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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policíaco

Crimen en Holanda (13 page)

BOOK: Crimen en Holanda
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Beetje balbuceó:

—No entiendo nada.

—¡Chist! La noche está tranquila. Pueden oímos, de la misma manera que nosotros oímos las voces de los que nos preceden y de los que nos siguen. Así que Popinga le habló en voz alta de diversas cosas, sin duda de la conferencia, ¿no?

—Sí.

—Sólo que, en voz baja, usted le hizo ciertos reproches.

—¿Cómo lo sabe?

—Da igual. ¡Espere! Durante la conferencia, usted estaba a su lado, e intentó tocarle la mano. ¿Él la rechazó?

—Sí —balbuceó impresionada, mirándolo con los ojos muy abiertos.

—Y usted insistió.

—Sí. Antes no era tan prudente, me besaba incluso en su casa, detrás de las puertas. Una vez en el mismo comedor, mientras la señora Popinga nos hablaba desde el salón. En los últimos tiempos se había vuelto miedoso.

—Muy bien, usted le hizo reproches. Le repitió que quería irse con él, sin dejar de conversar en voz alta.

Se oían pasos delante, pasos detrás, murmullos, Duclos decía:

—Le aseguro que esto no encaja en ningún método de investigación policial.

Detrás, la señora Wienands reñía a su niño en holandés.

Descubrieron la casa, envuelta en la oscuridad. No había luz alguna. La señora Popinga se detuvo ante la puerta.

—Usted se paró igual que ahora, ¿verdad? ¿Su marido llevaba la llave?

—Sí.

Los grupos se juntaron.

—Abra —dijo Maigret—. ¿La criada estaba acostada?

—Sí, igual que hoy.

Una vez abierta la puerta, ella dio el interruptor. Se iluminó el pasillo y, a la izquierda, el perchero de bambú.

—¿Notaron que Popinga, desde ese momento, estaba muy contento?

—¡Sí, muy contento! Pero no era natural. Hablaba demasiado fuerte.

Se quitaron los abrigos y los sombreros.

—Disculpen, ¿todo el mundo se quitó los abrigos aquí?

—Todos, excepto Any y yo —dijo la señora Popinga—. Nosotras subimos a los dormitorios para arreglamos un poco.

—¿Sin entrar antes en ninguna otra habitación? ¿Quién encendió la luz del salón?

—Conrad.

—Suban, por favor. —Y subió con ellas—. —Any tenía que cruzar su habitación para llegar a la suya, ¿recuerda si se entretuvo un rato en la de usted, señora Popinga?

—No, no lo recuerdo.

—Por favor, repitan los mismos gestos. Any, deje en su habitación la gorra, el abrigo y el sombrero. ¿Qué hicieron ustedes dos aquella noche?

El labio inferior de la señora Popinga se alzó.

—Me empolvé un poco —dijo con voz infantil—. Me pasé el peine. Pero no puedo… ¡Es espantoso! Me parece que oía la voz de Conrad abajo. Hablaba de la radio, de sintonizar Radio-Paris.

La señora Popinga arrojó su abrigo sobre la cama. Lloraba sin lágrimas, de puro nerviosismo. Any, de pie en el despacho que ahora utilizaba como dormitorio, esperaba.

—¿Bajaron juntas?

—Sí. ¡No! Ya no lo sé. Creo que Any bajó un poco después que yo. Me adelanté para preparar el té.

—En tal caso, ¿le importaría bajar?

Se quedó a solas con Any. Maigret, sin decir una palabra, le tomó la gorra de las manos, miró a su alrededor y ocultó la gorra en el diván.

—Venga.

—¿Cree usted…?

—No. Bajemos. ¡Vaya!, no se ha empolvado.

—Nunca lo hago.

Tenía ojeras. Maigret la hizo pasar delante de él. Los peldaños de la escalera crujieron. Abajo había un silencio absoluto, tanto que, cuando entraron en el salón, el ambiente era irreal. Parecía un museo de figuras de cera. Nadie se había atrevido a sentarse. Sólo la señora Wienands arreglaba los cabellos desordenados de su hijo mayor.

—Siéntense como la otra noche. ¿Dónde está el aparato de radio?

Él mismo lo encontró, giró el dial, se oyeron silbidos, voces, fragmentos de música, y sintonizó finalmente una emisora en la que dos cómicos interpretaban una pieza francesa. «El colono le dijo al barítono…» Movió un poco el dial y se oyó la voz con mayor claridad. Dos o tres silbidos más… «… y es un buen tipo, el barítono. Pero el colono, amigo mío…».

Aquella voz populachera y guasona resonaba en el salón perfectamente ordenado, donde todo el mundo mantenía una inmovilidad absoluta.

—¡Siéntense! —vociferó Maigret—. ¡Preparen el té! ¡Hablen! —Quiso mirar a través de la ventana, pero los postigos estaban cerrados. Fue a abrir la puerta, y llamó—: ¡Pijpekamp!

—Sí —contestó una voz en la sombra.

—¿Dónde está?

—¡Detrás del segundo árbol, sí!

Maigret regresó. La puerta se cerró. La pieza había terminado y el locutor anunciaba: «Disco Odéon, número veintiocho mil seiscientos setenta y cinco…».

Pitidos. Música de jazz. La señora Popinga se pegó a la pared. En la audición, se adivinaba otra voz que gangueaba en un idioma extranjero y sonaba a veces un chasquido; después la música recomenzaba.

Maigret buscó a Beetje con la mirada. Se había desplomado en un sillón. Lloraba a lágrima viva. Balbuceaba entre sollozos:

—Pobre Conrad, Conrad…

Y Barens, exangüe, se mordía los labios.

—¡El té! —ordenó Maigret a Any.

—Todavía no. Habían enrollado la alfombra para retirarla. Conrad bailaba.

Beetje soltó un sollozo más agudo. Maigret miró la alfombra, la mesa de roble y su tapete bordado, la ventana, y también a la señora Wienands, que no sabía qué hacer con sus hijos.

Alguien que espera la hora

Maigret los dominaba a todos gracias a su estatura, o, mejor dicho, a su corpulencia. El salón era pequeño. Pegado a la puerta, el comisario parecía demasiado grande incluso para sí mismo. Estaba serio. Quizá nunca fue tan humano como cuando pronunció, lentamente, con una voz apagada:

—La música sigue. Barens ayuda a Popinga a enrollar la alfombra. En un rincón, Jean Duclos habla, escuchándose a sí mismo, delante de la señora Popinga y de Any. Wienands y su mujer piensan que deberían irse a causa de los niños, y lo comentan en voz baja. Popinga ha tomado una copa de coñac, y eso basta para excitarlo. Ríe, canturrea, se acerca a Beetje y la invita a bailar.

La señora Popinga miraba fijamente al suelo. Any mantenía sus ojos febriles clavados en el comisario.

—El asesino ya sabe que va a cometer un crimen —terminó Maigret—. Una persona está viendo bailar a Conrad y sabe que dentro de dos horas este hombre que ríe con una risa algo demasiado sonora, que quiere divertirse por encima de todo, que tiene sed de vida y de emociones, sólo será un cadáver.

El impacto de estas palabras casi pudo oírse. La boca de la señora Popinga se abrió para lanzar un grito que no llegó a articular. Beetje seguía sollozando.

De repente, la atmósfera había cambiado. Estaban a punto de buscar a Conrad con la mirada. A Conrad, que bailaba. A Conrad, acechado por las dos pupilas de un asesino.

Sólo Jean Duclos se atrevió a exclamar:

—¡Tremendo! —Y, como nadie le escuchaba, prosiguió para sí mismo, con la esperanza de ser oído por Maigret—: ¡Ahora he entendido su método, y no es nuevo! Aterrorizar al culpable, sugestionarlo, devolverlo a la atmósfera de su crimen para obligarlo a confesar. Algunos criminales, tratados de esa manera, repetían a su pesar los mismos gestos.

Pero no pasaba de un murmullo confuso. Esas palabras no eran las que debían oírse en ese momento.

El altavoz seguía difundiendo música, y eso bastaba para tensar la atmósfera en algunos grados.

Wienands, después de que su mujer le hubiera cuchicheado algo al oído, se levantó tímidamente.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Pueden irse! —le dijo Maigret antes de que comenzara a hablar.

¡Pobre señora Wienands, pequeña burguesa bien educada, a quien le habría gustado despedirse de todo el mundo, hacer saludar a sus niños, y no sabía cómo hacerlo y estrechaba la mano de la señora Popinga sin saber qué decir!

Había un reloj de pared sobre la chimenea. Marcaba las diez y cinco.

—¿Todavía no es la hora del té? —preguntó Maigret.

—¡Sí! —contestó Any, levantándose y dirigiéndose a la cocina.

—Perdón, señora, ¿no acompañó usted a su hermana a preparar el té?

—Poco después.

—¿La encontró en la cocina?

La señora Popinga se pasó una mano por la frente. Se esforzaba por no caer en el embotamiento. Miró el altavoz con desesperación.

—Ya no lo sé. Espere. Creo que Any salía del comedor, porque el azúcar está en el aparador.

—¿Había luz?

—No. Aunque quizá… ¡No! Me parece que no.

—¿No se dijeron nada?

—¡Sí! Yo le dije: «Conrad no debe beber más, porque, si no, comenzará a comportarse de manera inadecuada…».

Maigret se dirigió al pasillo en el momento en que los Wienands cerraban la puerta de entrada. La cocina era muy clara, de una limpieza meticulosa. El agua se calentaba en un hornillo de gas. Any levantaba la tapa de una tetera.

—No hace falta que haga té.

Estaban solos. Any lo miró a los ojos.

—¿Por qué me ha obligado a llevarme la gorra? —preguntó.

—No tiene importancia. Venga.

En el salón, nadie hablaba ni se movía.

—¿Piensa usted dejar esta música hasta el final? —se atrevió, sin embargo, a protestar Jean Duclos.

—Depende. Hay alguien a quien también me gustaría ver: a la sirvienta.

La señora Popinga miró a Any, que contestó:

—Está durmiendo. Se acuesta siempre a las nueve.

—Bien, vaya a decirle que baje un momento. No vale la pena que se vista. —Y, con la misma voz de recitador que había adoptado al principio, repitió obstinado—: Usted, Beejte, bailaba con Conrad. En el rincón se hablaba de temas serios. Y alguien sabía que habría un muerto, alguien sabía que era la última noche de Popinga.

Se oyeron ruidos, pasos, un portazo en el segundo piso de la casa, donde había únicamente buhardillas. Después fue creciendo un murmullo. Any fue la primera en entrar. Una silueta esperaba de pie, en el pasillo.

—¡Pase! —gruñó Maigret—. Que alguien le diga que no debe tener miedo, que pase.

La sirvienta tenía unos rasgos desvaídos, una cara ancha y chata, atemorizada. Se había limitado a echarse un abrigo sobre un camisón de felpa, de color crema, que le llegaba a los pies. Tenía los ojos turbios de sueño y los cabellos en desorden. Olía a cama tibia.

El comisario se dirigió a Duclos.

—Pregúntele en holandés si fue amante de Popinga.

La señora Popinga desvió la cabeza dolorosamente. Le tradujeron la pregunta. La criada negó enérgicamente con la cabeza.

—¡Repita la pregunta! Pregúntele si alguna vez el señor Popinga intentó propasarse con ella.

Nuevas protestas.

—Dígale que, si no dice la verdad, puede ir a la cárcel. Divida la pregunta en dos. ¿La besaba? ¿Entró alguna vez en su habitación estando ella dentro?

La joven del camisón estalló en lágrimas y exclamó:

—¡Yo no he hecho nada! Le juro que no he hecho nada.

Duclos traducía. Con los labios apretados, Any miraba a la sirvienta.

—¿Llegó a ser exactamente su amante?

Pero la sirvienta no podía hablar. Protestaba. Lloraba. Pedía perdón. Articulaba palabras interrumpidas por sollozos.

—«¡No creo!»—tradujo finalmente el profesor—. Por lo que yo entiendo, bromeaba con ella. Cuando estaba a solas con ella en la casa, daba vueltas a su alrededor en la cocina. La besaba. Una vez entró en su habitación mientras se vestía. Le daba chocolate a escondidas. ¡Pero nada más!

—Dígale que puede ir a acostarse.

Se oyó cómo la joven subía la escalera. Instantes después, se escucharon idas y venidas en su habitación. Maigret se dirigió a Any.

—¿Quiere ser tan amable de subir y ver qué hace?

Lo supieron casi inmediatamente.

—¡Quiere irse en seguida! ¡Está avergonzada! ¡No quiere seguir una hora más en la casa! Pide perdón a mi hermana… Dice que se irá a vivir a Groninga o a otro lugar, pero que se marchará de Delfzijl. —Y Any añadió, agresiva—: ¿Es eso lo que usted buscaba?

El reloj marcaba las diez cuarenta. Una voz anunciaba por el altavoz: «Nuestro programa ha terminado. Buenas noches, señoras… buenas noches, señoritas… buenas noches, señores».

Después se oyó una música lejana, muy amortiguada, de otra emisora.

Maigret, nerviosamente, apagó la radio y se produjo un silencio brutal y absoluto. Beetje ya no lloraba, pero seguía ocultándose la cara con ambas manos.

—¿La conversación prosiguió? —preguntó el comisario con visible cansancio.

Nadie contestó. Las facciones todavía estaban más marcadas que en la sala del Hotel Van Hasselt.

—Les pido perdón por esta sesión tan penosa. —Maigret se dirigía especialmente a la señora Popinga—, pero no olvide que su marido seguía todavía con vida. Estaba aquí, algo excitado por el coñac. Seguro que siguió bebiendo.

—Sí.

—¡Estaba condenado, entiéndalo! Y por alguien que estaba mirándolo. Y los demás, los que están aquí en este momento y se niegan a decir lo que saben, se convierten de ese modo en cómplices del asesino.

Barens soltó un hipo y se echó a temblar.

—¿No es cierto, Cornelius? —le dijo Maigret a bocajarro, mirándolo a los ojos.

—¡No! ¡No! No es verdad.

—Entonces, ¿por qué tiemblas?

—Yo, yo…

Estaba a punto de sufrir una nueva crisis, como le ocurrió en el camino de la granja.

—Escúcheme, Barens. Beetje se fue con Popinga, y tú saliste inmediatamente después. Los seguiste por un momento. Viste algo.

—¡No! No es verdad.

—¡Espera! Después de que se fueran los tres, se quedaron aquí la señora Popinga, Any y el profesor Duclos. Estas tres personas subieron al primer piso.

Any asintió con la cabeza.

—Cada una entró en su propia habitación, ¿no es cierto? ¡Dime lo que viste, Barens!

El aludido se removió inútilmente. Maigret lo mantenía, palpitante, bajo su mirada.

—¡No! ¡Nada! ¡Nada!

—¿No viste a Oosting, oculto detrás de un árbol?

—¡No!

—Sin embargo, merodeaste alrededor de la casa. Tuviste que ver algo.

—No sé. No quiero… ¡No! ¡Es imposible!

Todos lo miraban. Él no osaba mirar a nadie. Y Maigret, despiadado, siguió:

—Primero viste algo en el camino. Las dos bicicletas iban delante, tenían que pasar por el tramo iluminado por el faro. Estabas celoso. Esperabas. Y tuviste que esperar bastante tiempo. Más de lo que correspondía a la longitud del camino.

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