Cortafuegos

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaco

BOOK: Cortafuegos
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Ystad, Suecia, otoño de 1997. Un hombre muere en extrañas circunstancias a las puertas de un cajero automático. Poco después, dos muchachas asesinan salvajemente a un taxista. Detenidas y trasladadas a la comisaría, las dos adolescentes sorprenden a todo el mundo con su agresividad y su indiferencia ante el crimen que han cometido. En un descuido de los agentes, una de ellas logra huir. Al día siguiente, un problema en el suministro eléctrico deja a oscuras gran parte de la región de Escania; cuando el técnico de mantenimiento acude a la estación transformadora, hará un descubrimiento aterrador. El inspector Kurt Wallander no lo tiene nada fácil: a las complejidades informáticas que acaban envolviendo las pesquisas, se suman los indicios de traición que el inspector descubre en su equipo de investigadores. Además, la casi insoportable soledad afectiva del protagonista hacen que se cuestione seriamente su continuidad como policía.

Henning Mankell

Cortafuegos

ePUB v1.0

Pachi69
01.09.12

Título original:
Brandvägg

Henning Mankell, 2004.

Traducción: Carmen Montes Cano

Editor original: Pachi69 (v1.0)

ePub base v2.0

Primera parte

La conjura

1

Por la noche, sin previo aviso, el viento amainó, para luego cesar totalmente.

Él había salido al balcón. Durante el día, podía atisbar el mar por entre las casas que se alzaban enfrente. Pero ahora la noche se lo impedía. A veces sacaba al balcón su viejo catalejo inglés para ver las ventanas iluminadas al otro lado de la calle, más siempre acababa por vencerlo la molesta sensación de que alguien lo había descubierto.

Hacía una noche clara y estrellada.

«Ya estamos en otoño», se dijo. «Quizás escarche esta noche, aunque aún es pronto para Escania».

Se oyó pasar un coche en la distancia. Se estremeció de frío y volvió a entrar. La puerta del balcón se atascaba. En el bloc de notas que tenía sobre la mesa de la cocina, junto al teléfono, anotó que debía echarle un vistazo al día siguiente.

Continuó después hacia la sala de estar. Durante un instante, se detuvo ante el umbral de la puerta y paseó la mirada por la habitación. Había hecho la limpieza, puesto que era domingo. Y saber que se hallaba en una habitación totalmente limpia siempre le infundía la misma sensación de satisfacción.

Su escritorio estaba colocado contra una de las paredes. Sacó la silla, encendió la lámpara y tomó el grueso cuaderno de bitácora que guardaba en uno de los cajones. Como de costumbre, comenzó por leer lo que había escrito la noche anterior.

«Sábado, 4 de octubre de 1997.

»El viento ha persistido racheado todo el día. Según el Instituto Sueco de Meteorología e Hidrología, sopló a una velocidad de entre ocho y diez metros por segundo. Un banco de nubes desgarradas ha estado circulando por el cielo. La temperatura era de siete grados a las seis de la mañana. A las dos de la tarde, había ascendido a ocho, para descender de nuevo por la noche hasta los cinco grados».

Después del informe meteorológico, no había añadido más que otro par de líneas.

«El espacio está hoy vacío y abandonado. No hay mensajes, C. no contesta a mis llamadas. Todo está tranquilo».

Retiró la tapa del tintero y mojó en él la pluma con cuidado. La había heredado de su padre, que la tenía desde el día en que, siendo aún muy joven, comenzó como escribiente en una pequeña sucursal bancaria de Tomelilla. Jamás utilizaba otra pluma en el cuaderno de bitácora.

Escribió que el viento había menguado antes de aplacarse del todo. En el termómetro que tenía fijado al marco exterior de la ventana de la cocina había visto que estaban a tres grados. El cielo estaba despejado. Anotó igualmente que había limpiado el apartamento y que dicha operación le había llevado tres horas y veinticinco minutos. Es decir, diez minutos menos que el domingo anterior.

Además, había dado un paseo hasta el puerto deportivo después de haber estado sentado durante media hora en la iglesia de Sankta María, entregado a la meditación.

Reflexionó un instante antes de proseguir. Después, plasmó en el cuaderno de bitácora otra línea: «Por la noche, paseo corto».

Con extremo cuidado, presionó el papel secante sobre el texto que acababa de escribir, limpió la pluma y tapó el tintero.

Antes de cerrar el cuaderno, echó una ojeada al viejo reloj marítimo que tenía junto a sí sobre el escritorio. Las agujas indicaban las once y veinte minutos.

Salió al vestíbulo, se puso la desgastada cazadora de piel y enfundó los pies en un par de botas de agua. Antes de abandonar el apartamento, tanteó el bolsillo para comprobar que llevaba las llaves y la cartera.

Ya en la calle, permaneció inmóvil, arropado por las sombras, y miró a su alrededor. No había nadie. Aunque tampoco lo esperaba. Entonces, comenzó a caminar. Como de costumbre, giró a la izquierda, cruzó la carretera en dirección a Malmö y bajó hasta la zona comercial, donde se alzaba el edificio de ladrillo rojo en que se hallaban las dependencias de la Agencia Tributaria. Aceleró el paso, hasta alcanzar el sosegado ritmo nocturno que le era habitual. Durante el día solía caminar más aprisa, pues quería esforzarse y sudar, pero los paseos nocturnos eran diferentes, ya que con ellos intentaba apartar de su mente las preocupaciones diurnas, prepararse para el sueño reparador y para el día siguiente.

A la puerta de la tienda de material de construcción vio a una mujer que paseaba a su perro, un pastor alemán. La vela casi todas las noches. Un coche pasó ante él a toda velocidad y, tras el volante, vislumbró a un joven. Pese a que llevaba las ventanillas cerradas, se oía la música del interior.

«No saben lo que les espera. Ni ellos ni las señoras que salen solas a pasear a sus perros».

La sola idea lo puso de buen humor. Pensó en todo el poder del que era partícipe, en la sensación de contarse entre uno de los elegidos, de aquellos que disponían de la fuerza capaz de erradicar viejas verdades anquilosadas y de crear otras, del todo nuevas e inesperadas.

Se detuvo a contemplar el firmamento.

«En el fondo, nada es inteligible», se dijo. «Ni mi propia vida ni el hecho de que la luz que ahora veo procedente de las estrellas haya estado viajando hacia aquí durante espacios de tiempo infinitos. Lo único que puede conferir algo de sentido a todo esto es lo que estoy haciendo: la oferta que me hicieron hace ya casi veinte años y que acepté sin vacilar».

Prosiguió su marcha, ya con más premura, acuciado por el desasosiego de las ideas que le rondaban por la cabeza. Tomó conciencia de su propia impaciencia. ¡Habían esperado durante tanto tiempo…! Pero ahora ya estaba próximo el instante en que retiraría la visera invisible que cubría sus ojos para poder contemplar cómo su propio oleaje rodaba ingente, avanzando sobre la faz de la tierra.

El instante estaba próximo, pero no había llegado todavía. No, aún no era el momento. La impaciencia era una debilidad que no podía permitirse.

Se detuvo, pues ya se encontraba en el centro de la zona residencial. Y no tenía intención de avanzar más: debía estar en la cama poco después de la medianoche.

Se dio la vuelta y comenzó el regreso. Cuando hubo dejado atrás el edificio de la Agencia Tributaria, decidió ir al cajero automático que había junto al centro comercial. Se llevó la mano al bolsillo en el que tenía la cartera. No pretendía sacar dinero, sino sólo comprobar los últimos movimientos de la cuenta para asegurarse de que todo iba como debía.

Al llegar al cajero, se paró bajo la farola y sacó su tarjeta de crédito de color azul. La señora del pastor alemán había desaparecido. Por la carretera, procedente de Malmö, tintineaba al pasar un camión largo con una carga muy pesada. Lo más probable era que fuese a partir con uno de los transbordadores que se dirigían a Polonia. A juzgar por el ruido, llevaba roto el tubo de escape.

Tecleó la clave y pulsó la opción de últimos movimientos. La tarjeta volvió a salir por la ranura, de modo que la guardó de nuevo en la cartera. Del interior del cajero surgía un ronroneo mecánico. Mientras aguardaba, sonrió ante la idea. Incluso se le escapó una risita.

«Si la gente supiera…», se dijo, «Si tuvieran la menor idea de lo que se les vendrá encima…».

El comprobante de color blanco salió por la ranura mientras él buscaba las gafas en el bolsillo, pero recordó que las había dejado en el abrigo que llevaba puesto cuando bajó al puerto. Durante un instante, se sintió irritado por el olvido.

Se colocó justo en el lugar en que la luz de la farola era más intensa y entrecerró los ojos concentrando la vista en el comprobante.

El cargo en cuenta realizado el viernes ya aparecía registrado. Al igual que el reintegro en efectivo del día anterior. El saldo era, tras las dos operaciones, de nueve mil setecientas sesenta y cinco coronas. Todo estaba, pues, en orden.

Sin embargo, lo que sucedió entonces fue algo totalmente inesperado.

Sintió como si hubiese sido alcanzado por la coz de un caballo. El dolor era terrible.

Cayó de bruces, con la mano cerrada en gesto convulso en torno al blanco papel que contenía las cantidades que deseaba comprobar.

Al dar con la cabeza contra el frío asfalto, experimentó unos segundos de clarividencia.

Su último pensamiento fue que no comprendía nada de nada.

Después, quedó envuelto en una oscuridad que parecía proceder de todos los puntos al mismo tiempo.

Acababa de dar la medianoche. Era el lunes 6 de octubre de 1997.

Otro camión pasó camino del transbordador nocturno.

Después, volvió a reinar la calma.

2

Presa de un profundo malestar, Kurt Wallander se sentó en el coche estacionado en la calle de Mariagatan. Eran poco más de las ocho de la mañana del 6 de octubre de 1997. Mientras se alejaba de la ciudad se preguntaba por qué no habría declinado aquella invitación. En efecto, pese al rechazo profundo e intenso que sentía por los funerales, aquella mañana se encontraba camino de uno. Dado que había salido con tiempo, decidió no tomar la carretera que lo conduciría directamente a Malmö. Por el contrario, se desvió para tomar la de la costa, en dirección a Svarte y Trelíeborg. A su izquierda, vislumbraba el mar. Un transbordador arribaba al puerto en aquel momento.

Calculó que aquél era el cuarto funeral al que acudía en siete años. El primero había sido el de su colega Rydberg, que había fallecido víctima de un cáncer, tras un largo y doloroso periodo de convalecencia, durante el cual Wallander lo visitó a menudo en el hospital en el que estuvo ingresado hasta consumirse. La muerte de Rydberg había constituido un fuerte golpe en su vida personal, pues era él quien lo había convertido en un policía de verdad. De hecho, le había enseñado a formular las preguntas adecuadas y, gracias a él, había llegado a dominar de forma gradual el difícil arte de interpretar el escenario de un crimen. Antes de comenzar a trabajar con Rydberg, Wallander había sido un policía más bien mediocre y no fue hasta mucho después de la muerte de Rydberg cuando comprendió que no sólo poseía energía y perseverancia, sino también no poca pericia. Así, pese a los años transcurridos, seguía manteniendo con cierta frecuencia una silenciosa conversación interior con el colega, siempre que se enfrentaba a una investigación compleja y dudaba sobre el giro que habría de dar al curso de la misma. Echaba en falta a Rydberg casi a diario, consciente de que aquella añoranza jamás se extinguiría.

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