Cuando comer es un infierno (21 page)

BOOK: Cuando comer es un infierno
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Se identifican con los oprimidos, incluso de manera exagerada: creen haber sufrido en nombre de otras mujeres sacrificadas, y oponen ese sacrificio a otro internacionalmente reconocido, como fueron las matanzas de judíos. Y tratan de encontrar raíces comunes con otras referencias fácilmente reconocibles, como la Iglesia católica.

Su necesidad espiritual no pasa de esa superficie, y por lo general tampoco se siente satisfecha con ella. Nunca han recibido una formación en valores, mucho menos en valores espirituales, y esa hambre viene a unirse a las restantes.

Algunas no llevan tan allá esa tendencia, y se limitan a copiar las estructuras convencionales, como las autoras de las citas que abren los capítulos de la historia de Gloria.

Otros consejos que pueden encontrarse en estas páginas son eminentemente prácticos, y se refieren a la disminución del peso o a la anulación de la señal de hambre. Todo lo que ayude a perder peso es bienvenido, aunque algunos de los medios sean tan descabellados como éstos:

—Beber agua en cantidades exageradas, y siempre helada, de modo que el cuerpo haya de gastar calorías para mantener el calor corporal. Por la misma razón, no usar calefacción o tomar baños o duchas frías. O bien masticar hielo.

—Comer lo más despacio posible, masticar el mayor tiempo posible, cortar la comida en miles de pedacitos.

—Mantener un diario de comidas, incluyendo todas las calorías, hasta las de los chicles sin azúcar que consumen, y planear con toda exactitud la ingesta de cada día. Y, sea como sea, no superar nunca las 900 calorías.

—Tomar vitaminas para evitar que el pelo, las uñas o la piel delaten la dieta. Algunas de ellas se precian de conocimientos naturistas, y recomiendan vigorizantes o diuréticos naturales, como la cola de caballo, el ginseng, té verde, té de rosas, todo tipo de infusiones, y, por supuesto, la cafeína.

—Mover piernas y dedos constantemente, para consumir energía.

—Nunca comer después de las siete de la tarde, y no dormir menos de seis horas al día.

—Hacer tanto ejercicio como sea humanamente posible. Si se sufre de insomnio, aprovechar esas horas. Hacerse una bola, o golpear el estómago si se tiene hambre.

—Comer más verduras que frutas, o hacerse vegetariana. Siempre manejan listas de alimentos que, según ellas, consumen más calorías en su digestión que las que contienen. Los llaman «alimentos seguros», y son casi todas las verduras.

—Mantener el cinturón siempre apretado.

—Beber café o colas sin azúcar. Confían en que la cafeína les hará moverse más, estar despiertas, y atenuar el apetito.

—Comer con moderación las cosas que les gustan. Por moderación entienden dos porciones de chocolate del tamaño de un grano de arroz.

—No guardar los restos para evitar tentaciones. Si es imprescindible, meterlos en recipientes opacos. A cambio, se les permite olfatear los envoltorios de las comidas que les gustan.

—Temer el invierno, la época en la que se tiende a comer más y hacer menos ejercicio. Por eso mismo, intensificar la dieta.

—No emplear sal, ni azúcar, pero sí picante, que inhibe el apetito y les hace creer que eliminan grasas. Lo mismo ocurre con el zumo de limón, de papaya, de apio, de menta, con el vinagre, y la fibra, que animan a consumir en cantidades desorbitadas.

—No tragar, sino masticar y escupir la comida.

—Rondar la cocina continuamente, de modo que la familia crea que han comido. Mentir diciendo que se comió o se comerá en otra parte. Escupir la comida en la servilleta o una taza. Quejarse de dolor de estómago, de alergias alimenticias o de una úlcera. Encontrar trabajos o estudios a la hora de comer. Si los padres sospechan, decirles que les quieren y que no harían nada así, porque les heriría y se perjudicarían a sí mismas.

—Reducir las porciones a un octavo de lo normal.

—Emplear bandas blanqueantes en los dientes, de modo que mientras dura el efecto no pueden comer, o enjuagarse la boca con elixir sin diluir antes de comer, de modo que la comida no sepa bien.

—Rociar la comida ya preparada y a punto de ser consumida con detergente, de modo que quede inutilizada.

—Emplear cualquier método químico, legal o ilegal, saciante o inhibidor del apetito. No dejar de fumar, o comenzar, si no se tiene el hábito. En cambio, prohiben vomitar por el riesgo de ataques al corazón.

También recomiendan comprar un par de libros de cocina y repostería, y mirar las fotografías, convirtiéndolas así en una especie de pornografía alimenticia. Y si sienten deseos de cocinar las recetas, se les pide que calculen las calorías. O masticar durante horas dos trocitos de chocolate
light,
que no sean mayores que los consabidos dos granos de arroz. O sustituir el azúcar del café por medio plátano machacado, que contiene las mismas calorías, y potasio, por si se ven en la necesidad de vomitar.

Otra de las variantes a estas páginas son los diarios interactivos: las chicas inician un diario que cuelgan en páginas especializadas, y que pueden ser consultados por quien lo desee, o quien sea socio de la página. El proceso resulta escalofriante. Ante nuestros ojos, las niñas cuentan, día a día, con apenas seis horas de diferencia horaria, cómo se esfuerzan por continuar con su anorexia, o cómo se entregan a prácticas de ayuno y restricción de alimentos.

Es terrible verlo, conectarse y descubrir que Lisa, o Emma, o Sabrina, han perdido cuatrocientos gramos hoy, y que eso, unido a los que perdieron la semana pasada, les acerca cada vez más a la hospitalización. Y, sobre todo, sobrecoge descubrir que no tienen conciencia de su enfermedad, que se centran en la comida y en su peso, que no hablan con sus padres, que únicamente piden ayuda mediante una página web que no permite localizarlas ni ayudarlas.

El de Sylvia comenzó el catorce de enero de 2002, y sus entradas son diarias:

«(...) Muy bien, vayan por delante unas cuantas cosas sobre mí: me llamo Sylvia, tengo 16 años y quiero ser diseñadora de moda. Soy rubia, y tengo los ojos azules. He sido admitida para ser animadora el curso que viene, y también en el equipo de balón-volea. Tengo tres agujeros en cada oreja, y uno en la nariz que me hice el verano pasado. También tengo un
piercing
en el ombligo (mis padres todavía no lo saben). Cuando cumpla los 18 pienso hacerme uno en la lengua.

No tengo novio, me encanta leer y escribir mi diario, hablar por el móvil, todo lo que tiene que ver con ordenadores y recibir e-mails, como cualquier otra chica de mi edad, salvo por un dato: tengo problemas con la comida. Pero no me han diagnosticado anorexia, de modo que no puedo decir que sea anoréxica.

De todos modos, sí que tengo comportamientos anoréxicos: ahora mismo mido uno setenta y cinco, peso (qué vergüenza), 71 kilos 400 gramos, y tengo una talla cuarenta. Pero que conste que he adelgazado. Antes de ser anoréxica (o lo que sea), pesaba 82,7 kilos, y vestía la 44. Perdí siete kilos durante los ocho días de mi primer ayuno total, pero de todos modos no conseguí el objetivo que me había fijado para Navidades. En fin, no pasa nada. Desde hoy comienzo un programa intensivo de dieta, ayuno y ejercicio. Quiero llegar a los 56 kilos.

Tengo un gato, un macho precioso, de cuatro meses, que se llama Tímmy. Es mi mejor amigo, desde que rompí con mi amiga Sharon. Ahora ya no creo en eso de "La mejor amiga". Hago amigos muy rápidamente, el problema es conservarlos. Me gusta la gente un poco loca, y que sean alegres y habladores. Yo soy bastante callada, y ya tengo bastante con lo mío.

Mi cantante preferida es Britney Spears, pero no pude ir a verla por segunda vez estas Navidades, porque las entradas se agotaron antes de que mis padres me dieran el dinero. Mi serie preferida de televisión es
Friends.

Mis padres me han prometido que me quitarán las cicatrices que tengo mediante cirugía si dejo de cortarme durante un año (como si fuera a cumplirlo). He estado tres veces en urgencias por cortarme, pero nunca lo han incluido en mi historial. Una de las veces tuve que llevar un vendaje tan aparatoso que tuve que inventar que me había cortado con un jarrón. De eso hace año y medio, y todavía tengo la cicatriz (...)».

No conozco la existencia de ninguna página web pro anorexia en el ámbito español, o ni siquiera en este idioma. Ojalá en esta ocasión seamos capaces de escarmentar en cabeza ajena e impidamos que este fenómeno se dé entre nuestras adolescentes.

Conclusión. Modelos para vivir

Si algo aprendí de mi incursión en las páginas pro anorexia es la importancia que las figuras femeninas célebres tienen para estas jovencitas. Eran extraordinariamente sensibles a los cuerpos que se les presentaban, y recogían con fruición cualquier imagen de actriz o modelo que reuniera delgadez y belleza.

No basta con tratar los síntomas, no basta con curar a las enfermas: es necesario proponer nuevos modelos de mujer que se aparten de los que hasta ahora se han ofrecido. Es necesario que convivan nuevos perfiles femeninos, nuevos conceptos de belleza no excluyentes, y que se relaje la presión que se ejerce sobre las que hasta ahora son consideradas gurús de la moda y el estilo.

El número de celebridades que han reconocido, o de las que se sabe que han padecido trastornos alimenticios es interminable. Desde Oprah Winfrey, que ha hablado más de una vez en su famoso programa de sus luchas con el peso y la comida, a Elton John, que sufrió bulimia durante años. Algunos ya han muerto, como Alfred Hitchcock, comedor compulsivo, o Diana de Gales, bulímica, Muriel Hemingway, bulímica, o la gimnasta Christy Hienrich, cuya anorexia pudo con ella. La lista continúa: la escritora Sylvia Plath, con trastornos alimenticios, la hija de Sigmund Freud, Anna, anoréxica...

Han padecido anorexia Tracey Gold
(Los
problemas crecen),
la princesa Victoria de Suecia, Victoria Adams (la Spice Girl pija), Dolores O'Riordan (The Cranberries), Nancy Reagan, Billy Bob Horton. Los problemas de drogas de Whitney Houston, Joddie Kid y Kate Moss parecen haber estado íntimamente relacionados con la anorexia. Los trastornos y el bajísimo peso de la gimnasta Nadia Comaneci, dé Alanis Morrisette, de Geri Haliwell fueron debidos a la combinación de bulimia y anorexia. Algo similar puede decirse de Paula Abdul, de Janet Jackson, de Sarah Ferguson, de Brandi, de Courtney Thorne-Smith, que trabajó en
Melrose Place y
Ally McBeal,
curiosamente un semillero de trastornos alimenticios: también Calista Flockhart y Porcia de Rossi han sido sospechosas de sufrir anorexia. Incluso mujeres de las que poco cabría sospechar problemas de imagen, como Sally Field o Jane Fonda, padecieron esos problemas en su juventud.

El caso de Calista Flockhart resulta especialmente curioso: durante varios meses la prensa parecía obsesionada con mostrar las fotografías que revelaban el aspecto más enlaciado de la actriz. Ella negaba padecer anorexia. Siempre había sido delgada, se defendía, siempre había hecho ejercicio. Las imágenes muestran que en la segunda temporada de su serie
Ally McBeal
perdió mucho peso.

No resulta sensato presionar a nadie para que reconozca un trastorno alimenticio: en todo caso, debe ser un acto voluntario. Ni padecer alcoholismo, ni sufrir anorexia, ni formar parte de ninguna minoría racial, una tendencia sexual o una forma de vida da derecho a avasallar la intimidad de una persona: no puede exigirse a nadie, por famoso que sea, que se convierta en el abanderado de una causa. El respeto a la privacidad,
tan
difuso en estos momentos, debería concretarse y exigirse en casos como éstos.

Si Calista Flockhart era anoréxica, estaba en su derecho al intentar enfrentarse a ello en privado. En cualquier caso, la atención intensiva que recibió no le hubiera beneficiado en absoluto. Si no padecía anorexia, se la obligó a defenderse como si se tratara de algo vergonzoso. Una vez más, los cuerpos femeninos no gozan de respeto, son analizados, sopesados y juzgados sin piedad, en público. Esa actitud es una de las muchas que favorecen los trastornos alimenticios, y ha de cambiar si aspiramos a una sociedad más justa, y más sana.

A decir verdad, resultaban mucho más vergonzosos los presupuestos del argumento central de la serie: una chica aparentemente independiente y profesional, pero con una apariencia y un comportamiento infantil. Ally McBeal no queda en la memoria como una mujer digna y una abogada de mérito, pese a sus dificultades, sino como una muchachita histérica y obsesionada por el paso del tiempo, sus relaciones amorosas pasadas y presentes, y por el deseo de tener un hijo que, casualmente, es abogada. Si, como la publicidad presentaba, Ally McBeal es el retrato de la mujer contemporánea, poco se ha conseguido en la lucha por la igualdad y la independencia. Si, por el contrario, se la propone como ejemplo para las mujeres jóvenes contemporáneas, la sugerencia es simplemente inaceptable.

Mientras los únicos modelos que se les presenten a las niñas sean cuerpos, mientras no se valore a la mujer globalmente y no se considere positivamente otro valor aparte de la belleza, mientras no se abandone la imagen femenina como reclamo para vender objetos, mientras las mujeres feas o niñas o viejas resulten invisibles en los medios de comunicación, los esfuerzos por evitar la anorexia y la bulimia tendrán únicamente un éxito parcial. Los expertos repiten que se trata de enfermedades causadas por una multiplicidad de causas. Eliminemos al menos la explotación de la imagen femenina, y observemos hasta qué punto ese factor mejora las cosas.

No resulta tan difícil. El panorama actual está lleno de mujeres ejemplares, muy distintas e igualmente admirables. Incluso entre las profesiones consideradas tradicionalmente frivolas, y que suelen ser las que más influencia ejercen sobre las jóvenes, pueden encontrarse mujeres dignas de elogio e imitación.

TENGO UNA RESPONSABILIDAD

En un foro de opinión abierto en Internet se lanzaba muy recientemente una pregunta: ¿Se deberían prohibir en los medios de comunicación los anuncios publicitarios que inciten a conseguir un cuerpo esbelto? ¿Es nuestra sociedad lo suficientemente madura como para optar por distintos patrones estéticos?

Durante varios días las opiniones se sucedieron, casi todas con puntos de vista encontrados. Se hablaba de la libertad de expresión, y de la necesidad suprema de defenderla. Se temía una sobreprotección del Estado: «Esto no son más que modas que vienen de Estados Unidos, donde todo está prohibido». Se negaba la influencia de esos anuncios: «A los hombres les gustan más las mujeres con formas». Se minimizaba la cuestión: «¿Y la frustración que me produce a mí no poder comprarme un Ferrari, qué? Por esa misma regla de tres deberían prohibir los anuncios de coches». Se defendía la libertad del individuo: «Si a mí me apetece dejar de comer para adelgazar nadie me lo puede prohibir, allá yo con mi cuerpo y mi salud». La perspectiva de prohibir despertaba urticarias: «No hay que prohibir, hay que educar... eso de prohibir me parece una expresión demasiado fuerte... prohibir sería inútil...». Un participante abogaba por la creación de algún órgano de protección para defender a los más desprotegidos, pero el resto parecía inclinarse avasalladoramente por la posibilidad de educar.

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