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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Cruzada (50 page)

BOOK: Cruzada
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―¡Al templo! ―gritó alguien.

―¡Cathan, estás cometiendo una estupidez! ―vociferó Sagantha a lo lejos, pero unos instantes después ya no lo oía.

Volví a ser arrastrado por la masa. En esta ocasión avanzábamos en lugar de retroceder, pero la ira superaba el terror que habían sentido antes. Casi corríamos, dividiéndonos para abordar las calles más estrechas en dirección a la parte trasera del templo. Ya se había organizado una ofensiva: un grupo de hombres que me habían acompañado en la calle salieron de una tienda de muebles cargando una colosal pieza de madera que haría las veces de ariete. Por muy protegido que estuviese el templo, era posible que no resistiese un ataque como aquel.

Pero tampoco era seguro que la multitud pudiese vencer al mago, y lo más probable era que Abisamar ordenase matar a los rehenes en el instante mismo de enterarse de la revuelta.

Al avanzar grité el nombre de Ithien, rodeado por un grupo de hombres cuyas facciones, al igual que las mías, estaban transformadas por la furia. Se nos unieron más personas, que salían de las casas y se hacían con cualquier cosa que pudiera servir de arma. ¡Por Thetis, había incluso más gente que el día anterior! Si el mago decidía volver a emplear el fuego, los muertos se contarían a miles.

Di vuelta a la esquina y distinguí la muralla lateral del templo con el tenue brillo de su campo de éter, apenas visible contra la sombría silueta del edificio principal. Varios sacri custodiaban el exterior desde lo alto de los muros y divisé sus cascos mientras se agachaban tras el parapeto.

La calle posterior del templo ya estaba llena y los hombres con el ariete se abrían paso entre la multitud en dirección a una de las puertas laterales. A mi derecha, en el ágora, sonaba un rumor masivo.

―¡Aquí hay piedras! ―susurró alguien y al volverme vi a una mujer con los brazos cargados de piedras lisas y redondeadas―. ¡Coged!

Tomé una, preguntándome si sería de alguna utilidad, y en pocos segundos no quedaba ninguna.

Una figura apareció en el techo del templo, apenas visible desde donde yo estaba. Sentí la magia que lo rodeaba y reconocí la corpulenta silueta de Abisamar. Un momento después se produjo otro estallido ensordecedor, pero esta vez seguido tan sólo por la voz amplificada del avarca retumbando sobre la gente.

―¡Pueblo de Ilthys! ―rugió―. ¡Sois herejes y traidores! ¡No pretendáis igualar vuestras endebles armas con los poderes del Dominio; pereceréis todos en el fuego de Ranthas! Ahora sólo os espera el infierno. ¡Seréis arrojados al más terrible abismo y arderéis en una eterna agonía, consumidos por las llamas pero sin morir jamás, durante todo el tiempo del mundo! ¡Os habéis alzado contra el santo Dominio universal! ¡Habéis gritado desafiantes contra los emisarios de Ranthas en Aquasilva! ¡Seréis castigados en esta vida y en la siguiente, y en este mismo momento pronunciaré la sentencia de la Inquisición! ―Prosiguió ahora con voz más medida, pronunciando la inexorable sentencia―: La ciudad de Ilthys queda excluida de la gracia de Ranthas. Sus habitantes quedan condenados a los fuegos del infierno, imposibilitados de toda participación en los ritos y de toda oportunidad de redención por intermedio del bendito Ranthas. No contaréis con ningún fuego, ningún calor y absolutamente ninguna otra luz que los del sol. Mirad hacia el cielo. ¿Podéis ver las nubes? ¿Podéis sentir el calor en el aire? Se aproxima una tormenta, ¡una tormenta que arrojará sobre todos vosotros la ira de Ranthas! Así como él y su piedad os proveían de protección, así su ira os traerá el odio de los Elementos que lo sirven. ¡Y los seguidores de Ranthas no os protegerán! Seréis dejados desnudos a merced de los vientos y las olas, vuestras naves se hundirán en los muelles, vuestras maquinarias de pesca se desintegrarán. Os congelaréis hasta la muerte en vuestros hogares, os alimentaréis de comida cruda y vuestros hijos temblarán durante las noches sin ningún calor. No habrá ningún fuego en absoluto, ninguna forma de calor salvo la que os provea el sol. Veremos durante cuánto tiempo conseguís sobrevivir.

Siguió otro estallido, en esta ocasión quizá para crear más efecto, y los rayos iluminaron el cielo un segundo. Un cielo que ya era menos azul que pocos minutos antes. No habíamos vivido una tormenta desde mi llegada y ya iba siendo hora. ¿O no?

―¡Habíais sido advertidos! ―continuó Abisamar―. Se os explicaron las consecuencias de desobedecer y las habéis ignorado demasiado tiempo. ¡Con vuestra arrogancia llegasteis a creer que teníais voz! Pero no es así. ¡La voluntad de Ranthas es absoluta! ¡No podéis negociar con ella, no hay medias tintas! O sois fieles siervos de Ranthas o sois sus enemigos. Y habéis escogido ser sus enemigos. Pagaréis el precio de la herejía, de la apostasía, del mismo modo que lo pagarán de aquí en adelante todos en este mundo, ¡listaréis a merced de su ira!

Estábamos en el Archipiélago, donde nadie podía morir congelado. Pero una ciudad de veinte mil personas sin fuego y sin ningún tipo de calor no duraría demasiado. Demasiadas industrias dependían del fuego y era mucha gente para alimentarse toda a base de frutas. Lentamente, la isla empezaría a pasar hambre. ¿Aplicarían el castigo a toda la isla? Recordé cómo nos habíamos librado de una prohibición en menor escala en el palacio de Sagantha en Tandaris. El resto de la ciudad conservaba calor y luz, y nos las arreglamos para instalar una nueva conexión de éter. Ilthys no tenía esos lujos.

―Como no deseamos brindarle nuestra protección a nadie que no la merezca ―dijo Abisamar, ahora con calma pero amplificando todavía la voz para que llegase hasta los rincones más recónditos―, no mantendremos a los rehenes en el interior del templo. Estarán en los jardines exteriores, y si alguno de ellos sigue vivo para entonces, nos alegrará que paséis a recogerlos.

Dio un paso atrás y poco después se perdió de vista. Los muros del templo estaban desiertos otra vez con excepción de los sacri agachados.

Oí a la gente protestar y proferir insultos, y el ruido de la multitud se convirtió en un vasto quejido. Miles de rostros se alzaron hacia el cielo cuando el sol volvió a salir detrás de una nube que empezaba a mostrar un amenazante color gris. Calculé que la tormenta estallaría alrededor de una hora, pero se formaba a toda velocidad. En tres o cuatro horas llegaría a su punto álgido y duraría varios días. Tenían planeado matar a los rehenes durante el estallido de la tormenta. Un golpe de gracia para Ilthys: los que sobreviviesen encontrarían muertos a sus amigos o parientes desaparecidos.

Era algo monstruoso y el terror anunciado se había apoderado del ánimo de los que participaban en la revuelta. La gente parecía insegura, asustada, y mantenía la mirada fija en el cielo. No podía asegurar cuántos habían comprendido las palabras de Abisamar, si pensaban que sólo se trataba de soportar la tormenta sin la protección de un campo de éter o si se percataban de la verdad: que se sucedería tormenta tras tormenta, dejando a la ciudad sin ninguna defensa y sin que hubiera forma de que la población pudiese combatirla. O, al menos, casi ninguna forma. Si me reencontrara con Ravenna, tendríamos una oportunidad.

―¡Matad a esos cabrones! ―gritó la mujer que cargaba las piedras―. Dejarán que nuestra gente muera a merced de la tormenta.

Ahora los que la rodeaban la miraron dudando.

―¿Y qué sucederá con nuestros hogares? ―preguntó alguien―. Sin ningún fuego y con esta tormenta sobre nosotros.

―¡A ti no te importa porque no han capturado a nadie de tu familia!

―¡Dejad de discutir! ―ordenó un sujeto alto, que ahuecó las manos y gritó―: ¡Vamos a los jardines! ¡Echad abajo las puertas! ¡Rescatemos a los rehenes!

La gente empezó a avanzar y algunos arrojaron piedras contra las murallas. El campo de éter les quitó impulso y la mayoría quedaron retenidas en su interior. Tras un instante, el campo de éter las devolvió arrojándolas con fuerza y en esta ocasión lastimaron a varias personas. Buena parte de la multitud entró en pánico, alejándose de las puertas, aunque no tanto para producirse una nueva estampida. Nadie arrojó más piedras.

El gentío empezaba a aproximarse a los jardines. Me moví hacia un lado y permanecí a la sombra de un portal. Entonces cerré los ojos, reuniendo en mi mente la ira que sentía por el discurso de Abisamar y por la inminente muerte de Ithien. Fue sólo un momento. Luego volví la mirada en busca de algo, cualquier cosa, de donde extraer el poder. Agua, había agua más adelante. Divisé la fuente a pocos metros del muro.

Era difícil actuar a tanta distancia y no podía ver la fuente con claridad suficiente debido a la multitud, pero conseguí que el agua abandonase la fuente y oí los gritos de sorpresa de quienes estaban cerca. Comprimí el agua más y más, y a continuación la apunté hacia la parte media del muro. Se produjo una red de grietas pero el muro se mantuvo en pie.

Oí gritos de alarma y enfado que venían del interior, y un instante después el mago apareció en la almena acompañado por dos o tres monaguillos que sostenían hierros al rojo vivo. El mago señaló hacia abajo, en dirección al lugar de la calle donde yo estaba, para entonces yo ya estaba en situación de defenderme: el aire se había vuelto más húmedo y pesado, cargado de agua.

¡Por Thetis, fue tan sencillo! Sentí corriendo por las venas la misma increíble energía que recordaba del juzgado, la misma sensación de ser capaz de hacer todo lo que quería.

Fijé la mirada en el mago del Fuego y, mientras él reunía el poder de las antorchas, concentré la humedad en una esfera y la cerré herméticamente dejándolo dentro como quien cierra una ratonera.

Las antorchas parpadearon un segundo y luego se apagaron. El mago se derrumbó hacia atrás, no muerto pero al menos inconsciente, en medio del bramido de la multitud. Los hombres avanzaron con el ariete y empezaron a golpear los puntos agrietados del muro. Fue cosa de niños debilitar las partes que ya estaban afectadas y, al poco tiempo, la gente retrocedió unos pasos para permitir que el muro se derrumbase.

Apenas fueron necesarios dos o tres impactos más, y no volvió a ser precisa mi ayuda. El parapeto del templo se tambaleó y los hombres que sostenían el ariete se echaron hacia atrás. Entonces todos estallaron en un grito de júbilo que acompañó el estrépito de las piedras al caer hacia dentro del patio exterior, dejando una amplia brecha.

Observé cómo la multitud se abalanzaba a través del hueco formando una vasta ola humana, más y más personas entrando por él hasta que la calle empezó a vaciarse. Con tanta gente dentro del templo, los sacerdotes ya no tenían posibilidades de hacer nada. Sólo recé por que encontrasen a Ithien a tiempo.

Volví a mirar. No me había parecido que pudiésemos hacer nada al respecto, pero me equivocaba y, sin duda, Ravenna lo sabía. Nunca nos habíamos planteado la posibilidad de colocarnos como receptores del poder de una tormenta, aunque fuera una natural.

Me deslicé por una calle lateral y empecé a abrirme camino a través de un laberinto de estrechos pasajes con blancas paredes a cada lado. En medio de una sensación de irrealidad, me percaté de que había macetas con flores colgadas de soportes y distinguí a mi paso la existencia de patios semiocultos. No había ninguna persona a la vista, aunque oí una voz detrás de un muro, donde varias personas intentaban desesperadamente bajar cosas a un sótano.

Nuestro alojamiento estaba muy lejos de la casa de Khalia, y llegar hasta allí me pareció una eternidad. La magia todavía destellaba en mi interior y eso me proporcionaba fuerzas más que suficientes para correr, pero en muchas ocasiones me equivoqué de camino y acabé desembocando cerca del ágora, donde oí comentarios sobre la destrucción del templo. Paralelo al ágora pero un poco más arriba, en una plaza oculta desde allí, estaba el palacio del gobernador. Tenía su propio campo de éter y todas las puertas estaban atrancadas por dentro. O sea que el almirante Vanari tenía la clara intención de esperar sin hacer nada a que acabase la furia. Mejor para él.

Nadie se molestó en preguntarme adonde iba. Todos estaban demasiado preocupados por la tormenta que se acercaba. El cielo estaba ahora completamente gris y el viento que venía del mar era más potente que unos minutos atrás.

Por fin llegué a la calle ancha y curva donde se encontraba la casa de Khalia, aunque me llevó un minuto determinar a qué altura estaba. Debí de haber cogido el camino equivocado, ya que estaba más arriba de ella. Corrí los últimos metros bajando por la calle, cayéndome casi en el patio exterior de Khalia, luego llamé a la puerta.

Me abrió una de sus parientes. Murmuré una disculpa y me apresuré a subir las escaleras. Di fuertes golpes en la puerta de su piso, maldiciendo el tiempo que se demoraba en abrir.

―Tú... ¿Qué sucede?

―Tormenta ―dije recobrando el aliento. No estaba en tan buena forma como suponía y sólo la magia me había mantenido en movimiento―. Tengo que consultar algo con Ravenna, debe saber si hay algo que podamos hacer.

―¿Para qué la necesitas? Eres un Tar' Conantur, deberías ser capaz de protegernos tú solo.

Evidentemente, Khalia no lo sabía todo sobre mi familia.

―No tengo tiempo para explicártelo, Ravenna y yo debemos actuar juntos. Por favor, ¿dónde está? No importa su estado de salud. ¡Eres de esta ciudad y si deseas seguir viviendo debes ayudarme!

Al terminar esa frase empecé a decir incoherencias, confundiendo las palabras y teniendo que repetirlas, pero Khalia comprendió que no estaría así de no haber una buena razón. Con frustrante lentitud, me guió hacia otra escalera y luego a través de un pasillo hasta una pequeña habitación pintada de azul, con una cama y un par de muebles. Una lámpara de leños daba una luz tenue y cálida.

Ravenna estaba sentada a una mesa, escribiendo, y por la expresión de su rostro adiviné que su humor no era el ideal. Ella podía sentir cuándo utilizaba mis poderes y me pregunté por qué no habría ido en mi busca por su propia cuenta.

―Hay una emergencia ―dijo Khalia con brusquedad―. Cathan necesita tu ayuda.

Le expliqué lo sucedido en el templo y a Ravenna le bastó con mirar por la ventana para comprender el inmenso poder de la tormenta que se avecinaba.

―Lo grave no es esta tormenta en sí ―señaló masajeándose el torso―. La situación empeorará cada vez más.

―Lo sé ―asentí, pero no se me ocurrió nada que pudiésemos hacer para evitarlo.

¿O lo había? Cerré los ojos, intentando concentrarme, tratando de determinar qué era lo que me rondaba por la cabeza.

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