Cuando cae la noche (25 page)

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Authors: Michael Cunningham

BOOK: Cuando cae la noche
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¿No es así siempre? Construimos palacios para que los jóvenes los derriben, saqueen las bodegas y se meen desde los balcones cubiertos de tapices.

Fíjate en Bea. ¿Acaso no pensaron que le encantaría vivir en SoHo, que querría crecer vistiendo falditas ajustadas de Chanel y tocar en un grupo? ¿Pensaron por un momento que su deseo de hacerla feliz sería como un monstruo que arañara su ventana?

¿Le damos alguna vez a alguien lo que desea?

¿Cómo pudo olvidar que Rebecca tiene su propia vida y que no siempre gira en torno a él?

—No eres una mierda —dice—. Solo eres humana.

—¿No preferirías ser libre? —pregunta ella.

—No. No lo sé. Te quiero.

—A tu manera.

A tu manera. Siente cómo lo invade una oleada de tristeza. Le ha fallado a todo el mundo. No ha visto ni oído.

—No deberíamos separarnos —dice—. Ahora no.

—¿Crees que deberíamos seguir?

Se contiene para no decir: «Sí, eso es exactamente lo que deberíamos hacer: seguir adelante».

¿Acaso no la habría dejado si Dizzy hubiese querido?

Lo que quiere es soltar todo lo que lleva dentro e irse a la cama. Despertar y seguir con su antigua vida por imposible que sea. Es lo único que quiere.

—Supongo que podríamos intentarlo —dice ella por fin.

Él asiente con la cabeza.

¿Es eso? ¿Es que la compasión mutua es lo único que importa para amar, perdonar y resistir?

No es tan sencillo. La capacidad de querer a alguien, de imaginar cómo es ser esa otra persona, es solo una parte del juego, que resulta crucial para los santos (suponiendo que existan tales criaturas), pero no deja de ser un aspecto más de la vida, una vida ambigua, jodida y triste.

No obstante, algo es algo.

Rebecca ya no es Galatea ni Olimpia. El tiempo nos roba sin tregua, y cuando le pedimos que tenga compasión nos roba aún más. Mira su rostro cansado. Es su cara futura, hueca y pálida que llega día a día, un rostro que (como el de Peter) ni siquiera podrá despertar el ardor del pobre Mike Forth o del calculador y narcisista Dizzy. Tiene un mechón de pelo oscuro pegado a la frente pálida.

En ese momento parecen solo una pareja anónima en algún almacén, acurrucados y agradecidos como mínimo de estar en una habitación caldeada.

Pequeños copos grises caen dando vueltas, giran y se amontonan contra la ventana.

Peter mira cómo cae la nieve. Pobrecillo. Has derribado tu casa no en un acto de pasión, sino de descuido. Tú que te creías peligroso. Eres culpable no de transgresiones épicas, sino de crímenes insignificantes. Has fracasado del modo más bajo y humano posible: no has tenido en cuenta las vidas ajenas.

Ahí fuera, detrás del cristal, Bette Rice se ríe mientras saborea una copa de vino con su marido. Dizzy está volando y viendo una comedia romántica en una pantalla en miniatura con
La montaña mágica
abierta sobre su regazo. Bea está sacando hielo de la nevera que hay detrás de la barra, pensando que está harta y que tal vez debería viajar, tal vez debería… ir a alguna parte. A algún otro sitio. Uta está de pie ante la ventana de su dormitorio, fumando un cigarrillo y pensando en lienzos en blanco.

La nieve está cayendo sobre la urna en el jardín de Carole Potter, sobre los lechos de hierbas aromáticas, sobre las bocas rodeadas de pétalos de las flores de orégano. Una capa de nieve blanca cae sobre el jardín vacío mientras torbellinos de nieve giran en la plateada oscuridad.

No hay nadie para verlo. El mundo está haciendo lo que siempre hace, exhibiéndose ante sí mismo. No le interesan esas figuritas que van y vienen, los espectros que lo cuidan con devoción, que rastrillan los senderos de grava y de vez en cuando erigen rocallas, el niño-hombre de bronce, la copa esculpida que se llena de nieve.

Es la última nevada del año. Después, los días y las noches se irán volviendo más cálidos, los pequeños capullos de los tejos de los Potter se abrirán y florecerán.

Peter y Rebecca están en su dormitorio en esa noche tan fría.

Algo se alza en el interior de Peter, más como una planta que arrancara una mano invisible que como una levitación del alma. Nota las raíces que se sueltan como pelillos de su carne. Lo están sacando de sí mismo, quitando el caparazón de ese hombrecillo triste y anhelante, la figurita articulada con los ojos mal pintados, y el traje de poliéster. Pero, aunque haya sido una figura ridícula, también ha sido (gracias a Dios) un acólito, un adorador del amor, y sus piruetas eran solo para apaciguar a una deidad, por muy estúpidas y poco adecuadas que fuesen sus ofrendas. Ve caer la nieve y la habitación desde fuera, una modesta habitación, asediada por las inclemencias del tiempo, pero segura por el momento, un hogar para él y su mujer, hasta que otros ocupen su lugar. Si muriera o simplemente se fuese, ¿seguiría Rebecca notando su presencia? Sí. Han ido muy lejos juntos. Lo han intentado y han fracasado, lo han vuelto a intentar y han vuelto a fracasar, y, bien mirado, no les queda otro remedio que seguir intentándolo.

La observa.

Está radiante en su desdicha, sobria y espléndida, presente en todos sus detalles, en la frente pálida y despejada y en esa prominencia de las cejas digna de la diosa Atenea, en el tono gris de los ojos, la línea firme de la boca decidida y el bulto prominente de su barbilla casi masculina. Está ahí, ahí mismo, así es ella. No es ninguna copia fallida de su imagen juvenil. Es ella, exactamente así, extasiada y sometida al estrago del tiempo, incomparable, singular.

—¿Tú qué opinas? —dice.

Así es su voz, muy grave para tratarse de una mujer, un poco áspera, no del todo nítida, como si arrastrasen un palo por la arena. Todavía conserva, si se escucha bien, un rastro del antiguo acento de Richmond, suavizado por los años pasados fuera y que hace que una palabra como «opinas» suene musical.

He ahí el arte de Peter. He ahí su vida (aunque su mujer pueda dejarle, aunque haya fracasado en tantos aspectos). He ahí una mujer que no deja de cambiar, a la que es imposible vaciar en bronce porque ya no es la misma que cuando entró por la puerta, ni la que será dentro de diez minutos.

Tal vez no sea demasiado tarde. Quizá Peter no haya desperdiciado todas sus oportunidades.

Besa a Rebecca levemente en los labios agrietados.

—Sí —dice—. Creo que podríamos intentarlo. Sí.

Y empieza a contarle todo lo sucedido.

Agradecimientos

Y
o apenas sería poco más que un producto de mi propia imaginación sin mi agente, Gail Hochman, mi editor, Jonathan Galassi, y el amor de mi vida, Ken Corbett.

Si las descripciones del mundillo del arte contenidas aquí son mínimamente exactas se debe a Jack Shainman y Joe Sheftel.

De no ser por la generosa ayuda de Constance Gibb, no sabría nada de Greenwich, Connecticut.

Tampoco sabría nada de casi nada sin la ayuda de Meg Giles.

También estoy en deuda con Amy Bloom, Frances Coady, Hugh Dancy, Claire Danes, Stacey D’Erasmo, Elliott Holt, David Hopson, Marie Howe, Daniel Kaizer, James Lecesne, Adam Moss, Christopher Potter, Seth Pybas, Sal Randolph y Tom Grattan.

Título original:
By Nightfall

Edición en formato digital: febrero de 2011

© 2010, Mare Vaporum Corp. Publicado por acuerdo con el autor. Reservados todos los derechos.

© 2011, Random House Mondadori, S. A.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona

© 2011, Miguel Temprano García, por la traducción

Diseño de la cubierta: Random House Mondadori, S.A.

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ISBN: 978-84-264-1926-2

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