Cuando cae la noche (19 page)

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Authors: Michael Cunningham

BOOK: Cuando cae la noche
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—Seguro que Peter ya te lo habrá dicho —le cuenta a Dizzy—. Me faltó valor para quedarme con la última pieza que le compré. Espero que pueda ofrecérsela a alguien más valiente que yo.

—No es cuestión de valentía —dice Peter—. El Krim no era para ti y ya está.

—El Krim —le explica ella a Dizzy— le causó un ataque de epilepsia al schnauzer miniatura de unos amigos nuestros. No quiero tener fama de alterar a los perros del vecindario.

—Veo que los chicos ya la han embalado —dice Peter.

—Esos chicos son muy buenos profesionales. Te has buscado una buena cuadrilla.

Carole, esos chicos destruyen obras de arte. Después de hoy, no volverás a verlos.

—Tengo un buen equipo. Es la clave de todo.

—Groff hace poco que está contigo, ¿no?

—Sí. La verdad es que todavía no lo llevo yo oficialmente. Estamos en período de prueba.

Nunca mientas a esta gente. Lo que más odian del mundo es que sus empleados les engañen.

Vuelven una esquina y ahí lo tienen. El jardín inglés, al contrario que el cuidado y recortado jardín francés que hay al salir del salón, es falsamente agreste, como tradicionalmente les gustan los jardines a los ingleses. El efecto buscado es que alguien descubrió esa modesta extensión de lavanda y lilas y se limitó a añadir el sendero de grava que lleva al estanque rodeado de piedras. Al otro extremo del estanque, Tyler y Branch están empujando la urna para centrarla sobre el pedestal de acero.

Sí. Ahí queda de maravilla.

Ha sido muy buena idea programar el traslado para esas horas de la tarde. El bronce no podría parecer más bruñido, verde y dorado de lo que está ahora. Y su forma —con ese equilibrio entre lo clásico y los cómics— encaja perfectamente en este jardín meticulosamente «descuidado», con sus hierbas exóticas que llegan a la altura de la rodilla y sus céspedes floridos. La urna parece un Narciso al borde del estanque, reflejado en la verde y pálida superficie del agua de un modo que enfatiza su extraña pero poderosa simetría, el peculiar romanticismo de sus exageradas asas en forma de orejas.

—Hermoso —dice Peter—. ¿No te parece?

—Sí —responde Carole.

—¿La has visto de cerca?

—¡Oh, sí! Hizo que me sonrojara y no creo haberme sonrojado desde, ¡oh!, mediados de los ochenta.

—Espero que el schnauzer no sepa leer —dice Peter.

Eso les hace reír. Bueno, es hora de admitir que está un poco celoso de Dizzy. ¿Cómo no estarlo?

—Será divertido traducirles algunos fragmentos escogidos a los Chen.

Te quiero, Carole, por ser…, bueno, así. ¿Cuántos residentes de Greenwich son gente tan dispuesta?

Tyler y Branch llevan barba y ropa bohemia (gracias, Tyler, por no haberte puesto la camiseta de «Cómete a los ricos»), y probablemente a Carole le encante, pues no tiene ni idea de lo mucho que les molesta tener que instalar lo que ellos consideran una mierda de un millón de dólares. Y (por supuesto) después del incidente del otro día se esforzarán en portarse bien. Peter se acerca a ellos a grandes zancadas como si fuesen amigos íntimos.

—Queda muy bien, chicos —dice. En ese momento están empujando la urna un centímetro a la derecha para que la base quede centrada sobre el pedestal cuadrado de acero.

Es decorativa, sí, eso es. Borra eso de tu cabeza.

Tyler se limita a soltar un gruñido. Sin duda sabe que está a punto de cambiar de empleo, y sin duda cree que le irá mejor así (¿acaso no es posible que dos noches antes llegase a casa de su novia y dijese algo como «Tengo que buscarme otro curro, la próxima vez tengo miedo de rajar al capullo de Peter Harris y no solo esa mierda de cuadros»?). Branch, en cambio, es todo cordialidad y sonrisas, no hay motivos para sospechar que esté más contento que Tyler (Branch hace construcciones a lo Krim con astillas de madera y pedacitos de espejo, y no parece saber ni importarle lo más mínimo que lo bello vuelve a estar de moda), pero no quiere perder su empleo.

Carole y Dizzy se plantan junto a Peter. Carole les dice a Tyler y a Branch:

—¿No os apetecería tomar un café y algo de comer cuando terminéis?

—No podemos —responde Tyler—. Tenemos que marcharnos enseguida.

—Gracias de todos modos —añade Branch con una sonrisa. Lo más probable es que él también esté cabreado con Tyler. Gracias por ser maleducado con una señora rica que compra obras de arte, gilipollas.

—Bueno —dice Peter—. Si crees que te gusta, convive con ella un tiempo, enséñasela a los Chen y algunos schnauzer y ya hablaremos.

Ninguna presión, ni siquiera un poco.

—De acuerdo —responde Carole—, pero estoy casi segura. Ya me conoces, no soy indecisa. Tuve dudas respecto al Krim desde el principio.

—Por favor, dime que no te presioné para que te lo quedaras.

—Peter, jamás he dejado que nadie, ni hombre ni mujer, me presionara.

Le ofrece una sonrisa sorprendentemente encantadora aunque dura e irónica. Por un momento le parece verla cuando era joven, una chica rica cuyos padres ricos (el dinero viene de los abuelos) han logrado uno de los muchos sueños americanos: han criado una chica que sabe montar a caballo, jugar al tenis y coquetear con los hombres indicados. En solo tres generaciones (los abuelos eran los Grig, de Croacia) han creado una chica guapa, fiable y capaz que irradia vivacidad atlética. Carole debía de ser guapa, lozana, vivaz e inteligente. Como suele decirse, debió de tener donde elegir. Bill Potter, que hoy tiene sesenta y dos años, le ofreció un cuerpo de atleta y lo que la gente de buena posición de la zona llamaría un buen nombre (de repente una Grig se convierte en una Potter) y suficiente estolidez aristocrática para dejarle claro que Carole tendría que coger las riendas.

—Ojalá todos mis clientes fuesen como tú —dice Peter, aunque probablemente no sea un comentario muy acertado («cliente» no es una palabra en la que convenga insistir), pero, joder, lo dice en serio, le gusta Carole Potter, la respeta; pasa demasiado tiempo con clientes que lo único que tienen es dinero y ambición.

Dizzy está deambulando por el jardín. Carole lo mira contemplativa y dice:

—Un chico encantador.

—Es el jovencísimo hermano de mi mujer. Uno de esos chicos con demasiado potencial, no sé si me entiendes.

—Te entiendo perfectamente.

Cualquier otro detalle sería redundante. Peter conoce la historia de los Potter: la hija guapa e imparable que está haciendo el doctorado en Harvard, y el hijo mayor, el hijo, al que parece haber descarriado su buena suerte y cuya única ocupación a los treinta y ocho años es colocarse y hacer surf, ahora vive en Australia.

Una sombra recorre el rostro de Carole. ¿Quién podría descifrar la profundidad y naturaleza de sus pesares? Debe de estar harta de Bill (quien debe de tener alguna Myrtle Wilson en alguna parte), probablemente esté contenta con la hija (aunque, tratándose de madres e hijas, ¿quién sabe?) y cada vez más preocupada por su hijo, al ver que sus años de vagabundeo se han convertido en una vida de vagabundeos. Es envidiable, una fuerza de la naturaleza, tiene todo esto y está en el comité de una docena de organizaciones benéficas, y Peter sabe que esas blusas con volantes va a comprarlas a París una vez al año, pero ¿será esto lo que deseaba cuando era una chica guapa y lista a la que invitaban a todas partes? El marido gris y poco complicado, que a los veinticinco era un dios (sacado de uno de esos anuncios de Abercrombie and Fitch, Peter ha visto fotografias), pero que, como analista de valores entrado en años de la rama local de Smith Barney, parece mucho menos divino; los días ocupados pero solitarios en el campo, cuidando del jardín y criando pollos exóticos.

¿Qué bien puede hacerle, después de la cena con los Chen, tener una urna de bronce inscrita con obscenidades pensadas, al menos en parte (¿se habrá dado cuenta?), para insultarla?

Pues claro que se ha dado cuenta. Ahí radica parte de su atractivo, ¿no?

Y Bill se quedará perplejo y molesto. Probablemente también eso sea parte de su atractivo.

Peter y Carole se quedan un momento en silencio viendo deambular a Dizzy por el sendero de grava. Pinta esto, capullo: dos figuras de mediana edad de pie con una obra de arte a sus espaldas y con la atención fija en un joven que pasea entre la hierba y el césped.

—¿Por qué no le enseñas un poco la casa? No me importaría quedarme un rato a solas con la urna —dice Carole.

Peter cree notar algo extraño en esa oferta de Carole. ¿Acaso sospecha que le gustaría estar a solas con Dizzy? ¿Pensará que en realidad no es su cuñado, sino un novio que tiene a escondidas?

Él y Carole intercambian breves miradas. Es difícil saber lo que sospecha, pero parece evidente que está acostumbrada a ese tipo de arreglos discretos. Si Bill tiene una amante en alguna parte, es posible que Carole también tenga alguno. Peter desea que sea así.

—De acuerdo —dice, y por un momento tiene la sensación de que su vida está poblada de mujeres de mediana edad, inteligentes, rigurosas, pero generosas, mucho más fraternales que maternales, y todas, incluso la pobre Bette que se está muriendo, y, sí, también Rebecca, quieren algo para él que no puede conseguir por sí solo.

¿Será Dizzy? ¿Será posible que incluso Rebecca quiera, en el fondo de su corazón, librarse sin culpa de Peter, que la abandone de un modo tan inesperado, tan, como suele decirse, poco «apropiado» que nadie pueda culparla de nada?

—Comulga con tu arte —dice—. Vuelvo enseguida.

Se despide en un fingido tono amistoso y da las gracias a Tyler y Branch, que han terminado lo que han ido a hacer y se disponen a devolver el Krim a la galería. Baja por el sendero hasta donde está Dizzy.

—Ya estás otra vez en un jardín —dice Peter.

—Este no exige tanto —responde Dizzy.

—No se lo digas a Carole.

—Parece dispuesta a comprar esa cosa.

—¿Esa cosa? ¿Tanto te disgusta?

—Apuesto a que me disgusta tanto como a ti.

—A mí no me disgusta.

—Y a mí tampoco.

Algo pasa entre los dos. Peter repara en que Dizzy ha comprendido que los dos se han esforzado y han fracasado: Dizzy no ha logrado emocionarse con las piedras sagradas y Peter no ha encontrado al artista capaz de redimir y aniquilar. Ambos han estado a punto de conseguirlo, lo han intentado —Dios sabe que es así—, pero ahí están, en el jardín de una señora rica, sin saber muy bien cómo han llegado allí ni qué deberían hacer, como no sea seguir como hasta ahora, una opción que en ese momento les resulta intolerable.

Probablemente podría hablar con Dizzy de sus dudas. Seguro que le gustaría hablarlo.

—La cuestión del arte es muy espinosa —dice Peter.

—¿Ah, sí?

—Bueno. Digamos que no tiene uno entre sus manos un Rafael todos los días. Piensa en… no sé… esos saleros de Cellini. Su valor va mucho más allá de su capacidad de contener sal.

—Pero Cellini también hizo el Ganímedes.

Muy bien, Dizzy, así que te las sabes todas y no quieres seguirle el juego a tu viejo tío Peter, ¿eh?

—Vayamos a la playa —sugiere Peter, porque alguien tiene que proponer algo.

Bajan juntos por la pendiente de hierba que conduce a la bahía cubierta de velas y reflejos del sol, con sus dos islas verdes flotando sobre el brillo azul broncíneo. La casa de Carole da a una especie de embarcadero, donde se ha depositado al pie del césped, una modesta playa en forma de U, de arena húmeda mezclada con guijarros y algas.

De camino a la playa, Peter le dice a Dizzy:

—Nunca vendo obras de arte que me disgusten. Es solo que… los genios, los auténticos genios, escasean.

—Lo sé.

—Puede que en realidad no sea eso lo que quieres.

—¿Qué?

—Encontrar trabajo en el mundo del arte.

—Sí. Es justo lo que quiero hacer.

Llegan hasta la playa. Dizzy se quita las zapatillas (unas Adidas viejas), Peter se deja los mocasines (de Prada) puestos. Avanzan hacia el agua.

—¿Puedo decirte algo?

—Claro.

—Me siento avergonzado.

—¿Por qué?

Dizzy se ríe.

—¿Tú qué crees?

De repente hay algo duro y canalla en su voz. Podría ser la de un chapero, prematuramente cínica.

Llegan al borde del agua, donde la marea está subiendo muy despacio en pliegues silenciosos que avanzan, retroceden y vuelven a avanzar. Dizzy se arremanga los vaqueros y se mete en el agua hasta que le llega por los tobillos. Peter le habla en voz un poco alta, desde varios metros a su espalda.

—Tengo para mí que la vergüenza no sirve de nada.

—No quiero seguir sin hacer nada. Pero es como si me faltase cierta facultad que los demás sí tienen. Algo que les indica que deben hacer esto o lo otro. Ir a la facultad de medicina, alistarse en el Cuerpo de Paz o dar clases de inglés como segundo idioma. A mí todo me parece posible, pero no me veo haciendo nada de eso.

¿Está lloroso o es el sol en sus ojos?

¿Qué debería decirle exactamente?

—Ya encontrarás algo —es lo único que se le ocurre—. Aunque no sea vender arte. O trabajar en un museo. O lo que sea.

Está claro que es un parco consuelo para Dizzy. Se da la vuelta y mira hacia la bahía.

—Sabes lo que soy —dice.

—¿Qué?

—Una persona normal.

—Vamos, hombre.

—Lo sé. ¿Quién no lo es? ¿Qué horriblemente presuntuoso es querer ser otra cosa. Pero tengo que decírtelo. Hace tiempo que todos me tratan como si fuese algo especial y me he esforzado mucho por serlo, pero no lo soy, no tengo nada de especial. Soy listo, pero no brillante, no soy ni tan espiritual ni tan meditativo. Creo que puedo convivir con eso, pero no estoy seguro de que quienes me rodean puedan hacerlo.

Y Peter comprende que Dizzy va a morir. Lo intuye en lo más profundo de su ser. Es como la convicción que tiene sobre Bette Rice. Es como si pudiese olfatear la mortalidad, aunque su olor es mucho más fácil de detectar en una mujer mayor con cáncer de mama que en un joven que disfruta de buena salud. ¿Supo también que Matthew iba a morir? Sí, probablemente, aunque era demasiado joven para darse cuenta. ¿No sería el auténtico mensaje de aquel día, hace decenios, cuando Matthew y Joanna se metieron en el lago Michigan y miraron a Peter como encarnaciones de la belleza? ¿Por qué en ese momento? Porque eran amantes condenados, porque estaban al borde de algo, Joanna de camino a una comunidad cerrada y Matthew a la cama de un hospital en Saint Vincent’s. ¿Cómo pudo el salido y desesperado de Peter comprender a los doce años que estaba teniendo su primera visión de la mortalidad y que era lo más emocionante y fabuloso que había visto en toda su vida? ¿Acaso no ha estado buscando otro momento parecido desde entonces?

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