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Authors: Katharine Ashe

Tags: #Histórico, #Romántico

Cuando un hombre se enamora

BOOK: Cuando un hombre se enamora
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Tras años como agente secreto del Falcon Club, Lord Blackwood sabe que es el momento de regresar a Escocia. Sin embargo, una tentación amenaza sus planes: Kitty Savege, una dama que ha estado envuelta en un escándalo y que le calienta la sangre como el buen whisky. Pero un peligroso enemigo se interpone en el camino del deseo, y para luchar contra aquel Leam necesitará la ayuda de la joven.

Katharine Ashe

Cuando un hombre se enamora

Falcon Club - 1

ePUB v1.1

theonika
28.04.13

Título original:
When a scot loves a lady

Katharine Ashe, 2012.

Traducción: Noelia Sanabria Personat

Editor original: theonika (v1.0 a v1.1)

ePub base v2.1

Dedicado a Lucia Macro y Kimberly Whalen.

En palabras del hijo predilecto de Escocia,

que tu vida día a día tenga calma.

No lento largo en la acción,

pero sí un allegretto forte dichoso

flujo armonioso,

Una danza strathspey magnífica, animada, atrevida:

Encore! ¡Bravo!

Con mi mayor gratitud.

Prólogo

Londres, 1813

Una dama elegante dotada de un elevado nivel intelectual no debería mirar fijamente a un hombre. A los veintidós años, y ya con un gusto y refinamiento exquisitos, no debería sentir la necesidad apremiante de estirar tanto el cuello para ver pasar a un Luis
XIV
corpulento coqueteando con una Cleopatra pechugona.

Pero una dama como Katherine Savege, de noble familia y con una reputación mancillada, acostumbrada a la censura mordaz de la sociedad, en ocasiones podía permitirse estas pequeñas indiscreciones.

La Reina del Nilo se movió y Kitty obtuvo otra visión de aquella figura masculina plantada en la entrada del salón de baile.

—Mamá, ¿quién es ese hombre? —su voz suave, apenas un susurro, no contenía ni una sola nota de curiosidad pueril. Era como el raso, se movía como olas que acarician la orilla y cantaba como un ruiseñor. O al menos eso le decían sus pretendientes cuando la halagaban.

En realidad, ya no cantaba como un ruiseñor ni, de hecho, como ninguna otra ave. No desde que un hombre vil le había arrebatado la virtud y desatado su ansia de venganza.

El ansia de venganza y el dulce canto no conviven bien en el alma de una mujer.

En cuanto a los pretendientes, ahora ella se veía obligada a soportar más tentativas y proposiciones que declaraciones sinceras. Pero no tenía a nadie a quien culpar, a excepción de ella misma y aquel malvado, por supuesto.

—El caballero alto —precisó—, el del perro.

—¿Un perro? ¿En un baile? —la condesa viuda de Savege inclinó la cabeza; su cabello plateado y la corona de joyas incrustadas brillaban a la luz de un centenar de velas de araña.

Una gorguera isabelina ceñía sus severas mejillas, obstaculizándole los movimientos. Pero sus ojos pardos, perspicaces y delicados, siguieron la mirada de su hija a través de la multitud. ¿Cómo se atrevían?

—En efecto —Kitty resistió el impulso de mirar de nuevo hacia la puerta. Si se inclinaba demasiado hacia un lado el vestido, que recordaba el atuendo de una diosa griega, podía deslizarse impúdicamente. Su madre nunca debería haber permitido que se lo pusiera, mucho menos que lo luciese en público.

Pero después de treinta años de matrimonio con un hombre que públicamente alardeaba de tener una amante y con un hijo mayor que era un libertino incorregible, la condesa no era precisamente una esclava del decoro. Así, la asistencia de Kitty al baile de máscaras rozaba temerariamente el escándalo. Desde luego, ella no debería estar allí, pues eso no hacía más que confirmar los rumores.

No obstante, Kitty se lo había implorado a su madre, aunque le había ocultado el motivo: en la lista de invitados figuraba Lambert Poole.

—Vaya por Dios —la noble viuda enarcó las cejas con expresión de sorpresa. Era Blackwood.

A la izquierda de Kitty, una ninfa le susurraba algo al oído a un mosquetero, ambos atentos al caballero alto del umbral. Tras ella, la doncella Marian sonrió tontamente a un moreno Barbanegra. Parte de lo que musitaba llegó hasta los finos oídos de Kitty.

—… acaba de regresar de la India… Dos años fuera… No soportaba permanecer en Inglaterra tras la trágica muerte de su amada…

—… el bebé quedó huérfano de madre…

—… una verdadera belleza…

—… esos escoceses son tremendamente leales…

—… prometió que no volvería a casarse…

Luis
XIV
besó la mano de Cleopatra y se alejó lentamente, permitiendo a Kitty una visión perfecta del caballero.

Su aspecto resultaba por demás sencillo, con un pañuelo atado al cuello, un bastón curvo en la mano y una barba que parecía auténtica; su intención era pasar por un pastor. Un perro enorme, desgreñado y gris, estaba a su lado.

Las señoras que lo rodeaban, sin embargo, no prestaban atención al perro. Cogida de su brazo, la Reina Isabel de España pestañeó, y la pequeña señorita Muffet apareció justo en ese momento mostrando sus hoyuelos al sonreír a aquel hombre que, a pesar de la barba, no carecía de atractivo.

Más bien todo lo contrario.

Kitty apartó la mirada de él.

—Entonces ¿le conoces?

—Él y tu hermano Alexander fueron de cacería juntos a Beaufort hace años. ¿Por qué, querida? ¿Te gustaría que te lo presentara? —la viuda entornó los ojos y cogió la copa de champán que le ofrecía el criado que pasaba por su lado.

—¿Y arriesgarme a llenarme el vestido de pelos de perro? Por Dios, no.

—Kitty, soy tu madre. Te he visto cantar a pleno pulmón mientras brincabas por los charcos. Esta arrogancia que has adoptado últimamente no me impresiona.

—Perdón, mamá —Kitty bajó la mirada. La altanería, sin embargo, le había evitado a Kitty mucho dolor. Mostrándose altanera casi se permitía creer que no le importaba que las invitaciones y las llamadas fueran a menos, los amoríos fueran cada vez más pasajeros—. Naturalmente, he querido decir: por favor, no me presentes ahora, puesto que estoy pendiente de que un señor desaliñado con patillas tan largas como Piccadilly Road se siente a mis pies a recitarme poesía bucólica.

—No seas cruel, querida. El pobre hombre va disfrazado, al igual que todos los presentes.

Kitty, sobre todo. Y no sólo por su vestido de diosa griega, sino también por otra clase de disfraz… La música resonaba alegremente en la estancia, turbando los sentidos de Kitty como las dos copas de vino que había cometido la imprudencia de beber. No estaba allí para divertirse, y desde luego tampoco para comerse indecorosamente con los ojos a un bárbaro lord escocés.

Tenía algo pendiente por hacer.

Como en todo evento social, buscó con la mirada a Lambert. Vestido de personaje de Shakespeare, estaba apoyado en una columna y tenía una caja de rapé abierta en la mano.

—Mamá, ¿irás al salón de juegos esta noche? —nunca había podido adular a Lambert cuando su madre estaba cerca.

—Entonces ¿no te presento a lord Blackwood?

—¡Por favor, mamá!

—Katherine, eres incorregible —la condesa le tocó el mentón con la punta de los dedos y sonrió amablemente—. Pero todavía eres mi querida niña.

Su «querida niña»… En momentos como ese, Kitty casi creía que su madre no sabía la verdad sobre la pérdida de su honra. En momentos como ese, anhelaba lanzarse a los brazos de su madre y que todo volviera a ser como antes, cuando en su corazón aún había esperanza y todavía no estaba erosionado por el juego perverso en que ahora se veía envuelta.

—Bien, me pasaré un rato por el salón de juegos —dijo su madre—. La semana pasada, Chance y Drake me ganaron cien guineas cada uno, y tengo la intención de recuperarlas. Dame un beso en la mejilla, que eso me traerá suerte.

—Pronto me uniré a vosotros —Kitty la miró alejarse con su cascada de faldones y luego fue en busca de su víctima.

Lambert la encontró con la mirada. Su espeso cabello y la frente aristocrática captaban la luz de las velas. Pero ya hacía dos años que su visión no provocaba en Kitty ninguna emoción excepto ira, desde que él le había robado la inocencia y con ello le había roto el corazón.

Se le acercó.

—Enseñas mucha piel esta noche, querida —dijo él con voz lánguida—. Debes de tener mucho frío. Ven a calentarte un poco, ¿quieres? —aspiró un pellizco de rapé.

—Siempre tan gracioso, milord —Kitty sonrió, pero por dentro se sentía furiosa. En un tiempo, cuando era una chica ingenua que creyó encontrar el amor en el primer caballero que le prestaba atención, había admirado esa arrogancia aristócrata. Ahora sólo buscaba obtener información, de esa que dejan escapar los hombres vanidosos y orgullosos tras adularlos lo suficiente, fingiendo todo el tiempo y riéndoles sus supuestas gracias.

Era un método que daba excelentes resultados. Tras meses de cuidadosa observación, Kitty había descubierto que lord Lambert Poole se servía de la política para obtener beneficios personales. Una vez había encontrado en su chaleco papeles con nombres de funcionarios ministeriales, números de cuentas y cifras que indicaban libras. Ahora necesitaba algo más de información para desenmascararlo y arruinar su vida social.

Sin embargo, empezó a sentir calor en el pecho y los hombros descubiertos y un sutil malestar. La venganza le había parecido muy dulce cuando la tramaba, pero ahora la angustiaba. Y en su interior el espíritu de la chica que había cantado a pleno pulmón mientras corría por los charcos deseó cantar en lugar de llorar. Esa noche no le preocupaba sacar el as que tenía en la manga y jugar a su juego secreto, ni siquiera para avanzar en la consecución de su objetivo.

—Vamos, Kit —él le miró el pecho desvergonzadamente—. Tiene que haber un rincón oscuro donde podamos estar solos.

Ella sintió un escalofrío.

—Claro, ¿por qué no?

—Detrás de ti, querida.

Ella echó a andar, lentamente.

—Ya te he dicho que… —de pronto algo le rozó la pierna, algo gris y peludo que ella apartó con un ademán. Una mano firme le cogió el brazo desnudo.

—Tranquila, sólo es un perro —oyó que le decían en escocés. Era una voz cálida y profunda. Maravillosamente cálida y profunda, como la piel de aquella mano en contacto con su piel, y le provocó un cosquilleo interior.

No obstante aquella sensación, los gustos de Kitty se decantaban decididamente por los hombres acicalados, y Blackwood, con su cabellera larga, oscura y rizada y sus cejas hirsutas —por encima de unos ojos, eso sí, bonitos—, distaba de serlo.

—Lady Katherine… —la lánguida voz de Lambert la arrancó de su aturdimiento—. Le presento al conde de Blackwood. Ha regresado hace poco de la India. Blackwood, esta es la hermana de Savege.

—Milady… —dijo Blackwood en su lengua, e inclinó levemente la cabeza a modo de reverencia, supuso ella.

Kitty tendió la mano hacia él.

—No me importa el perro, milord, pero ¿no es un poco grande para guiar ovejas? Me atrevería a decir que hasta un lobo lo haría mejor.

—Las cosas no son siempre lo que parecen, milady —contestó el escocés sin abandonar su particular acento.

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