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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Creación

BOOK: Creación
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A través del relato de Ciro Espitama, nieto de Zoroastro y criado en la corte persa del rey Darío, y embajador de un imperio que se extiende desde el Mediterráneo hasta la India, sale a la luz uno de los períodos más espectaculares de la historia de la humanidad, el momento en que surgen en Oriente las grandes religiones —Buda, Confucio— y en que se están gestando en Occidente las primeras indagaciones sobre el significado de la vida humana y los misterios del Universo de la mano de Sócrates y sus discípulos.

Gore Vidal

Creación

ePUB v1.0

Joselín
21.08.12

Título original:
Creation

Gore Vidal, 1981

Traducción: Carlos Peralta

Editor original: Joselín (v1.0)

ePub base v2.0

N O T A
D E L
A U T O R

Para la gente del siglo V a.C., la India era una provincia persa sobre el río Indo, y Ch´in apenas uno de los varios belicosos principados de lo que hoy es China. Para mayor claridad, he utilizado la palabra India para describir no sólo la llanura del Ganges, sino también las regiones actualmente denominadas Pakistán y Bangladesh. Como hubiera sido un verdadero error hablar de China en este período, he usado el ya anticuado nombre de Catay para los estados situados entre los ríos Yang-Tsé y Amarillo. Siempre que ha sido posible, he elegido la palabra inglesa contemporánea para entidades como Confucio o el Mediterráneo. Por otra parte, he preferido llamar al infeliz Afganistán —y al igualmente infeliz Irán— por sus antiguos nombres de Bactria y Persia.

Para medir las distancias he empleado las familiares millas no métricas. En cuanto a las fechas, el narrador ha tenido, en general, cuidado de referir los acontecimientos al momento en que comenzó a dictar su respuesta a Herodoto (aún no conocido como «el padre de la historia»): la noche del día que nosotros llamaríamos 20 de diciembre de 445 antes de Cristo.

L I B R O
U N O

Herodoto

da una conferencia

en el Odeón, en Atenas

1

Soy ciego, pero no sordo. A causa de lo incompleto de mi infortunio, ayer me vi obligado a escuchar durante casi seis horas a un historiador autodidacto cuya versión de las guerras que los atenienses se complacen en llamar «persas» era un disparate tal que, si yo hubiera sido menos anciano y más privilegiado, me habría levantado de mi asiento en el Odeón para responderle y escandalizar a toda Atenas.

Pero, es claro, yo conozco el origen de las guerras griegas; él no. ¿Y cómo podría? ¿Cómo podría conocerlo un griego? Yo pasé la mayor parte de mi vida en la corte de Persia y todavía, a mis setenta y cinco años, continúo sirviendo al Gran Rey como serví a su padre —mi querido amigo Jerjes— y al padre de éste, un héroe conocido aun por los griegos como Darío el Grande.

Cuando por fin terminó su penoso discurso —nuestro «historiador» tiene una voz débil y monótona que un áspero acento dorio hace aún menos agradable— mi sobrino Demócrito, de dieciocho años, quiso saber si estaba yo dispuesto a hablar ante el intérprete de Persia.

—Deberías hacerlo —dijo—. Todo el mundo te está mirando. Saben que tienes que estar muy enfadado.

Demócrito está estudiando filosofía aquí, en Atenas. Esto significa que le encantan las disputas.

—Escribe esto, Demócrito. Después de todo, es a petición tuya que estoy dictando este informe acerca de cómo y por qué comenzaron las guerras griegas. No perdonaré a nadie; ni siquiera a ti. ¿Dónde estaba? En el Odeón.

Sonreí con la punzante sonrisa de los ciegos, como ha definido un poeta poco observador la expresión de aquellos de nosotros que no podemos ver. Y no es que yo haya dedicado mucha atención a los ciegos cuando veía. Por otra parte, nunca creí poder vivir lo bastante para llegar a viejo, mucho menos pensé posible quedar ciego, como ocurrió hace tres años, cuando las nubes blancas que se habían agrupado sobre las retinas de mis ojos se tornaron súbitamente opacas.

Lo último que vi fue mi propia cara borrosa en un espejo de plata pulida. Eso fue en Susa, en el palacio del Gran Rey. Pensé primero que la habitación se estaba llenando de humo. Pero era verano y no había fuego. Por un instante me vi en el espejo; luego ya no me vi; ni volví a ver más cosa alguna.

En Egipto los médicos hacen una operación que, según parece, despeja las nubes. Pero soy demasiado viejo para ir a Egipto y, además, ya he visto lo suficiente. ¿Acaso no he visto el fuego sagrado que es el rostro de Ahura Mazda, el Sabio Señor? Y he conocido Persia y la India y el lejano Catay. Ningún otro hombre viviente ha viajado a tantas tierras como yo.

Estoy haciendo digresiones. Es propio de los ancianos. Mi abuelo, a sus setenta y cinco años, solía hablar durante horas sin ligar jamás un tema con otro. Era absolutamente incoherente. Pero él era Zoroastro, el profeta de la Verdad; y así como el Dios Único a quien servía estaba obligado a concebir simultáneamente todos los aspectos de la creación, así también hacía su profeta Zoroastro. El resultado era inspirador si alguna vez uno lograba encontrar algún sentido en lo que decía.

Demócrito quiere que registre lo que ocurrió mientras nos marchábamos del Odeón. Muy bien. Son sus dedos los que se fatigarán. La voz no me ha fallado nunca, ni la memoria… Hasta ahora.

Hubo aplausos ensordecedores cuando Herodoto de Halicarnaso concluyó su descripción de la «derrota» persa en Salamina, hace treinta y cuatro años. De paso, la acústica del Odeón es terrible. Aparentemente, no soy el único que encuentra inadecuado el nuevo edificio destinado a la música. Incluso los atenienses sin oído musical saben que algo funciona mal en su precioso Odeón, levantado en un tiempo extraordinariamente breve por orden de Pericles, que lo pagó con dinero recolectado en todas las ciudades griegas para la defensa común. El edificio es una copia en piedra de la tienda del Gran Rey Jerjes que de algún modo cayó en manos de los griegos durante la confusión de la última campaña persa. Fingen despreciarnos; pero nos imitan.

Mientras Demócrito me llevaba hacia el vestíbulo escuché por todas partes la frase «¡El embajador persa!». Esas sílabas guturales golpearon mis oídos como esas conchas donde los atenienses solían escribir el nombre de quien los había ofendido o aburrido. Quien más votos obtenía en esa elección era desterrado de la ciudad durante un período de diez años. Y era afortunado.

Citaré algunas observaciones que oí mientras avanzaba hacia la puerta.

—Apuesto a que no le ha gustado lo que oyó.

—Es hermano de Jerjes, ¿verdad?

—No, es un mago.

—¿Qué es eso?

—Un sacerdote persa. Comen perros y serpientes.

—Y cometen incesto con sus hermanas, madres e hijas.

—¿Y con sus hermanos, padres e hijos?

—Eres insaciable, Glaucón.

—Los magos son ciegos. Tienen que serlo. ¿Ése es su nieto?

—No. Su amante.

—No me parece. Los persas son distintos de nosotros.

—Sí. Pierden batallas. Nosotros no.

—¿Cómo puedes saberlo? Ni siquiera habías nacido cuando hicimos que Jerjes volviera corriendo al Asia.

—Ese muchacho es muy guapo.

—Es griego. Tiene que ser griego. Ningún bárbaro puede ser así.

—Es de Abdera. El nieto de Megacreón.

—Un partidario de los medos. La hez de la tierra.

—Una hez muy rica. Megacreón posee la mitad de las minas de plata de Tracia.

En cuanto a mis otros dos sentidos restantes y comparativamente sanos —el tacto y el olfato—, poco puedo decir del primero, aparte del nervudo brazo de Demócrito, que tenía asido con mi mano derecha. ¡Pero del segundo! En verano, los atenienses no se bañan con frecuencia. Y en invierno (estamos ahora en la semana que contiene el día más corto del año) no se bañan jamás. Según parece, su dieta consiste enteramente en cebollas y pescado en conserva. Conservado desde los tiempos de Homero.

Me empujaron, me insultaron, me echaron el aliento. Yo sé, naturalmente, que mi situación en Atenas, como embajador del Gran Rey, es no sólo peligrosa sino también sumamente ambigua. Es peligrosa porque, en cualquier momento, este pueblo volátil celebrará una de esas asambleas en que cualquier ciudadano varón puede decir lo que se le ocurre y, lo que es aún peor, votar. Después de escuchar a alguno de los muchos demagogos locos o corrompidos de la ciudad, los ciudadanos son muy capaces de romper un tratado sagrado, como hicieron hace catorce años, cuando enviaron una expedición para conquistar la provincia persa de Egipto. Fueron netamente derrotados. Esa aventura fue doblemente vergonzosa porque, hace dieciséis años, una embajada ateniense fue a Susa con la misión de establecer una paz permanente con Persia. El embajador principal era Calias, el hombre más rico de Atenas. Como correspondía, se redactó un tratado. Atenas reconocía la soberanía del Gran Rey sobre las ciudades griegas del Asia Menor. A su vez, el Gran Rey acordaba mantener la flota persa fuera del Mar Egeo, y así sucesivamente. El tratado era muy largo. A decir verdad, muchas veces he pensado que mis ojos se dañaron definitivamente durante la composición del texto persa. Por cierto, las nubes blancas empezaron a condensarse durante aquellos meses de negociaciones en que estuve obligado a leer cada palabra escrita por los amanuenses.

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