Read Cuando éramos honrados mercenarios Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
Tags: #Comunicación, Periodismo
No es verdad que en España corra peligro la lengua castellana, conocida como español en todo el mundo. Al contrario. En el País Vasco, Galicia y Cataluña, la gente se relaciona con normalidad en dos idiomas. Basta con observar lo que los libreros de allí, nacionalistas o no, tienen en los escaparates. O viajar por los Estados Unidos con las orejas limpias. El español, lengua potente, se come el mundo sin pelar. Quien no lo domine, allá él. No sólo pierde una herramienta admirable, sino también cuanto ese idioma dejó en la memoria escrita de la Humanidad. Reducirlo todo a mero símbolo de imposición nacional sobre lenguas minoritarias es hacer excesivo honor al nacionalismo extremo español, tan analfabeto como el autonómico. Esta lengua es universal, enorme, generosa, compartida por razas diversas mucho más allá de las catetas reducciones chauvinistas.
La cuestión es otra. Firmé porque estoy harto de cagaditas de rata en el arroz. Detesto cualquier nacionalismo radical: lo mismo el de arriba España que el de viva mi pueblo y su patrona. Durante toda mi vida he viajado y leído libros. También vi llenarse muchas fosas comunes a causa del fanatismo, la incultura y la ruindad. En mis novelas históricas intento siempre, con humor o amargura, devolver las cosas a su sitio y centrarme donde debo: en el torpe, cruel y desconcertado ser humano. Pero hay un nacionalismo en el que milito sin complejos: el de la lengua que comparto, no sólo con los españoles, sino con 450 millones de personas capaces, si se lo proponen, de leer el Quijote en su escritura original. Amo esa lengua-nación con pasión extrema. Cuando me hicieron académico de la RAE acepté batirme por ella cuando fuera necesario. Y eso hago ahora. Que se mueran los feos.
Quien afirme que el bilingüismo es normal en las autonomías españolas con lengua propia, miente por la gola. La calle es bilingüe, por supuesto. Ahí no hay problemas de convivencia, porque la gente no es imbécil ni malvada, ni tiene la poca vergüenza de nuestra clase política. La Administración, la Sanidad, la Educación, son otra cosa. En algunos lugares no se puede escolarizar a los niños también en lengua española. Ojo. No digo escolarizar sólo en lengua española, sino en un sistema equilibrado. Bilingüe. Ocurre, además, que todo ciudadano español necesita allí el idioma local para ejercer ciertos derechos sin exponerse a una multa, una desatención o un insulto. Métanse en una página de Internet de la Generalidad sin saber catalán, por ejemplo. De cumplirse el propósito nacionalista, quien dentro de un par de generaciones pretenda moverse en instancias oficiales por todo el territorio español, deberá apañárselas en cuatro idiomas como mínimo. Eso es un disparate. Según la Constitución, que está por encima de estatutos y de pasteleos, cualquier español tiene derecho a usar la lengua que desee, pero sólo está obligado a conocer una: el castellano. Lengua común por una razón práctica: en España la hablamos todos. Las otras, no. Son respetabilísimas, pero no comunes. Serán sólo locales, autonómicas o como queramos llamarlas, mientras los países o naciones que las hablan no consigan su independencia. Cuando eso ocurra, cualquier español tendrá la obligación, la necesidad y el gusto, supongo, de conocerlas si viaja o se instala allí. En el extranjero. Pero todavía no es el caso.
Y aquí me tienen. Desestabilizando la cohesión social. Fanático de la lengua del Imperio, ya saben. Tufillo franquista: esa palabra clave, vademécum de los golfos y los imbéciles. La puta España del amigo Rubianes. Etcétera. Así que hoy, con su permiso, yo también me cisco en las patrias grandes y en las chicas, en las lenguas –incluida la mía– y en las banderas, sean las que sean, cuando se usan como camuflaje de la poca vergüenza. Porque no es la lengua, naturalmente. Ése es el pretexto. De lo que se trata es de adoctrinar a las nuevas generaciones en la mezquindad de la parcelita. Léanse los libros de texto, maldita sea. Algunos incluso están en español. Lo que más revienta son dos cosas: que nos tomen por tontos, y la peña de golfos que, por simple toma y daca, les sigue la corriente. Pero de ellos hablaremos la semana que viene.
El Semanal, 24 Agosto 2008
La semana pasada se acabó la página cuando les comentaba cómo ni el Gobierno central ni algunos gobiernos autonómicos garantizan el libre uso del castellano, o español, en la Administración, Sanidad o Educación de toda España. Franquismo al revés: antes era el español forzoso para todo, y ahora es la lengua local la obligatoria. Cuando los nacionalistas buscaban parcelita, la palabra bilingüismo era mágica: daban el alma por rotular también en catalán, gallego o vascuence. Ahora proclaman sin disimulo el ideal de una nación monolingüe, aunque no encaje en la realidad de la calle. Pese a que su mala fe es evidente, aún hay palmeros y cómplices afirmando que eso es progresista; y denunciarlo, resabio imperial. Y mientras tanto imbécil –en el más honrado de los casos– mira al tendido o lleva el botijo, cuatro golfos oportunistas han convertido las respectivas lenguas, valiosas herramientas culturales y de comunicación, en filtro sectario para excluir a los no afines y promocionar en el trabajo y la sociedad a su clientela exclusiva. Marginando la excelencia profesional a favor de la lingüística, como si contara más el idioma que la habilidad de quien opera con un bisturí. Tal es el sentido de la sobada cohesión social: hablar sólo una lengua propia como si la común, el español, no lo fuese. Empeño legítimo, por cierto, para un catalán, un vasco o un gallego nacionalistas; pero injusto para quien no lo es. En una España llena de naturales e inmigrantes que van de una autonomía a otra buscando trabajo, es un disparate negarles el único idioma que permite comunicarse en todo el territorio nacional –y también fuera de él– con soltura y libertad.
En esta canallada política nadie tiene la exclusiva. Los graves cantamañanas del Pepé, reunidos hace mes y pico en San Millán de la Cogolla para proclamar su apoyo a la lengua española, podían haberlo hecho con más eficacia y menos demagogia durante los ocho años que estuvieron en el poder. Entonces, la peña del amigo Ansar tragó de todo. Como tragará en el futuro, por mucho que ahora subscriba el manifiesto de la Lengua Común o el de la Lirio, la Lirio tiene, tiene una pena la Lirio. Así que, en mi opinión, Mariano Rajoy puede meterse la adhesión donde le quepa. Por culpa de tanto oportunista, al final siempre terminan vendiéndonos la lengua española como enfrentamiento entre derecha e izquierda; cuando, en realidad, los políticos de derechas tienen tanta desvergüenza como los de izquierdas. Es cosa del puerco y común oficio.
En cuanto a los que se llenan la boca de República o Guerra Civil, cuya realidad tanto manipulan, hay que recordarles que la mayor parte de quienes lucharon por esa República no lo hicieron para darles un cortijo con lengua propia a cuatro mangantes, sino para que una España de ciudadanos fuese más culta, libre y solidaria. Uno comprende que la derecha, con su desvergüenza innata, vaya y venga envuelta en toda clase de farfollas trompeteras. A fin de cuentas, su discurso es, a escala nacional, el que los nacionalistas mantienen a escala cutre. En cuanto a la izquierda, algunos llevamos treinta años preguntándonos qué pito toca en ese apoyo suicida al nacionalismo, que no fue de izquierdas nunca: situar ahí a Arzallus, Ibarretxe o Pujol es un desatino indecente. Como dijo Juan Marsé: «En la postguerra me putearon los padres y en la democracia sus hijos. Pero siempre me putearon los mismos».
Hay menos injusticia, afirmaba Montaigne, en que te roben en un bosque que en un lugar de asilo. Es más infame que te desvalijen quienes deben protegerte. Pensé en eso oyendo al presidente Zapatero referirse al Manifiesto de la Lengua Común, cuando expresó su esperanza de que la derecha «no se apropie del idioma español como hizo con la bandera». Todavía estoy dándole vueltas a si lo del presidente es candidez o cinismo. La derecha se apropió de la bandera española porque, desde la Transición, la izquierda se la regaló gratis, negándose a utilizarla hasta veintitantos años después: los mismos que ha tardado el Pesoe en pronunciar la palabra España. Y al final, entre unos y otros, han conseguido lo mismo que con la bandera. Lo que ya pasa en algunos colegios: que al niño que habla en español lo llamen facha.
Por eso me adherí al manifiesto. Confirma mi decisión el recular de los cobardes, el silencio de los corderos y el runrún de los tontos: los equidistantes que siempre acaban favoreciendo al verdugo. Me reafirma la furia de los caciques paletos y los escupitajos de mala fe de quienes tienen la osadía de llamar nostálgicos del franquismo, e incluso extrema derecha –lo han hecho consejerías de cultura autonómicas y miembros del Gobierno– a firmantes como Miguel Delibes, Carlos Castilla del Pino, José Manuel Sánchez Ron, Luis Mateo Díez, Álvaro Pombo, Margarita Salas, o yo mismo. Luego algunos se extrañan de que me cisque en su puta madre.
El Semanal, 31 Agosto 2008
Hace muchos años, cuando algún cantamañanas intentaba hacerse socialmente grato con zalemas y sonrisas, un familiar muy cercano y muy querido solía comentar aparte, en tono ecuánime, dirigiendo a veces una sonrisa cortés al interesado: «Es simpático, el imbécil». Me ha recordado eso la última campaña de consejos automovilísticos en autopistas y autovías españolas. Había allí mensajes razonables, por supuesto. Informativos y útiles. Pero uno de ellos me hizo recordar la frase familiar. El mensaje era «Gracias por no correr». Cada vez que lo veía en un paso elevado o una curva, me acordaba de aquello. Son simpáticos, me decía. Los imbéciles.
Es como para echar la pota, creo, lo mucho que a la autoridad competente, sea la que sea, le gustan esas cosas: gracias por no correr, por no robar, por no matar a nadie. Gracias por ser buen chico, como nosotros. Por ser una criatura chachi y solidaria, a tono con los tiempos. Por eso funcionan tales simplezas, supongo, y nos adaptan a ellas la política y la vida. Incluso hay quien vive de eso: de que parezca que las cosas realmente son así y es posible vivir en una permanente gilipollez; creyendo que dar las gracias por no correr, por ejemplo, basta para que todos seamos mejores y nos queramos más. Para justificar un sueldo, o veinte millones de votos. Gracias por no correr, gracias por no conducir mamado, gracias por no reventar al prójimo, gracias por no asesinar a nadie hoy. Por jugar con nosotros al buen rollito, colega. Por no pasar de ciento veinte kilómetros por hora. Tan agradecidos estamos, oyes, que en el próximo control de la Guardia Civil, los Picoletos sin Fronteras te van a dar un beso en la boca. Smuac. Por bueno, chaval. Por obediente. Y luego se van a poner a cantar y a bailar contigo en mitad de la carretera, igual que en Siete novias para siete hermanos, mientras los demás conductores pasan alegres como en los finales de comedia sentimental americana, sonríen solidarios y tocan el pito, felices, chorreando mermelada.
Pues no, oigan. Discrepo. En lo que a mí se refiere, cuando voy por la carretera con un ojo en el velocímetro y otro en los innumerables hijos de puta que pasan a ciento ochenta, no quiero que los paneles me den las gracias por no correr ni por ninguna otra maldita cosa. Nadie va más despacio por eso. Lo que necesito, si se me calienta el acelerador, es que alguien con autoridad, en los paneles o en donde sea, me advierta de que si meto la gamba me va a crucificar en cinemascope. Sin piedad. No quiero sonrisitas, guiños y achuchones afectuosos, sino que me pongan las cosas claras. «Si corres, te vas a romper los cuernos», por ejemplo, da poco lugar a equívocos. «No te pases un gramo, que te lo pesan», es otra posibilidad. Sin excluir «Como vayas rápido, te metemos el carnet por el ojete», «Recuerda que tu futura viuda todavía está potable» o «Como te pillemos borracho vas a jiñar las plumas, cabrón». Cosas así, vamos. Directas. Elocuentes.
Y es que, oigan. Nada más cursi y empalagoso que el Estado cuando se pone en plan simpático, o lo pretende. Porque el Estado no puede ser simpático nunca. Lo suyo es recaudar, reprimir, organizar. Dar por saco. El Estado es el mal necesario, a menudo en manos de golfos innecesarios. Intrínsecamente antipático hasta las cachas. Así que no veo por qué sus ministerios, direcciones generales o quien sea, deben componer sonrisitas cómplices a mi costa. En lo que al arriba firmante se refiere, el Estado puede meterse el paternalismo amistoso en la bisectriz. Cada uno en lo suyo, qué diablos. Respetar las limitaciones de velocidad no es algo que un panel de Tráfico deba agradecerme. Es mi seguridad y la de otros. Si cumplo, soy un fulano prudente y razonable. Si no, soy un irresponsable, un cretino y un desalmado, acreedor a un funeral prematuro o a que me sacudan en la cresta con todo el peso de la ley. Punto.
En un mundo ideal, tipo bosquecito de Bambi, todo eso estaría de perlas. Valses de la Cenicienta, ya saben. Eres tú el príncipe azul. Pero éste es el mundo real. La peña sólo respeta al prójimo cuando no cuesta esfuerzo ni dinero; en lo otro va a lo suyo. No hay más eficaz apelación a la conciencia de un ciudadano que prevenirlo por el artículo catorce: si delinques, te molemos a hostias. Lo demás es demagogia, buenismo idiota y milongas. Y además es mentira. Las gracias por no correr pueden y deben dárselas los conductores unos a otros en la carretera. Ellos sí, naturalmente. Pero una Dirección General de Tráfico, o quien sea, no tiene por qué. Que se ocupe de sus asuntos y nos evite frasecitas chorras que insultan la inteligencia de quien las lee. Lo que tienen que hacer los Estados y los gobiernos, y aquel a quien corresponda, no es derrochar cariñitos, sino eficacia: guardias civiles que inspiren respeto y radares que trituren carnets. Machacar al infractor, como es su obligación, y ahorrarnos simpatías imbéciles.
El Semanal, 07 Septiembre 2008
Hay una fotografía que me gusta mucho. La tengo delante mientras le pego a la tecla. Fue tomada en París el 26 de agosto de 1944, al día siguiente de la liberación de la ciudad por la 2ª División Blindada del general Leclerc, donde figuraban antiguos combatientes republicanos españoles. El día anterior, la división había entrado en la ciudad llevando en cabeza a la 9ª Compañía, tan llena de compatriotas nuestros que varios de sus vehículos tenían pintados los nombres de Brunete, Ebro, Belchite, Teruel, Guernica, Don Quijote y Guadalajara; y en los partes de combate con las órdenes que el capitán de la 9ª, Raymond Dronne, dio ese día a sus unidades de vanguardia, figuran los nombres de los jefes de algunas de éstas: Montoya, Moreno, Gra-nell, Bernal, Campos y Elías.