nada semejante. Dos jóvenes, casi dos niñas, que se mostraban capaces de tal violencia incontrolada… Según las anotaciones de Martinson, la menor de ellas iba al instituto y sus calificaciones eran sobresalientes. La mayor, a la que tenían bajo arresto, había trabajado como recepcionista de un hotel y como niñera en Londres, y pretendía comenzar en breve sus estudios en lenguas extranjeras. Ninguna de las dos tenía antecedentes ni en los registros de la policía ni en los de las autoridades de Asuntos Sociales.

«No me lo explico», admitió Wallander derrotado. «Ese desprecio absoluto por la vida humana… Podrían haber matado al taxista. Quizás incluso lo hayan hecho, si el hombre acaba por fallecer en el hospital. ¡Dos niñas! Si hubieran sido niños, tal vez me habría resultado más comprensible, aunque no hubiese sido más que por tradición».

Unos golpecitos en la puerta interrumpieron el hilo de su discurrir. Era Ann-Britt Hóglund, con la palidez y expresión de cansancio habituales en ella. Wallander pensó en la transformación que la colega había sufrido desde su llegada a Ystad. Había sido una de las mejores alumnas de su promoción en la Escuela Superior de Policía y, cuando la destinaron a Ystad, se presentó llena de energía y ambiciones. Aquella voluntad pervivía, pero, pese a todo, había cambiado. De hecho, en opinión de Wallander, su palidez emanaba del interior.

—¿Ocupado? —inquirió Ann-Britt Hóglund.

—No.

Tomó asiento, con mucho cuidado, en la desvencijada silla que Wallander tenía para las visitas. Éste le señaló el archivador abierto.

—¿Qué te parece esto? —inquirió.

—¿Las niñas del taxi?

—Sí.

—Pues he estado hablando con la que está en prisión preventiva, Sonja Hókberg. Una chica despabilada y dispuesta. Responde con claridad y precisión a todas las preguntas y no parece arrepentida en absoluto. La otra está en manos del Ministerio de Asuntos Sociales desde ayer.

—Pero ¿tú lo comprendes?

Ann-Britt Hóglund permaneció un buen rato en silencio, antes de pronunciarse.

—Bueno, sí y no. A estas alturas, ya sabemos que la violencia no respeta fronteras de edad.

—Tú dirás lo que quieras, pero yo no puedo recordar que nos hayamos tenido que enfrentar antes al hecho de que dos adolescentes hayan atacado a nadie con un martillo y un cuchillo. ¿Estaban bajo los efectos del alcohol?

—No. La cuestión es quizá si debe sorprendernos; si no deberíamos haber previsto que, más tarde o más temprano, estas cosas terminarían por suceder.

Wallander se inclinó hacia delante apoyado sobre la mesa.

—A ver, eso tendrás que explicármelo.

—Pues no sé si podré.

—Inténtalo.

—No sé…, las mujeres ya no son necesarias en el mercado laboral. Eso es agua pasada.

—Ya, pero eso no explica que dos muchachas echen mano de un martillo y un cuchillo para atacar a un taxista.

—Es decir que, si buscamos otra razón, la hallaremos. Ni tú ni yo creemos en la maldad innata.

Wallander asintió con la cabeza.

—Bueno, yo lo intento, aunque a veces me cueste.

—Yo creo que basta con echar un vistazo a las revistas que suelen leer las chicas de esas edades. Lo que vuelve a estar de moda es estar guapo, buscarse un novio y realizarse a través de sus sueños.

—Ah, pero ¿eso no ha sido siempre así?

—¡Claro que no! Tu propia hija es un ejemplo de ello. ¿Acaso no tiene ella sus ideas particulares acerca de lo que quiere hacer en la vida?

Wallander sabía que su compañera estaba en lo cierto. Aun así, siguió negando con la cabeza.

—Continúo sin comprender por qué atacaron a Lundberg.

—Pues deberías. Cuando estas chicas empiezan a ver con claridad que no sólo son superfluas en la sociedad, sino además rechazadas, reaccionan exactamente igual que los chicos y recurren, entre otras vías, a la de la violencia.

Wallander permanecía en silencio, pues comenzaba a comprender a qué se refería Ann-Britt Hóglund.

—No creo que pueda explicarlo mejor —se excusó ella—. Yo creo que deberías hablar con ella tú mismo.

—Sí, Martinson opina de igual forma.

—Bien, en realidad, venía por algo muy distinto. Necesito tu ayuda.

Wallander aguardó a que continuase.

—Verás, me comprometí a dar una conferencia en una asociación de mujeres de Ystad el jueves por la noche. Pero no voy a poder. Me resulta imposible concentrarme con tanto lío.

Wallander sabía que estaba pasando por una difícil separación. Los viajes de su marido no tenían fin, pues trabajaba en un buque como montador de bombas de agua que instalaba por todo el planeta, con lo que los trámites se prolongaban más de lo deseado. De hecho, hacía ya un año que ella le había confesado a Wallander su decisión de poner fin a su matrimonio.

—¡Oh, vamos! Díselo a Martinson. Ya sabes que yo no sirvo para dar conferencias.

—¡Si no será más de media hora! —insistió ella—. Has de hablar sobre la profesión de policía. Habrá unas treinta mujeres. Las conquistarás a todas.

Wallander negó con determinación.

—A Martinson le encantará hacerlo. Además, él se ha dedicado a la política y está acostumbrado a hablar en público.

—Ya le he preguntado, pero no puede.

—Y Lisa Holgersson, ¿se lo has pedido a ella?

—Claro. Y tampoco le es posible. Así que sólo quedas tú.

—¿Y qué ocurre con Hanson?

—Empezaría a hablar de caballos enseguida, de modo que no me vale.

Wallander comprendió que no le quedaba más remedio que aceptar, pues se sentía obligado a ayudarla.

—¿Y qué asociación de mujeres es ésa?

—Es una especie de grupo de tertulia literaria que ha llegado a convertirse en una asociación de mujeres. Hace más de diez años que se reúnen.

—Ya, y lo único que tengo que hacer es contarles cómo es el trabajo de policía, ¿no es eso?

—Exacto. Sólo eso. Claro que es posible que deseen hacerte alguna pregunta después.

—Pues no quiero hacerlo. Pero lo haré, puesto que me lo has pedido.

Ella pareció aliviada mientras dejaba una nota sobre el escritorio.

—Aquí tienes el nombre y la dirección de la persona de contacto.

Wallander tomó el papel, donde figuraba la dirección de un edificio del centro de la ciudad, no muy lejos de la calle de Mariagatan. Ann-Britt Hóglund se puso en pie.

—No te pagarán, pero te invitarán a café y galletas.

—Yo no como galletas.

—En cualquier caso, es algo totalmente acorde con los deseos del director general de la policía: que nuestras relaciones con los ciudadanos sean óptimas y que no cejemos en el empeño de buscar nuevas vías a través de las que informar de nuestro trabajo.

Wallander pensó que debería preguntarle cómo se encontraba; pero no lo hizo, convencido de que si necesitaba hablar de sus problemas, ella misma tomaría la iniciativa.

Ya en el umbral, la colega se volvió.

—¿No decías que ibas a asistir al funeral de Stefan Fredman?

—Sí, acabo de regresar de allí. Y ha sido tan espantoso como quepa imaginar.

—¿Cómo se encontraba la madre? Ya no recuerdo cómo se llamaba.

—Sí, Anette. Pues no parece que exista un límite para las pruebas que ha de soportar en la vida, pero creo que, pese a todo, logrará cuidar bien al hijo que le queda. AJ menos, hará cuanto esté en su mano.

—Ya veremos.

—¿Qué quieres decir?

—¿Cómo se llama el niño?

—Jens.

—Pues ya veremos si un tal Jens Fredman no comienza a figurar en nuestros informes policiales dentro de diez años.

Wallander asintió, consciente de que cabía esa posibilidad.

Ann-Britt Hoglund abandonó el despacho. El café se había enfriado, de modo que Wallander fue a buscar otro. Los agentes jóvenes se habían marchado. El inspector recorrió el pasillo hasta llegar al despacho de Martinson. Halló la puerta abierta de par en par, pero el despacho estaba vacío, por lo que volvió al suyo. Ya no le dolía la cabeza. Unas urracas graznaban posadas cerca del depósito de agua y él intentó en vano contarlas desde la ventana.

En ese momento sonó el teléfono, que atendió sin tomar asiento. Llamaban de la librería para comunicarle que ya habían recibido el libro que había encargado. Wallander no recordaba haber encargado ningún libro, pero guardó silencio al respecto y aseguró que iría a recogerlo al día siguiente.

Una vez que hubo colgado el auricular, se acordó de que lo había encargado para regalárselo a Linda. Era un libro francés acerca de la restauración de muebles antiguos. Wallander había leído la reseña en una revista que había en la sala de espera de su médico. Como aún confiaba en que, pese a sus aventuradas escapadas a otras orientaciones profesionales, Linda mantendría su interés por la restauración de muebles antiguos, pidió el libro, olvidándose después del asunto. Apartó la taza de café y decidió que llamaría a Linda aquella misma noche, pues no había hablado con ella desde hacía varias semanas.

Martinson entró en la habitación, apresurado como de costumbre y sin llamar a la puerta. Con los años, Wallander había adquirido el convencimiento de que Martinson era un buen policía. Su única debilidad consistía en que, en realidad, él quería dedicarse a otra cosa. En varias ocasiones a lo largo de los últimos años había sopesado en serio la posibilidad de dejar el Cuerpo. En especial tras aquel suceso en que su hija resultó atacada en el patio del colegio por el simple hecho de tener un padre policía. Ni más ni menos. Pero aquello había bastado. Aquella vez, Wallander logró convencerlo para que continuase. Martinson era un hombre tenaz y podía sorprender con cierto grado de genialidad, pero la tenacidad se tornaba fácilmente en impaciencia y la genialidad resultaba infructuosa debido a que, de vez en cuando, no trabajaba a fondo desde el principio.

Martinson se apoyó contra el marco de la puerta.

—He estado intentando llamarte —se quejó—, pero tenías el teléfono desconectado.

—Sí, lo apagué cuando entré en la iglesia y olvidé conectarlo de nuevo al salir.

—¿En el funeral de Stefan?

Wallander repitió lo que ya le había referido a Ann-Britt Hóglund: que había sido una experiencia sobrecogedora.

Martinson señaló con un gesto el archivador que aparecía abierto sobre el escritorio.

—Sí, ya lo he leído. Y no acabo de explicarme qué pudo mover a esas dos chicas a emprenderla a martillazos y cuchilladas.

—Pues ahí lo dice; por dinero.

—Pero ¿esa violencia? Por cierto, ¿qué tal está él?

—¿Quién, Lundberg?

—¿Quién si no?

—Sigue inconsciente. Han asegurado que llamarán si se produce algún cambio. Puede que se salve, pero también puede suceder que muera.

—¿Tú entiendes todo esto?

Martinson tomó asiento.

—No —confesó—. No lo comprendo. Ni siquiera sé si quiero comprenderlo.

—Pues es nuestro deber, si queremos seguir siendo policías.

Martinson clavó en Wallander una mirada elocuente.

—Ya sabes que he considerado la posibilidad de dejarlo en varias ocasiones. La última vez lograste convencerme de que me quedase. Pero la próxima, no sé si podrás. Al menos, no te será tan fácil.

Martinson podía muy bien tener razón, y aquello preocupaba a Wallander, pues no quería perderlo como colega. Como tampoco deseaba que llegase un día en que también Ann-Britt Hoglund manifestase su deseo de abandonar la profesión.

—Tal vez debamos hablar con la chica —sugirió Wallander—. Con Sonja Hókberg.

—Sí, pero hay algo más que deberías ver antes.

Wallander, que ya se había puesto en pie, volvió a sentarse, atento a los documentos que Martinson le presentaba.

—Quería que leyeses este informe. Ocurrió anoche. Yo tomé nota de la alarma y no hallé motivo para despertarte.

—¿Qué ocurrió?

Martinson se rascó la frente.

—Pues, hacia la una de la madrugada, un guarda nocturno dio aviso de que un hombre yacía muerto junto al cajero automático del centro comercial.

—¿Qué centro comercial?

—El que aloja la oficina de la Agencia Tributaria.

Wallander asintió.

—Acudimos allí y, ciertamente, hallamos a un hombre tendido de bruces sobre el asfalto. Según el médico, no llevaba muerto mucho tiempo, un par de horas como máximo. Como es natural, tendremos los datos precisos dentro de unos días.

—¿Qué había sucedido?

—Ésa es precisamente la cuestión. Tenía una buena herida en la cabeza, pero no pudimos establecer a primera vista si lo habían golpeado o si aquélla se había producido como consecuencia de la caída.

—¿Le habían robado?

—No, conservaba la cartera, con el dinero.

Wallander reflexionaba.

—¿No hubo testigos?

—No.

—¿Quién era?

Martinson hojeó sus papeles.

—Se llamaba Tynnes Falk, cuarenta y siete años. Vivía muy cerca, en la calle de Apelbergsgatan, número diez. En un apartamento de alquiler situado en el último piso del edificio.

Wallander interrumpió a Martinson alzando la mano.

—¿Has dicho Apelbergsgatan diez?

—Así es.

Wallander asintió despacio. Recordaba que, hacía unos años, justo después de su separación de Mona, conoció a una mujer en un baile al que había acudido en el hotel de Saltsjobaden. Wallander estaba muy ebrio y la acompañó a su casa a altas horas de la noche. A la mañana siguiente, despertó en cama ajena junto a una mujer a la que, ya sobrio, apenas si era capaz de reconocer y de la que ignoraba hasta el nombre. Se vistió, pues, a toda prisa, salió de allí y no volvió a verla jamás. Sin embargo, por algún motivo que se le ocultaba, estaba seguro de que vivía en la calle de Apelbergsgatan, número diez.

—¿Pasa algo con esa dirección? —quiso saber Martinson.

—En absoluto. Es sólo que no te había entendido bien.

Martinson lo observó lleno de asombro.

—¡Vaya! No sabía que fuese tan poco claro al hablar.

—Bueno, continúa.

—Bien, al parecer vivía solo. Estaba separado. Su ex mujer sigue viviendo en la ciudad, pero los hijos están repartidos por el mundo. El hijo, de diecinueve años, estudia en Estocolmo. La hija, que tiene diecisiete, trabaja como monitora infantil en una embajada, en París. Ni que decir tiene que la mujer ya está avisada de la muerte de su ex marido.

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