Martinson se marchó a la plaza de Runnerstróms Torg, donde Robert Modin seguía trabajando en solitario. Según Hanson, habría que proponer a la Dirección General de la Policía que condecorasen a ese joven con algún tipo de medalla. O, al menos, que le abonasen unos honorarios de consultoría. Nyberg se quedó sentado en la silla, entre bostezos. Wallander observó que aún tenía grasa en los dedos. El inspector permaneció unos minutos en el pasillo, en compañía de Ann-Britt y Hanson, con quienes repasó lo que debían hacer en las próximas horas antes de repartirse los diversos cometidos. Hecho esto, Wallander fue a su despacho y se aseguró de cerrar bien la puerta.
Permaneció largo rato sentado, contemplando el teléfono sin alcanzar a comprender el porque de su extrema indecisión. Finalmente, levantó el auricular y marcó un número de Malmö: el de Elvira Lindfeldt.
Tras el séptimo tono de llamada, alguien respondió:
—Lindfeldt.
Wallander colgó enseguida. Lanzó una maldición y aguardó unos minutos antes de volver a marcar. En esta ocasión, la mujer respondió de inmediato, con una voz que le agradó desde el primer momento.
Wallander se presentó y empezaron a conversar sobre cosas cotidianas. Al parecer, el viento soplaba más fuerte en Malmö que en Ystad. Elvira Lindfeldt se quejaba de que gran parte de sus compañeros de trabajo estuviesen resfriados. Wallander convino con ella en que el otoño era una época del año muy molesta. Él acababa de recuperarse de un resfriado.
—Sería estupendo que nos viésemos un día de éstos —propuso ella.
—Bueno, en el fondo, yo no tengo mucha fe en esto de las agencias de contactos —confesó Wallander arrepintiéndose de inmediato de sus palabras.
—Bueno, es una forma tan buena como cualquier otra —precisó ella—. Uno debe ser adulto, con todas sus consecuencias.
Entonces, la mujer añadió algo que dejó a Wallander estupefacto.
En efecto, le preguntó qué pensaba hacer aquella noche, y si no podían quedar en Malmó.
«No, no puedo», se dijo Wallander. «Tengo demasiadas cosas que hacer y esto va demasiado deprisa».
Wallander aceptó.
Acordaron que se verían a las ocho y media en el bar del Hotel Savoy.
—Nada de flores de identificación —bromeó ella antes de concluir la conversación—. Estoy segura de que nos reconoceremos sin problemas el uno al otro.
Wallander se preguntaba atemorizado en qué se habría embarcado con aquella cita. Pero no dejaba de sentir la excitación.
Eran ya las seis y media y debía darse prisa.
Wallander aparcó a la entrada del Hotel Savoy, en Malmö, cuando daban las ocho y veintisiete minutos. Había conducido demasiado rápido desde Ystad. Estuvo dando demasiadas vueltas a su vestimenta antes de salir. «A lo mejor espera que vaya vestido de uniforme», pensó. «De hecho, antes los cadetes resultaban muy populares como acompañantes». Sin embargo, él no se puso, como era de esperar, el uniforme, sino que eligió una camisa limpia, aunque arrugada, que sacó directamente del cesto de la ropa que había lavado aquel mismo día. Asimismo, dedicó demasiado tiempo a la elección de la corbata, hasta que resolvió por fin que no llevaría ninguna. Eso sí, los zapatos estaban muy sucios y exigían una intervención. El resultado de toda aquella operación fue que salió de la calle de Mariagatan demasiado tarde.
Por si fuera poco, Hanson lo había llamado en el peor momento para preguntarle por Nyberg, sin que Wallander llegase a comprender por qué era tan importante para Hanson averiguar el paradero del técnico. Sus respuestas fueron tan exiguas que Hanson le preguntó si tenía prisa, a lo que el inspector respondió afirmativamente y en tono tan confidencial que a Hanson no se le pasó por la cabeza preguntar por qué. Cuando por fin estuvo listo para salir, sonó el teléfono por segunda vez. Con la mano sobre la manivela de la puerta, consideré en un primer momento la posibilidad de no atender aquella llamada, cosa que, no obstante, hizo enseguida. Era Linda. No había mucho movimiento en el restaurante y su jefe estaba de vacaciones, de modo que, para variar, tenía tiempo y posibilidad de llamarlo para charlar un rato. Wallander se sintió tentado de contarle adonde iba. Después de todo, había sido Linda quien le había hecho aquella sugerencia que él rechazó en un principio. La muchacha notó enseguida, que su padre tenía prisa. Wallander sabía por experiencia que era casi imposible engañarla pero, aun así, adujo con tanta convicción como pudo que debía salir por cuestiones de trabajo. Acordaron que ella lo llamaría al día siguiente. Ya en el coche y con la ciudad de Ystad a sus espaldas, descubrió que el indicador del depósito de combustible se encendía. Suponía que tendría suficiente para llegar a Malmo, pero no quería correr el riesgo de quedarse a medio camino. Así pues, giró entre maldiciones hasta llegar a la gasolinera situada a las afueras de Skurup dudando ya de llegar a tiempo a la cita. De todas formas no fue capaz de explicarse por qué aquello había de ser tan importante. En cualquier caso, recordaba a la perfección el día en que Mona, al poco de conocerse, se marchó tras haber estado esperándolo diez minutos.
Pero allí estaba por fin, en Malmo. Echó una ojeada al espejo retrovisor para ver su aspecto. Estaba más delgado. Las facciones quedaban ahora mejor definidas que hacía unos años. Y la mujer que estaba a punto de conocer no sabía que cada vez se parecía más a su padre. Cerró los ojos y respiró profundamente, obligándose a desechar toda posible expectativa: no le cabía la menor duda de que ella quedaría decepcionada. Se verían en el bar, charlarían un rato y ahí acabaría la historia. Poco antes de las doce, él estaría durmiendo en su cama de la calle de Mariagatan. Y cuando despertase a la mañana siguiente, la habría olvidado por completo. Además, vería confirmada su fundada sospecha de que la persona que a él le convenía jamás se cruzaría en su camino gracias a la intervención de una de aquellas agencias.
Había llegado a tiempo a Malmó, pero se quedó sentado en el coche hasta las nueve menos veinte, hora a la que salió del vehículo, volvió a tomar aliento y cruzó la calle en dirección al bar.
Se identificaron el uno al otro sin dificultad. Ella estaba sentada junto a una mesa situada en un rincón del fondo. Aparte de algunos hombres que tomaban cerveza en la barra, no había muchos más clientes en el establecimiento. Por otro lado, ella era la única mujer sola que había en el bar. Wallander captó su mirada y ella se levantó sonriente. El inspector reparó enseguida en que era muy alta. Vestía un traje de chaqueta azul marino, la falda por encima de las rodillas. Tenía unas piernas bonitas.
—¿He acertado? —preguntó Wallander al tiempo que le tendía la mano.
—Si tú eres Kurt Wallander, yo soy Elvira.
—¿Lindfeldt?
—Así es, Elvira Lindfeldt.
Tomaron asiento, el uno frente al otro.
—Yo no fumo —advirtió ella—. Pero sí bebo.
—Igual que yo —señaló Wallander—. Sólo que ahora tengo que conducir, así que me conformo con un agua mineral con gas.
En realidad, le habría gustado tomarse una copa de vino. O varias. Pero en una ocasión, hacía ya muchos años y, por cierto, también en Malmö, bebió demasiado alcohol durante una cena. Había quedad con Mona. Ya estaban separados, pero él le rogó que volviese. Ella se negó, y cuando se marchó, él vio que había un hombre esperándola en un coche. Aquella noche, él durmió en el suyo y se puso en marcha por la mañana. Su inestable avance por la carretera se vio, no obstante, detenido por dos de sus colegas, Peters y Norén. Ellos guardaron silencio, pero su estado de embriaguez era tal que bien podrían haberlo despedido. Era aquél uno de los peores recuerdos de su vida y no sentía el menor deseo de volver a pasar por nada semejante.
El camarero acudió a la mesa y Elvira Lindfeldt apuró el resto del vino antes de pedir otra copa.
Wallander estaba preocupado ya que, desde los primeros años de la adolescencia, se había forjado la idea de que estaba más favorecido de perfil que visto de frente, motivo por el que giró la silla de modo que le ofreciese a su acompañante su mejor cara.
—¿No tienes sitio para los pies? —preguntó ella—. Si quieres puedo acercarme la mesa un poco más.
—No, no, en absoluto. Estoy bien.
«¿Y qué coño le digo ahora?», se preguntó. «¿Qué me enamoré de ella en el instante mismo en que crucé la puerta? O mejor, cuando recibí su carta…».
—¿Has hecho esto antes? —quiso saber ella.
—Jamás. De hecho, me lo pensé mucho.
—Pues yo sí —repuso ella en tono festivo—. Pero nunca dio resultado.
Wallander notó que era una mujer muy directa. A diferencia de él que, en aquel momento, se sentía más preocupado por su perfil.
—¿Y por qué no dio resultado? —inquirió el inspector.
—La persona equivocada, el sentido del humor equivocado, la actitud equivocada, las expectativas equivocadas, la formalidad equivocada, la manera de beber equivocada… Casi todo puede fallar.
—No habrás encontrado ya algún fallo en mí, ¿verdad?
—Tú pareces amable, por lo menos —aseguró ella.
—Bueno, he de admitir que no es frecuente que se me califique como el típico policía de la amable sonrisa, pero tampoco como el antipático.
Acababa de pronunciar estas palabras, cuando se acordó de la fotografía que había aparecido en el periódico. Aquella imagen ponía al descubierto al malvado policía de Ystad que se atrevía a atacar a menores indefensos. Se preguntaba si ella la habría visto.
Más, durante las horas que compartieron aquella noche junto a aquella mesa del bar, ella no hizo ningún comentario al respecto, por lo que Wallander empezó a pensar que lo más probable era que no, que tal vez ella fuese una de esas personas que rara vez o incluso nunca leían los periódicos de la tarde. Allí estaban, pues, en animada conversación, él con su agua mineral, sediento de algo más consistente, mientras ella bebía vino. Ella le preguntó cómo era la vida de un policía y el inspector se esforzó por responder con tanta objetividad como le fue posible. Sin embargo, no se le ocultaba que, de vez en cuando, subrayaba los aspectos más duros de su trabajo, tal vez en un deseo de ganarse una comprensión justificada tan sólo parcialmente.
Por otro lado, sus preguntas estaban bien meditadas, inesperadas a veces, con lo que tuvo que esforzarse por hallar respuestas sensatas.
También ella le habló acerca de su trabajo. La compañía de transportes en la que trabajaba se encargaba, entre otras muchas cosas, de los portes de mudanzas de los misioneros suecos que se trasladaban a otros países o que volvían a casa. Poco a poco, él fue dándose cuenta de que aquella mujer tenía una gran responsabilidad dado que, además, su jefe siempre estaba de viaje. Era evidente que le gustaba su trabajo.
El tiempo pasó volando. Así, eran ya más de las once cuando Wallander se sorprendió hablando de su fracasado matrimonio con Mona y de cómo no se había percatado de lo que estaba ocurriendo hasta que no fue demasiado tarde. Y ello a pesar de que Mona se lo había advertido en numerosas ocasiones, tantas como él había prometido que todo cambiaría. Pero un buen día, aquello se acabó. Ya no había vuelta atrás, como tampoco existía la menor esperanza de un futuro común. Y allí estaba Linda, junto con una buena cantidad de recuerdos inclasificables y, en parte, tormentosos, con los que él aún no se había reconciliado por completo. Ella lo escuchaba atenta, grave, pero también alentadora.
—¿Y después? —inquirió Elvira cuando él guardó silencio—. Si no te he entendido mal, llevas ya separado muchos años, ¿no?
—Bueno, la mayor parte del tiempo mi vida ha sido bastante insulsa. Conocí a una mujer de Riga, Letonia. Se llama Baiba. Ella encarnó una esperanza y, durante unos años, creí que también ella la compartía. Pero, al final, aquello tampoco funcionó.
—¡Vaya! ¿Por qué?
—Ella no quería abandonar Riga y yo quería que viniese a vivir a Suecia. ¡Había hecho tantos planes…! Una casa en el campo, un perro, otra vida.
—Puede que fuesen demasiado, todos esos planes —comentó ella, reflexiva—. Eso siempre acaba pagándose.
Wallander experimentó la sensación de haber hablado de más, tú haberse expuesto demasiado. Y quizá también a Mona y a Baiba. Pero la mujer que tenía frente a sí le inspiraba una enorme confianza.
También ella le habló de sí misma y de una vida que, en el fondo poco se diferenciaba de la de Wallander, salvo por el hecho de que, es su caso, eran dos los matrimonios fracasados, con un hijo de cada uno. Sin que ella lo mencionase abiertamente, él intuyó que su primer marido la golpeaba, tal vez no muy a menudo, pero lo suficiente coma para que, al final, fuese insoportable. Su segundo marido era argentino Elvira le refirió, de forma inteligente e irónica, cómo la pasión la había conducido en primer lugar por el buen camino para luego desviarla hacia un laberinto.
—Desapareció hace dos años —aseguró cerrando así su relato—. Me llamó desde Barcelona, donde se encontraba sin un céntimo. Le envié dinero para que, al menos, pudiese regresar a Argentina, y hace ya quince año, si no más, que no he vuelto a saber de él. Y su hija pregunta por él, claro está.
—¿Qué edad tienen tus hijos?
—Alexandra tiene diecinueve y Tobías veintiuno.
A las once y media pidieron la cuenta. Wallander quería invitarla, pero ella insistió en pagar a medias.
—Mañana ya es viernes —comentó Wallander una vez en la calle.›.
—¿Sabes?, yo no he estado nunca en Ystad.
Wallander tenía pensado preguntarle si no podría llamarla algún día. Pero ahora, tras la charla, las cosas habían cambiado y no sabía cómo se sentía exactamente. Al parecer, ella no había detectado ninguna deficiencia inmediata en su persona y, por el momento, aquello le parecía más de lo que esperaba.
—Yo tengo coche —persistió ella—. Aunque también puedo tomar un tren. Si tienes tiempo, claro.
—Bueno, la verdad es que estoy liado con una investigación de asesinato muy complicada —aclaró él—. Pero hasta los policías necesitamos tomarnos un descanso de vez en cuando.
Ella vivía en una de las zonas residenciales de Malmo, en dirección a Jágersro, y Wallander se ofreció a llevarla en el coche. Pero Elvira Lindfeldt rechazó la oferta aduciendo que prefería caminar y tomar un taxi después.
—Yo suelo dar largos paseos —aseguró—. Detesto correr.
—Yo también —convino Wallander que, no obstante, nada dijo acerca de su diabetes.