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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

Cuento de muerte (6 page)

BOOK: Cuento de muerte
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A la mañana siguiente, cuando Susanne se despertó, le dedicó una sonrisa semidormida y de bienvenida a Fabel e hicieron el amor. Para Fabel y Susanne había un momento dorado en las mañanas en el que no hablaban del trabajo, sino que charlaban, hacían bromas y compartían el desayuno, como si ambos tuvieran profesiones inocuas y para nada exigentes que no invadían sus vidas privadas. No lo habían planeado así. No habían fijado una regla sobre dónde y cuándo deberían hablar sobre sus trabajos en campos paralelos. Pero de alguna manera habían caído en el hábito de saludar y comenzar cada día como si fuera nuevo. Más tarde cada uno de ellos descendería, por caminos separados pero paralelos, hacia el mundo de locura, violencia y muerte que era el centro de su vida profesional cotidiana.

Fabel salió del apartamento poco antes que Susanne. Llegó al Präsidium justo después de las ocho y analizó los expedientes del caso y sus notas de los días anteriores. Durante media hora añadió detalles al boceto que ya se había formado en su mente. Trató de hacerse una idea objetiva pero, por mucho que lo intentara, el rostro aturdido y fatigado de Frau Ehlers seguía colándose en sus pensamientos. Cuando eso ocurría, la ira de Fabel se renovaba, los rescoldos de la furia de la noche anterior volvían a encenderse y ardían con una intensidad todavía mayor en el aire frío y claro de un nuevo día. ¿Qué clase de bestia obtenía satisfacción infligiendo semejante tortura psicológica a una familia? En especial una familia cuya hija, según creía Fabel, él ya había asesinado. Y Fabel sabía que debía prolongar esa agonía: no podía confiar en la identificación fallida de una víctima que llevaba tres años desaparecida. Existía la posibilidad remota de que el tiempo, y cualesquiera fueran los traumas y malos tratos que habría sufrido en ese período, hubieran generado cambios sutiles en su aspecto.

Fabel esperó hasta las nueve de la mañana antes de levantar el teléfono y apretar el botón de memoria con el número del Institut für Rechtsmedizin. Pidió que le pasaran con Herr Doktor Möller. Möller era el patólogo forense con quien Fabel había trabajado en la mayoría de los casos. Sus modales arrogantes y agresivos le habían ganado la enemistad de casi todos los investigadores de homicidios de Hamburgo, pero Fabel sentía un gran respeto por sus conocimientos.

—Aquí Möller… —La voz al otro lado del teléfono sonaba distraída, como si atender la llamada fuera una interrupción no deseada de una tarea infinitamente más importante.

—Buenos días, Herr Doktor Möller. Soy el Kriminalhauptkommissar Fabel.

—¿Qué ocurre, Fabel?

—Está a punto de hacerle una autopsia a la chica que encontramos en la playa de Blankenese. Hay una confusión respecto de su identidad. —Fabel procedió a explicar el contexto, incluyendo la escena que había ocurrido durante lo que debería haber sido una identificación de rutina en el Instituto—. Me preocupa que todavía quede una probabilidad de que la chica muerta sea Paula Ehlers, aunque sea muy remota. No quiero angustiar más a la familia, pero necesito establecer la identidad de la chica.

Möller se quedó callado un momento. Cuando habló, su voz carecía de su habitual tono autoritario.

—Como usted sabe, podría hacerlo a partir de los registros dentales. Pero me temo que la forma más rápida y segura sea lomar muestras de la saliva de la madre de la chica desapareada. Podré hacer una comparación urgente de ADN aquí, en el laboratorio del Instituí.

Fabel le agradeció y colgó. Hizo otra llamada a Holger Brauner y, sabiendo que podía confiar en el tacto de Brauner, le pidió que se encargara personalmente de tomar las muestras de saliva de la madre.

Cuando colgó pudo ver, a través de la mampara de cristal que separaba su despacho de la oficina principal de la Mordkommission, que Anna Wolff y Maria Klee ya estaban en sus escritorios. Llamó a Arma por el intercomunicador y le pidió que viniera. Cuando ella entró en su despacho él le pasó por encima del escritorio la fotografía de la chica muerta tomada en el depósito de cadáveres.

—Quiero saber quién es ella en realidad, Anna. Me gustaría tener la respuesta antes del final del día. ¿Cómo vas hasta ahora?

—Estoy haciendo una verificación en la base de datos de personas desaparecidas de la BKA. Es probable que esté allí. He puesto un parámetro en la búsqueda con mujeres entre diez y veinticinco años y con prioridad para los casos ocurridos en un radio de doscientos kilómetros de Hamburgo. No pueden ser tantos.

—Ésta es tu tarea para hoy, Anna. Deja cualquier otra cosa y concéntrate en establecer la identidad de esta chica.

Anna asintió.


Chef
… —Hizo una pausa. Había algo incómodo en su postura, como si no estuviera segura de lo que iba a decir.

—¿Qué ocurre, Anna?

—Fue muy duro. Me refiero a lo de anoche. No pude dormir después.

Fabel sonrió sin alegría y le indicó que se sentara.

—No eres la única. —Hizo una pausa—. ¿Quieres que te asigne algo distinto?

—No —respondió Anna enfáticamente. Se sentó al otro lado de Fabel—. No… Quiero seguir en este caso. Quiero averiguar quién es esta chica y quiero ayudar a encontrar a la verdadera Paula Ehlers. Es sólo que fue muy duro ver a una familia destrozada por segunda vez. La otra cosa fue que, y sé que esto suena loco, pero casi pude sentir la presencia de Paula… Bueno, no su presencia, en realidad su falta de presencia en la casa.

Fabel se quedó en silencio. Anna estaba tratando de dar forma a una idea y él quería que llegara hasta el final.

—Cuando yo era una niña, había una chica en mi escuela que se llamaba Helga Kirsch. Era más o menos un año menor que yo y muy pequeñita, como un ratoncito. Tenía esa clase de cara que jamás notas pero que te darías cuenta de que la conoces si la ves fuera de contexto. Ya sabes, si la vieras en la ciudad el fin de semana o algo así.

Fabel asintió.

—En cualquier caso —continuó Anna—, un día nos reunieron a todos en la sala principal de la escuela y nos dijeron que Helga había desaparecido… Que había salido con su bicicleta y que sencillamente se había esfumado. Recuerdo que después de aquello empecé, bueno, a darme cuenta de que ya no estaba. Alguien con quien jamás había hablado pero que había ocupado alguna clase de espacio en mi mundo. Pasó una semana hasta que encontraron la bicicleta, y luego el cuerpo.

—Lo recuerdo —dijo Fabel. El había sido un joven Kommissar en la época y sólo había estado implicado en aspectos laterales del caso. Pero se acordaba del nombre. Helga Kirsch, trece años de edad, violada y estrangulada en un pequeño prado de pasto tupido junto al sendero para bicicletas. Habían tardado un año en encontrar al asesino y sólo después de que este hubiera truncado otra joven vida.

—Desde el momento en que se anunció su desaparición hasta el día en que encontraron el cuerpo hubo una sensación muy extraña en la escuela. Como si alguien se hubiese llevado una pequeña parte del edificio que no podíamos identificar pero que sabíamos que ya no estaba. Después de que la hallaran sentimos algo parecido a la pena, supongo. Y culpa. Yo me quedaba en la cama de noche tratando de recordar si alguna vez había hablado con Helga, o le había sonreído, o había tenido alguna clase de interacción con ella. Y, desde luego, no lo había hecho. Pero la pena y la culpa fueron un alivio después de aquel sentimiento de ausencia. —Anna se volvió y miró por la ventana de Fabel el cielo amoratado de nubes—. Recuerdo haber hablado con mi abuela sobre ello. Ella me explicó cosas de cuando era una niña, en los tiempos de Hitler, antes de que ella y sus padres comenzaran a esconderse. Dijo que era lo mismo que ellos sentían: que los nazis se llevaban de noche a personas a las que conocían, a veces familias enteras, y quedaba un espacio inexplicable en el mundo. Ni siquiera había una confirmación de la muerte para ocuparlo.

—Puedo imaginármelo —dijo Fabel, aunque no era cierto. El hecho de que Anna fuera judía nunca había tenido ninguna relevancia en su incorporación al equipo, ya fuera positiva o negativa. Esa cuestión, simplemente, no se había registrado en el radar de Fabel. Pero cada tanto, como en ese momento, él estaba sentado a una mesa con ella y se le hacía patente el hecho de que él era un policía alemán y ella judía, y en momentos así se sentía abrumado por el peso de una historia insoportable.

Anna apartó la mirada de la ventana.

—Lo siento. No puedo expresarlo con más claridad, sólo que estoy afectada. —Se puso de pie y fijó en Fabel la desconcertante franqueza de su mirada—. Te conseguiré la identificación,
chef
.

Después de que Anna saliera del despacho, Fabel sacó el bloc de dibujo de un cajón, lo puso sobre el escritorio y lo abrió. Pasó un momento mirando la amplia extensión de papel que se presentaba ante él. Vacía. Limpia. Otro símbolo del principio de un nuevo caso. Fabel llevaba más de una década de investigaciones de homicidios usando esos blocs. En esas hojas gruesas y satinadas, diseñadas para una tarea mucho más creativa, Fabel resumía el transcurso de los incidentes, apuntaba nombres abreviados de personas, lugares y hechos, y trazaba líneas entre ellos. Eran sus bocetos, sus esquemas de una investigación de homicidio, en los que aplicaba primero luces y sombras, luego detalles. En primer término trazó las ubicaciones: la playa de Blankenese y la casa de Paula en Norderstedt. Luego escribió los nombres que había encontrado en las últimas veinticuatro horas. Enumeró a los cuatro miembros de la familia Ehlers y al hacerlo dio forma a la ausencia que Anna acababa de describir: tres miembros de una familia —padre, madre y hermano— localizados; tres personas que uno podía buscar y encontrar, con las que se podía hablar y de quienes uno podía formarse una imagen viva en la mente. Luego estaba el cuarto miembro. La hija. Para Fabel ella seguía siendo un concepto; una colección insustancial de las impresiones y los recuerdos de otras personas; una imagen, captada en una película fotográfica, de ella soplando las velas en una tarta de cumpleaños.

Si Paula era un concepto sin forma, también estaba la chica que encontraron en la playa: una forma sin concepto; un cuerpo sin identidad. Fabel escribió las palabras «ojos azules» en el centro de la hoja. Había, por supuesto, un número de caso que podría haber utilizado, pero ante la falta de un nombre «ojos azules» era lo más cerca que podía estar. Sonaba más como una persona y menos como una cosa muerta, que era en lo que la convertiría el número de caso. Trazó una línea desde «ojos azules» hasta Paula, con una interrupción en el medio. En ese espacio dibujó un doble signo de interrogación. Fabel estaba convencido de que en esa brecha se encontraba el asesino de la chica de la playa y el secuestrador y posible homicida de Paula Ehlers. Podrían haber sido dos personas distintas, desde luego. Pero no dos personas, ni más, que actuaran de manera independiente. Ya fuera que se tratase de un individuo, un par o un grupo más grande, quienquiera que hubiera matado a «ojos azules» también se había llevado a Paula Ehlers.

Fue entonces cuando sonó el teléfono.

7

Jueves, 18 de marzo. 18:30 h

NORDDEICH, FRISIA ORIENTAL

Era un lugar que él había considerado su hogar. Un lugar que siempre supuso que lo había definido. Pero en ese momento, de pie en un paisaje que era puro horizonte, supo que pertenecía a otra parte. Hamburgo era el sitio que definía verdaderamente quién era Jan Fabel. Quién era él ahora. En quién se había convertido. La separación de Fabel de ese paisaje se había producido en dos etapas: la primera había tenido lugar cuando se marchó de la casa de su familia y viajó a Oldenburg, el interior del país, donde estudió inglés e historia en la flamante Universität Carl von Ossietzky. Luego, después de graduarse, se trasladó a la Universität de Hamburgo para estudiar historia europea. Y para vivir una nueva vida.

Fabel aparcó su BMW en la parte trasera de la casa. Salió del coche, abrió la puerta posterior y buscó el bolso de viaje que había preparado apresuradamente. Cuando se irguió se quedó de pie un momento en silencio, absorbiendo todas las formas y sonidos que habían sido constantes durante su infancia: el pulso continuo y lento del mar oculto por la hilera de árboles detrás de la casa y el dique y las dunas más allá; la geometría sencilla y seria de la casa de sus padres, achaparrada y recia bajo su amplio techo de tejas rojas; el pasto verde pálido que ondeaba como agua bajo la fresca brisa frisona y el inmenso cielo que se desplegaba con fuerza sobre el paisaje plano. El agudo pánico que sintió cuando recibió la llamada en el Präsidium se había aliviado hasta convertirse en un dolor suave pero constante durante las tres horas y media de viaje por la A28, y se había calmado un poco más al ver a su madre sentada en la cama del hospital de Norden, diciéndole a Fabel que no era tanto escándalo y que se asegurara de que su hermano no se preocupara demasiado.

Pero luego, entre los detalles familiares de su infancia, la agudeza de aquel primer pánico volvió a asaltarlo. Buscó la 11ave de repuesto en el bolsillo del abrigo que había tirado encima del bolso de viaje y abrió la pesada puerta de madera de la cocina. En la parte inferior de la puerta todavía se veían, debajo de años de barniz, las oscuras marcas donde Fabel y su hermano, cargados de libros de la escuela, acostumbraban a empujarla con los pies. Incluso en ese momento, con un bolso de cuero y una cara cazadora abrigo Jaeger en vez de un bolso escolar en el brazo, sintió el instinto de empujar la puerta con el pie cuando hizo girar el picaporte.

Entró en la cocina. La casa estaba vacía y silenciosa. Dejó el bolso y el abrigo sobre la mesa y se quedó de pi8e un momento, asimilando todo lo que no había cambiado en la cocina: los paños con motivos florales sobre la barra cromada de la cocina, le viejo juego de mesa y sillas de madera de pino, los tableros de corcho llenos de capas de notas y postales, la pesada cómoda de madera contra la pared. Fabel se dio cuenta de que al niño que había en él le disgustaban los escasos y pequeños cambios que había hecho su madre: una nueva tetera, un horno microondas, un nuevo armario estilo Ikea en un rincón. Era casi como si, en lo profundo de su ser, sintiera que esas incursiones contemporáneas eran como traiciones diminutas; que el hogar de su niñez no debería haberse modificado en todos los años que han pasado.

Se preparó un poco de té. Jamás se le hubiera ocurrido toar café: estaba de regreso en su casa de Frisia Oriental, donde el té era un elemento fundamental de la vida. Su madre, aunque no había nacido en Frisia, había adoptado con entusiasmo los rituales locales sobre el té, incluido el intervalo de s tazas antes del mediodía conocido como
elfürtje
en frisón, el impenetrable dialecto local que estaba entre el alemán, el holandés y el inglés antiguo. Buscó automáticamente en los armarios, donde cada ingrediente estaba donde lo esperaba: el té, los tradicionales
kluntjes
de azúcar cristalizada, las tazas color blanco y celeste. Se sentó a la mesa y bebió el té, escuchando los ecos de las voces de su padre y su madre en lo profundo del silencio. Un silencio que se quebró cuando sonó su teléfono móvil. Era Susanne, con la voz tensa por la preocupación.

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