Crítica de la Religión y del Estado (12 page)

BOOK: Crítica de la Religión y del Estado
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Qué no hacen para tener todo el oro y la plata de sus súbditos; por un lado, bajo vanos y falsos pretextos de necesidad, imponen elevadas tallas
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, tallas secundarias
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, subsidios y otras tasas semejantes sobre todas las parroquias de su dependencia; los aumentan y los doblan y triplican como bien les parece bajo otros diversos pretextos vanos y falsos de necesidades. Casi todos los días se ven nuevas tasas y nuevas imposiciones, nuevos edictos y nuevas disposiciones, o nuevos mandatos por parte de los reyes o de sus primeros oficiales para obligar a los pueblos a procurarles todo lo que les piden, y satisfacer todo lo que exigen de ellos, y si no obedecen lo bastante pronto por no poder satisfacer con la suficiente habilidad todo cuanto se les pide, y por no poder procurar lo suficiente las exorbitantes sumas que tienen fijadas como tasas, inmediatamente se envía a los arqueros en misión para forzarlos rigurosamente a pagar aquello que se les pide o hacer lo que se les ordena, se les envían guarniciones de soldados o de otros canallas semejantes que están obligados a alimentar o a pagar todos los días a sus expensas hasta haberlos satisfecho completamente. A menudo incluso, por temor a no conseguirlo, se les envían de antemano amonestaciones antes de que haya llegado la hora de pagar, de modo que los pobres pueblos siempre están con amonestaciones tras amonestaciones y gastos tras gastos. Los persiguen, los acosan, los pisan y los saquean de cualquier manera. Por mucho que se quejen y hagan ver su pobreza y su miseria, no se tiene la menor consideración. hacía ellos, no se les escucha, y si se les escuchara, sería a ejemplo del rey Roboam para sobrecargarlos en lugar de aliviarlos.

Este rey, como se sabe, viendo que sus pueblos se quejaban de las tallas e imposiciones de que los había cargado su padre el rey Salomón, y que le pedían su disminución, les dio esta audaz e insolente respuesta: «Mi dedo meñique —les dijo— es más grande que la espalda de mi padre. Si mi padre os cargó de impuestos, yo todavía os cargaré con más, mi padre os azotó con vergas, y yo —les dijo— os azotaré con escorpiones
(minimus digitus meus grossior est dorso patris mei: pater meus cecidit vos flagellis, ego autem caedam vos scorpionibus).»
He aquí la bella respuesta que les dio. Las quejas de los pobres pueblos no serían ahora escuchadas de un modo más favorable de lo que fueron en aquel tiempo, pues la máxima de los príncipes soberanos y de sus primeros ministros es agotar a los pueblos, y hacerlos indigentes y miserables con el fin de hacerlos más sumisos, y que éstos no pueden emprender cosa alguna contra su autoridad (cardenal de Richelieu). Es una máxima suya permitir que los financieros y recaudadores de tallas se enriquezcan a expensas de los pueblos con el fin de despojarlos poco después y servirse de ellos como de esponjas que se escurren tras haber dejado que se llenen. Es una máxima suya humillar a los grandes de sus reinos, y de colocarlos en tal estado que no puedan perjudicarles; y es una máxima suya sembrar querellas y divisiones entre sus principales oficiales, e incluso entre sus pueblos, a fin de que no piensen en conspirar contra ellos, ni puedan ponerse de acuerdo en unirse para sublevarse contra ellos.

Ello lo consiguen tal como desean cargando a los pueblos, como hacen, de grandes tallas y elevados impuestos, pues con este procedimiento se enriquecen a sí mismos tanto como quieren, agotando a sus súbditos, causan la perturbación y la división entre ellos, pues mientras los particulares de cada parroquia fomentan la discordia, los odios, las desavenencias entre ellos respecto a la repartición particular que se ven obligados a hacer de las dichas tallas de las que cada cual lamenta tener demasiadas, y tener más de las que debería tener en relación con su vecino que es más rico, y que tal vez tenga menos tallas que él, mientras, repito, se hallan en disputa y en discordia a este respecto, mientras se querellan y se pronuncian mil injurias y mil maldiciones unos a otros, no piensan de ningún modo en acusar a su rey ni a sus ministros, que sin embargo son la única verdadera causa de su ruina, de sus perturbaciones y de sus enojos, no se atreven a murmurar abiertamente contra sus reyes ni contra sus ministros, no se atreven a acusarlos, no tienen siquiera el ánimo ni el coraje de unirse de común acuerdo para sacudir el yugo tiránico de un solo hombre que los gobierna con tanta dureza y que les hace sufrir tantos males; y ellos se estrangularían de buena gana unos a otros para satisfacer sus odios y sus animosidades particulares.

Como los reyes quieren absolutamente enriquecerse y hacerse los dueños absolutos de todas las cosas, es preciso que los pobres pueblos hagan todo lo que les exigen, y les den todo lo que les piden, y además bajo pena de verse coaccionados mediante toda clase de vías rigurosas: mediante secuestros y usurpaciones de sus muebles
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, mediante encarcelamientos de sus personas, y mediante toda otra clase de violencias, lo que hace gemir a los pueblos bajo una esclavitud tan ruda; y lo que aumenta aún la dureza de un yugo, y de un gobierno tan odioso y tan detestable, es el rigor con el que se ven todos los días maltratados por un millar de rudos y severos exactores de denarios de sus reyes que de ordinario son todos personas altivas y arrogantes, y de los que es preciso que todos los pobres pueblos soporten todos los acertijos insulsos, todos los robos, todas las artimañas, todas las conclusiones y toda otra clase de injusticias y malos tratos. Pues no hay oficiales ni recaudadores o empleados de oficina, ni arqueros o guardias de sal o de tabaco, por poco viles que sean, que bajo pretexto de hallarse al servicio del rey y bajo pretexto de recibir y recoger sus denarios, no crean deber hacerse los orgullosos, y tener derecho a escarnecer, maltratar, pisar y tiranizar a los pobres pueblos. Por otro lado, estos reyes, ponen elevados impuestos a toda clase de mercancías, a fin de sacar provecho de todo lo que se vende y de todo lo que se compra, los ponen sobre los vinos, y sobre la carne, sobre los aguardientes y sobre las cervezas; los ponen sobre las lanas, sobre las telas, y sobre los encajes; los ponen sobre la pimienta y la sal, sobre el papel, sobre el tabaco y sobre toda clase de artículos. Se hacen pagar derechos de entradas y salidas, derechos de controles y de insinuaciones
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, se hacen pagar por las bodas, por los bautismos y por las sepulturas, cuando les parece bien; se hacen pagar por las amortizaciones, por los derechos
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de las comunidades, por los bosques y florestas, y por el curso de las aguas. Poco falta para que además hagan pagar por el curso de los vientos y de las nubes.

«Dejad hacer a Ergaste —dice con bastante gracia el señor de la Bruiere, en sus
Caracteres
(en el cap. de los Bienes de la Fortuna)—, dejad hacer a Ergaste; exigirá un derecho de todos los que beben el agua del río o que andan en tierra firme, él sabe convertir en oro hasta las cañas, los juncos, la ortiga.» Si se quiere traficar en las tierras de su dominio e ir y venir libremente para vender y comprar, o sólo para transportar mercancías y efectos de un lugar a otro, hay que tener como se dice en el Apocalipsis el carácter de la bestia, es decir, la marca de la exacción y del permiso del rey. Es preciso tener certificados de sus personas, licencias, salvoconductos, pasaportes, recibos, credenciales y otras cartas de permiso semejantes, que verdaderamente son lo que se puede llamar la marca de la bestia, es decir, la marca del permiso del tirano, sin lo cual si desdichadamente uno es encontrado y apresado por guardias u oficiales de la susodicha bestia real, se corre el riesgo de ser arruinado y perdido, pues uno es arrestado de inmediato, se secuestran, se confiscan las mercancías, los caballos y los carros, y además de todo esto los comerciantes o los conductores de las dichas mercancías son condenados a grandes multas, a prisiones, a galeras, y algunas veces incluso a muertes vergonzosas, por estar rigurosamente prohibido traficar, ir y venir con mercancías sin tener, como he dicho, el carácter o la marca
de la bestia.
«Et datum est illi ut... ne quis posset emere aut vendere, nisi qui habet characterem, aut numerum nominis elus»
(Apoc., 13.17).

[T. II (pp. 91-102) O. C. De la sexta prueba.]

NI LA BELLEZA, M EL ORDEN NI LAS PERFECCIONES QUE SE ENCUENTRAN EN LAS OBRAS DE LA NATURALEZA PRUEBAN DE NINGÚN MODO LA EXISTENCIA DE UN DIOS QUE LAS HAYA HECHO

En primer lugar, por cuanto a la belleza, el orden y la perfección que vemos en las obras de arte, debemos convenir con ellos, que su belleza y su perfección demuestran necesariamente la existencia, la fuerza, el poder, la habilidad, el ingenio..., etc., del obrero que las ha hecho, puesto que visiblemente no podrían hacerse por sí mismas tal como son, si algún obrero hábil no pusiera la mano en ellas. Pero debe reconocerse también que la belleza, el orden y las otras perfecciones que se encuentran naturalmente en las obras de la naturaleza, es decir, en las obras del mundo no demuestran ni prueban en absoluto la existencia, ni por consiguiente la capacidad ni el ingenio de ningún otro obrero u obrera que la misma naturaleza, que hace lo más bello y más admirable de todo cuanto podemos ver. Pues, por último, pese a lo que puedan decir nuestros deícolas, deben reconocer forzosamente que las perfecciones infinitas que imaginan reunirse en su Dios, demuestran paralelamente que él mismo habría sido hecho por otro; o que digan que éstas no lo demuestran. Si dicen que las perfecciones infinitas que imaginan reunirse en su Dios demuestran paralelamente que él mismo habría sido hecho por otro, por la misma razón es preciso que digan, además, que las perfecciones infinitas de este otro demuestran también que a su vez habría sido hecho por otro, y este último a su vez por otro, el cual asimismo habría sido hecho por otro, y así siempre igual remontando de causa en causa y de dioses en dioses hasta el infinito, lo que sería completamente absurdo y ridículo decirlo, pues cuanto a un Dios infinitamente perfecto, que ellos quisieran suponer y establecer, sería necesario que reconocieran y admirasen además a infinidad de otros, que serían siempre de más perfectos en más perfectos, unos que otros, lo que repugna enteramente al sano juicio. Y si por el contrario dicen que las perfecciones infinitas que imaginan reunirse en su Dios, no demuestran ni prueban en absoluto que haya sido hecho por otro, ¿por qué, pues, quieren que las perfecciones que ven en este mundo demuestren que éste haya sido hecho por otro? Ciertamente no es más razonable decir una cosa que la otra, a no ser tal vez que las mayores e infinitas perfecciones que se encuentren en un Dios infinitamente perfecto demuestren tanto más necesariamente que habría debido ser hecho por otro, puesto que una perfección mayor exigiría una causa más perfecta, y en este caso la existencia de un Dios, lo que sigue siendo una absurdidad manifiesta que nuestros deícolas no querrían admitir, y así es absolutamente necesario que digan la razón por la que pretenden que las perfecciones que ven en este mundo demuestran necesariamente la existencia de un Dios que lo haya hecho, y porque, al contrario, pretenden que las perfecciones infinitas que imaginan en este Dios no demuestran ni prueban que él mismo haya sido a su vez hecho por otro. Toda la razón que pueden alegar, es decir, que su Dios es en sí mismo y por sí mismo todo lo que es, y por consiguiente que todas sus divinas perfecciones son en sí mismas y por sí mismas todo lo que son, sin que jamás puedan haber tenido necesidad de ninguna producción ni de ninguna otra causa que ellas mismas, pero que el mundo no puede ser por sí mismo lo que es, y que las perfecciones que se ven en él no podrían existir si un Dios todopoderoso no las hubiera creado y constituido tal como son, lo que, según ellos, establece una diferencia muy considerable entre lo uno y lo otro.

Luego esta razón es manifiestamente vana, no sólo porque supone gratuitamente y sin prueba algo que está en duda, sino también porque a su vez es muy fácil decir y suponer que Dios sería por sí mismo lo que es, y por consiguiente también es fácil decir que las perfecciones que vemos en el mundo son en sí mismas y por sí mismas lo que son, como decir que las perfecciones de un Dios serían en sí mismas y por sí mismas lo que son. Y siendo así, lo único que queda es ver cuál de las dos cosas es más cierta o más verosímil. Luego, es manifiesto y evidente que es mucho más razonable atribuir la existencia necesaria, o la existencia por sí misma a un ser real y verdadero que se ve, que se ha visto siempre, y que se encuentra siempre manifiestamente por doquier, que atribuirlo a un Ser que sólo es imaginario y que no se ve ni se encuentra en ninguna parte. Paralelamente es manifiesto y evidente que es mucho más razonable atribuir la existencia por sí misma a perfecciones que se ven y que siempre se han visto, que atribuirla a perfecciones imaginarias que no se ven ni se encuentran en ninguna parte, y que ni siquiera se han visto ni encontrado jamás en ninguna parte; esto es claro y evidente. Además el mundo que vemos es manifiestamente un ser muy real y muy verdadero, se ve y se encuentra manifiestamente por todas partes; sus perfecciones de igual modo son también muy reales y verdaderas, se ven y se encuentran de manifiesto por todas partes, también se las ha visto siempre. Y por el contrario, este pretendido Ser infinitamente perfecto que nuestros deícolas llaman Dios sólo es un Ser imaginario que no se ve ni se encuentra en ninguna parte, paralelamente sus pretendidas perfecciones infinitas y divinas sólo son imaginarias, no se ven ni se encuentran en ninguna parte, nadie las ha visto jamás. Por consiguiente es mucho más razonable atribuir la existencia por sí misma al propio mundo y a las perfecciones que vemos en él, que atribuirlo a un Ser infinitamente perfecto, que no se ve ni se encuentra en ninguna parte, y que en consecuencia es muy incierto y dudoso en sí mismo. Como es absolutamente necesario que los deícolas reconozcan que hay un ser, y algunas perfecciones que son necesariamente en sí mismas y por sí mismas lo que son, independientemente de cualquier otra cosa; es manifiestamente un abuso, un error y una ilusión de su parte querer atribuir tales perfecciones a un Ser imaginario que no se ve ni se encuentra en ninguna parte, en lugar de atribuirlos a un ser real y verdadero que se ve, y que se encuentra siempre manifiestamente por doquier. De lo que se deduce evidentemente que las perfecciones que se ven en las cosas no demuestran ni prueban en absoluto la existencia de un Dios infinitamente perfecto.

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