Cuando comer es un infierno (17 page)

BOOK: Cuando comer es un infierno
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Pues claro que bajé, yo continuaba a mi rollo. Un día antes de volver a la consulta pesaba 45. ¡En qué lío me había metido! ¡Aiiiix! Tenía que inventar algo con toda urgencia. Pensé anoréxicamente, es decir, inimaginablemente. La idea que se me ocurrió fue colocarme unas pesas como las que me hacían poner en patinaje, de esas que se atan al tobillo, y elegir un pantalón ancho de hilo, para que pudiera dejármelo puesto, porque si llevaba tejanos el médico decía que pesaban mucho y que me los tenía que quitar. Me puse dos kilos en cada pierna y bebí muchísima agua.

Fui al médico con un miedo horrible, si me pillaba me ingresaba seguro, y eso era lo que menos quería. Pero no me pilló, ni en aquel momento ni durante los tres años que continué así. Me salí con la mía, pero me prohibió hacer deporte. Yo protesté, pero veía que tenían razón porque casi no podía ni subir las escaleras de casa.

Tenía que ir al médico dos veces a la semana, de modo que cada día acarreaba mis pesas y así mantenía mi peso constante, a veces 50, otras 51 y otras 52.

Hoy veo que ése fue mi mayor error, el de engañar al médico. Ahora preferiría mil veces que me hubieran ingresado, porque durante ese tiempo, y durante el que me quede, comencé a sufrir las consecuencias. Pero entonces yo estaba segurísima de que no estaba enferma, de que eran tonterías de los demás.

No sé cómo, pasé de la anorexia a la bulimia otra vez. Me volvió a atacar aquella gran ansiedad, pero ahora mucho más fuerte. Llegaba a meterme ocho o nueve atracones en un solo día, a veces más, y me provocaba el vómito nueve veces diarias, más o menos. No había resuelto mis trastornos de la alimentación, así que durante cuatro años pasé de extremo a extremo.

Mi parte anoréxica me decía lo mala que era, y me hacía sentir culpable, pero yo no encontraba límites, y si empezaba con un bombón tenía que comerme toda la caja. Si había roto una norma, ya no importaba hasta qué punto. Eso no hacía más que aumentar mi angustia, de modo que comía, y comía, y comía. Y a todos estos atracones les seguía un remordimiento muy grande que me hacía sentir fatal conmigo misma: me sentía fracasada, fea, gorda... así que corría al baño y vomitaba. Si había alguien en casa me iba al lavabo del pabellón de hockey, y si no al del colegio. La cuestión era sacar todo lo que había comido.

Me daba igual dónde tenía que vomitar, me daba igual recorrer kilómetros, me daba igual vomitar en una bolsa, escondida debajo de la cama, o en el armario (más de una vez lo he hecho). La cuestión era vomitar, y yo tenía que hacerlo por mucho que no pudiera y por mucho que me lo prohibiesen. Si me lo impedían me metía debajo la cama y lo hacía allí. Luego lo tiraba al contenedor de la basura; suena mal y es de locos, pero en aquellos momentos yo lo veía como lo más normal del mundo.

Y si pasaba por el súper o por una pastelería, me gastaba montones de dinero en comida; era mi droga, yo lo notaba así. Estaba en clase y pensaba en qué me compraría para merendar. Cuando salía entraba en dos supermercados y una pastelería y compraba mi dosis. Llegaba a casa y la devoraba. Me metía un pastelito en la boca, pero aún no me lo había tragado y ya engullía el donut, y luego helado, y pan, y queso, todo, todo lo que pillaba. Mi madre estaba contenta porque veía que comía, pero no sabía que lo hacía de aquella manera, ni que entonces estaba en la bulimia.

Así he pasado cuatro años, de la anorexia a la bulimia y viceversa, pensando que estaba en un pozo sin fondo. Y bueno, en el plan en el que iba era imposible curarme. Pasé tres años en terapia y con el psiquiatra, pero la verdad, no me sirvió de nada, y todo por ser tan cobarde y esconder mi peso detrás de unas pesas. Y también por no tener la suficiente confianza con mi psicóloga. En estos años me han ingresado dos veces, pero no por ese motivo... bueno, en cierto modo sí. Como mi cuerpo estaba ya tan hecho polvo por pasar de un extremo a otro y por los vómitos, hubo un tiempo en el que todo lo que comía lo vomitaba. Me ingresaron una semana cada vez.

Me arrepiento muchísimo de no haber confiado en mi psicóloga, y a veces siento ganas de volver y decírselo. Hace tres meses que me han dado el alta, pero si soy sincera, aunque ya no haga nada, siempre tengo en mente la idea de dejar de comer, o cuando acabo de comer pienso que ése sería un buen momento para ir al lavabo a vomitar, siempre tengo ese pensamiento. No estoy aún curada del todo, pero podría estarlo si no hubiera jugado tanto conmigo misma y con los médicos, porque al fin y al cabo ellos están para ayudar, no para competir, y yo les retaba, a ver quién ganaba, si ellos ingresándome o yo impidiéndolo y engañándolos. En aquel momento gané yo, pero hoy por hoy y durante toda mi vida seré yo la que habré perdido, todo por el orgullo anoréxico que me dominaba en aquellos momentos.

Me arrepiento de todo lo que he hecho, porque es ahora cuando sufro las consecuencias y cuando no quisiera que fuera así. Antes me daba igual si me moría de hambre, o de un ataque al corazón provocado por los vómitos, pero ahora no, ahora sé que he desperdiciado cuatro años de mi vida, y que nunca los podré recuperar, y quién sabe, tal vez muchos más, porque no sé los problemas que vendrán en el futuro.

Una vez fuera de la enfermedad eres otra persona, con otro carácter: yo nunca pensé que pudiera salir. Aunque considero que me puedo controlar, aún no puedo dominar mi pensamiento anoréxico-bulímico. Pero eso ocurrirá con el tiempo, cuando vea que he ganado yo, que ha ganado mi fuerza de voluntad, porque lo que me hace seguir hacia adelante es pensar en el futuro. Veo la vida de otra manera, y quiero vivirla, y no quiero perder ningún año más.

Todas las anoréxicas decimos que queremos salir de la enfermedad, pero hay algo que nos lo impide: en el fondo no lo deseamos, y nosotras mismas dejamos que gane el lado negativo en vez del positivo, el de volver a ser una persona normal, y vivir en el mundo real sin escondernos detrás de la comida.

Hay mucho miedo a la hora de salir, miedo a engordar, miedo a perder el control... eso decimos, pero lo que pasa, al menos a mí, es que en realidad el miedo es a volver al mundo real, un mundo y una forma de vivir totalmente diferentes a los que me había acostumbrado. Prefería seguir donde estaba, por muy mal que lo estuviera pasando, a recuperarme y enfrentarme con una realidad que ya no conocía, esa donde la gente no se preocupa por la comida ni por nada relacionado con ella. Yo pensaba que de esa forma no se podía vivir, pero, amigas mías, amigos míos, sí que se puede y se vive muy bien, mucho mejor que en nuestra obsesión. Es difícil curarse, pero si se quiere y se lucha se puede. No puedes esperar a que te lo hagan todo los médicos, los amigos o los familiares. Depende de tí y de tus ganas. Tienes que pensar en positivo y sin mirar atrás: sólo se visita el pasado para coger impulso. Cuando os venga a la mente algún remordimiento, examinad cómo habéis vivido, lo mal que lo habéis pasado, lo que ha supuesto para vosotros esta enfermedad y todo el tiempo que habéis perdido con ella. Esa idea os proyectará hacia adelante, porque lo que realmente importa es curarse, salir y ser feliz. Eso es lo que se puede cambiar, el pasado no, y no podemos vivir siempre en él. En la vida hay mil cosas por hacer. Cuidad de cada minuto, de cada segundo. Si no lo tenéis en cuenta, el tiempo se desvanece, y luego es demasiado tarde para volver atrás.

Cecilia

En muchas ocasiones, las bulímicas no se limitan a causarse el vómito para liberarse de la comida, de la sensación de peso y de haber cometido un pecado: recurren a otros métodos químicos que resultan tremendamente nocivos para la salud.

Obtenerlos resulta mucho más sencillo de lo que parece. Aveces encuentran diuréticos o pastillas para adelgazar en su propia casa, medicamentos que los mayores usaron durante algún tiempo y se olvidaron de tirar, o que aún usan. Ellas se las ingenian para robarlos con la misma astucia con la que consiguen comida, o buscan excusas para comprarlos sin receta.

Cuando estaba en la universidad, acompañé a una de mis amigas a comprar laxantes para su padre. Describió a un hombre grande con un terrible episodio de estreñimiento, y la farmacéutica, que sin duda no tenía razones para desconfiar, le vendió un potente medicamento. Si cualquiera de las dos hubiéramos deseado emplear ese laxante con otros fines, no hubiera existido ningún problema. Mi amiga era entonces menor de edad, pero nadie comprobó ese dato.

En la actualidad, los alimentos ricos en fibra se anuncian asociando la regularidad intestinal a la esbeltez y a un estómago plano. Esos alimentos son adorados por las enfermas, que en muchos casos desean ir aún más allá, empleando medicamentos para purgarse.

Diuréticos suaves, supuestamente procedentes de plantas, pero en comprimidos, aparecen en las farmacias y tiendas naturistas como setas en primavera más o menos por esa época. Cuando los miedos al bañador asoman, y la odiada celulitis atemoriza a más de una, estos productos dicen solucionar la retención de líquidos. En ninguna de estas tiendas he comprobado que se negara la venta a menores.

En esta fobia a la retención de líquidos y a la fluctuación de peso se adivina una vez más el rechazo a la constitución de la mujer, cuyo peso y volumen oscilan mensualmente debido a los procesos hormonales que la conforman como fémina. La celulitis, enemigo contra el cual la batalla está perdida de antemano, se ha exagerado y demonizado hasta faltar a la verdad. La celulitis no indica que la piel esté enferma, ni está causada por toxinas, como muchas veces han difundido las marcas de cosméticos que buscan un aumento de ventas. Sus causas son hormonales, y según los científicos, aunque en la actualidad se ha llegado a la máxima eficacia posible en cosméticos, ninguno de ellos hace desaparecer la piel de naranja. La solución a la celulitis, si la hay, vendrá de la mano de la medicina, no de la cosmética. Y llegados a este punto sería recomendable cuestionarse si merece la pena medicarse para eliminar un fenómeno perfectamente natural que afecta a un noventa por ciento de las mujeres adultas.

Sin embargo, la idea de que los diuréticos terminan con la celulitis ha calado fuertemente entre las bulímicas, tan sensibles a la percepción de su cuerpo, y fácilmente influenciables.

Pocas personas saben más y han padecido más con estos sistemas que Cecilia, que sufrió bulimia durante doce años y logró superarla; experimentó con todo tipo de trucos para acelerar la pérdida de peso. Ahora es auxiliar de clínica, ayuda a chicas en proceso de recuperación, y trata ella misma de recobrarse de los abusos con que acosó a su cuerpo durante más de una década.

***

Todas hemos vomitado, por supuesto. Una no es bulímica si no ha pasado por ello. Podrá tener cualquier tipo de trastorno, pero no una bulimia propiamente dicha. En un principio, yo tenía que inducirme el vómito: tomaba leche, casi medio litro, me metía el dedo en la boca y me las arreglaba así. He conocido chicas que se metían objetos que hubieran sido prohibidos por la convención de Ginebra: incluso clavos y cuchillos...

Una chica se golpeaba en el estómago hasta que le dolía tanto que vomitaba. Otra, que murió, ataba trocitos de comida con seda dental, y una vez que se los había comido tiraba del hilo hasta que salían de nuevo.

Esto te destroza por dentro. Causa heridas en muy corto plazo, y no te permite bajar de peso. Si lo logras, apenas dura unos días. No merece la pena. Yo me destrocé las cuerdas vocales, y ahora me quedo afónica con mucha facilidad, casi todas las semanas. Se me inflama la garganta, y soy alérgica a casi todos los antibióticos. ¿Tengo que decirte qué me hizo ser alérgica? Exactamente, la bulimia, y todas las barbaridades que hice con mi cuerpo y la comida.

Lo siguiente a lo que se suele recurrir es a los laxantes. Si los usas, no te avergüences, y díselo inmediatamente a tu médico o terapeuta: mucha gente los emplea, aunque eso no significa que esté bien, por supuesto, sólo que no debes sentirte la única.

La gente que yo he tratado puede llegar a tomar desde uno o dos laxantes diarios hasta más de setenta. Yo misma andaba en torno a los treinta... ¡Al día! Comencé robándoselos a mi abuela, que debía tomar dos en caso de estreñimiento. Para eso sirven, y para eso han de tomarse.

La idea de que los laxantes adelgazan es errónea: lo más probable es que ralenticen tu metabolismo, y que alteren tu sistema digestivo y de eliminación. He observado que en general las adictas a los laxantes han engordado desde que comenzaron el proceso, debido a un estreñimiento crónico, muy doloroso. Pueden envejecer tu organismo, y sin duda, lo dañarán irremediablemente.

Lo que los laxantes causan es una pérdida de líquido, de agua, que es siempre transitoria, y que no te hará perder una sola caloría. Los alimentos se absorben de la misma forma. Si te deshidratas, cosa que le ha pasado a muchos adictos a los laxantes, corres un alto riesgo de morir. Te sentirás mareada, y antes de que te des cuenta, tu corazón se parará.

Incluso si no llegas a esos extremos, los laxantes tienen un terrible efecto sobre los procesos del cuerpo, que se malacostumbra. Muy pronto necesitarás realmente los laxantes para ser capaz de defecar normalmente, y cuantos más tomes, más necesitarás. Los músculos del colon se ven afectados, y lo más probable es que enfermes.

A mí tuvieron que extirparme buena parte del colon cuando tenía veintinueve años, aunque por lo general eso sólo les ocurre a los ancianos de más de setenta. Imagínate lo deteriorado que lo tenía. Lo que no podrás imaginarte es lo doloroso que fue.

Hasta llegar a ese punto, pasé muchas horas buscando un cuarto de baño. Cuando los pinchazos y las contracciones comienzan, no puedes controlarlas. Muchas veces no llegas a tiempo. Imagínate lo que es hacérselo encima sin poder evitarlo, y que te pille lejos de tu casa... Yo tenía que llevar en el bolso medias, bragas y una falda de repuesto. Para colmo, la gente que usa laxantes huele mal, y huele mal continuamente. Da igual lo mucho que te laves, o el desodorante que uses... Es humillante y doloroso ver a los demás olisqueando el aire en el autobús o el ascensor, y saber que eres tú... el miedo a que lo descubran... la vergüenza...

Puede que tengas la tentación de pensar que si el líquido engorda, siempre puedes tomar diuréticos que solucionen ese problema... Para comenzar, tú no tienes el problema que exige el uso de diuréticos, que son las retenciones de líquidos con complicaciones médicas. Y, nuevamente, los diuréticos no adelgazan. Con beber un vaso de agua has repuesto el peso perdido. Ni siquiera te ayudarán a reducir la celulitis.

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