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Authors: Geoffrey Chaucer

Cuentos de Canterbury (18 page)

BOOK: Cuentos de Canterbury
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Ved, por ejemplo, a aquel rey tan sabio, Salomón
[165]
; apuesto a que tuvo más de una mujer. ¡Ojalá Dios permitiese que fuese legal para mí solazarme la mitad de las veces que él! ¡Qué regalo celestial debe de haber otorgado a cada una de sus esposas! Nadie en la actualidad tiene cosa que se le parezca. Por lo que deduzco, Dios sabe que este noble rey tuvo muchas alegres batallas con cada una de ellas en la primera noche, ¡tan lleno de vida estaba! ¡Bendito sea Dios, que ha permitido que me casase cinco veces! Me apoderé de lo mejor que guardaban en el fondo de sus bolsas y en sus cajas fuertes
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; de la misma forma que el frecuentar distintas escuelas perfecciona al erudito, y diferentes tareas especializan al trabajador, a mí me han entrenado cinco maridos.

¡Bienvenido sea el sexto cuando venga! La verdad es que no deseo permanecer casta eternamente. Tan pronto como mi marido se marcha de este mundo, otro cristiano tendrá que desposarse conmigo, pues, como dice el apóstol, soy libre de hacerlo donde quiera, en nombre de Dios. No afirma que el casarse sea pecado, sino que mejor es casarse que quemarse
[167]
.

¿Qué importa que la gente critique a aquel perverso Lamech
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y su bigamia? Todo lo que sé es que Abraham —al igual que Jacob— era un hombre santo. Y ambos (como muchos otros santos varones) tuvieron más de dos esposas. ¿Podéis decirme en qué lugar Dios Todopoderoso ha prohibido el matrimonio alguna vez de forma explícita? Tened la amabilidad de responderme. O bien, ¿dónde ha exigido la virginidad? No importa, vosotros sabéis tan bien como yo que cuando el apostol Pablo habló de virginidad, dijo que carecía de precepto para ella
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. A una mujer se le puede aconsejar que se quede soltera, pero un consejo no equivale a una orden. Lo dejó a nuestro criterio, pues si Dios nos hubiese exigido guardar virginidad, por el hecho de hacerlo hubiera condenado el matrimonio. Y, con toda certeza, si no se sembrase nunca semilla, ¿de dónde vendría la virginidad? De cualquier modo, Pablo no se atrevió a ordenar una cosa sobre la que su Maestro no dio pauta. Hay premio para el que opta por la virginidad: que lo consiga el que pueda; veremos quién es el que mejor corre.

Pero esta llamada no es para todos, se reserva solamente para el que Dios, en su poder, elige concedérsela. Conozco que el apóstol era virgen; y aunque dijo que deseaba que todos los hombres fuesen como él
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, ésa es toda la exhortación que hizo en favor de la virginidad. Y me permitió que me convirtiese en esposa, como concesión especial, de modo que si mi marido moría, no fuera pecado el casarse conmigo, ni tan sólo bigamia. Sin embargo, «no deja de ser laudable para un hombre no tocar carnalmente a una mujer
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; el santo quería decir en su cama o lecho, pues es arriesgado juntar fuego y lino. Ya entendéis la metáfora. Bueno, a grandes rasgos, él sostuvo que la virginidad era preferible al matrimonio porque la carne es débil (débil la llamo yo, a menos que marido y mujer piensen vivir en continencia toda su vida matrimonial). Os concedo esto: no me cuesta admitir que la virginidad debe preferirse a la bigamia. Complace a algunos mantenerse puros de cuerpo y alma; en mi caso, yo no alardearé de ello. Como sabéis, el dueño del hogar no tiene de oro todos sus utensilios; algunos son de madera y, sin embargo, tienen mucha utilidad. Dios llama a la persona de modo diferente y cada uno percibe de Dios su propio don peculiar (algunos, una cosa; otros, otra, según los designios divinos). En la virginidad radica una gran perfección y también en la devota continencia entre casados; pero Jesucristo, manantial de perfección, no dijo a todos que deberían ir y vender todo lo que tenían y dárselo enteramente a los pobres, y seguir sus pasos
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. Él habló a los que desean llevar una vida de perfección. Yo, si no os importa, señoras y caballeros, no soy una de ellos. Pienso dedicar los mejores años de mi vida a los actos y compensaciones que proporciona el matrimonio.

Decidme: ¿para qué objeto fueron hechos los órganos reproductores y con qué fin fue creado el hombre? Podéis estar seguros que no fueron creados para nada. Dadle las vueltas que queráis, discutid por doquier para demostrar que fueron hechos para evacuar la orina, que nuestras pequeñas diferencias tienen por objeto único distinguir al macho de la hembra —¿alguien dijo no? La experiencia nos enseña que no es así.

Para no contrariar a los eruditos afirmaré lo siguiente: fueron creados para ambas finalidades, es decir, tanto para la función como para el placer de la reproducción, en lo que no desagradamos a Dios. A ver, ¿por qué otro motivo debería haberse dejado escrito en los libros que un hombre debe «pagar el débito a su mujer»?
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. ¿Y con qué efectuaría él el pago sin utilizar su inocente instrumento? De ello se deduce que se dio a todas las criaturas vivientes para dedicarlo tanto a la procreación como para evacuar la orina.

Sin embargo, no estoy afirmando que todo el que esté equipado para los actos a los que me he referido deba ponerse a utilizarlo para el acto de la procreación. En tal caso nadie se preocuparía de la castidad. Jesucristo, como más de un santo desde que el mundo es mundo, era virgen y estaba configurado como un hombre; con todo, siempre vivió en perfecta castidad. No tengo nada en contra de la virginidad. Que las vírgenes sean panes de la harina más fina y llamadnos a nosotros las que somos esposas, pan de cebada; sin embargo, a pesar de ello, San Marcos
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puede explicaros que Jesucristo alimentó a millares con pan de cebada. Yo perseveraré en el estado para el que Dios me ha llamado; no soy muy melindrosa. Como esposa utilizaré mi instrumento
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, con la misma generosidad con que mi Creador me lo dio. Si fuese reacia, ¡que el Señor me castigue! Mi esposo lo tendrá mañana y noche, siempre que lo quiera y venga a «pagarme» lo que me adeuda. No seré yo quien le detenga a toda costa. Debo tener un esposo que sea a la vez mi deudor y mi esclavo; y, en tanto que yo sea su esposa, él tendrá su «tribulación de la carne»
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. Mientras esté viva, es a mí a quien se da «el poder de su propio cuerpo» y no a él. Esto es lo que el apóstol San Pablo me explicó; y encargó a nuestros esposos que nos amasen bien
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. Estoy totalmente de acuerdo con su punto de vista…

Al oír estas palabras, se alzó el bulero y dijo:

—Bueno, señora, por Dios y por San Juan que sois una estupenda predicadora sobre este tema. ¡Ay! Yo estuve a punto de casarme con una mujer; pero me preguntó: ¿por qué debe mi cuerpo pagar semejante precio? Casi preferiría no casarme, por ahora, con ninguna mujer.

—Tú espera —repuso ella—. Mi relato no ha empezado. No, si tú vas a beber de otro barril antes de que haya concluido, que no sabrá tan bien como la cerveza. Cuando yo haya terminado de contarte las tribulaciones del matrimonio —en lo cual soy una experta de toda la vida, es decir, yo mismo he sabido ser un azote—, entonces podrás decir si quieres probar del barril que voy a espitar. Vete con cuidado antes de que te acerques demasiado a él, pues te contaré más de una docena de cuentos para tomar precauciones. «Aquellos que no quieren ser advertidos por otros se convierten ellos mismos en advertencias para los demás.» Estas son las mismísimas palabras de Ptolomeo, tal como podrás encontrarlas, si lees su Alma, gesto.

—Señora —dijo el bulero—; perdone si le ruego que tenga la amabilidad de proseguir tal como ha empezado: cuente su relato y no deje títere con cabeza. Enséñenos a los jóvenes su método.

—Muy bien, entonces, ya que parece que esto te complace —dijo ella—. Solamente espero que ninguno de los aquí presentes se ofenda si digo lo que me pasa por la cabeza, pues lo único que yo intento es divertir. Ahora, señores, prosigo mi relato. Que no vuelva nunca a beber ni una sola gota de vino o cerveza si miento: tres de mis esposos me salieron buenos, y dos, malos. Los tres buenos eran ricos y viejos, y a duras penas podían mantener vigente el contrato de nuestra unión (ya comprendéis el significado de mis palabras). Que Dios me perdone por ponerme a reír cada vez que recuerdo cuán despiadadamente les hacía trabajar por las noches. Pero no me daba cuenta de ello, lo juro. Ellos me habían dado sus tierras y su tesoro, por lo que no tenía que molestarme más para conquistar su amor o en mostrarles respeto. ¡Dios mío! Me amaban tanto, que yo no le daba ningún valor a ello.

Una mujer sensata solamente se preocupa de conquistar amor allí donde no lo hay. Pero yo les tenía en el saco y ya me habían dado todas sus tierras. Entonces, ¿por qué molestarme en complacerles excepto para mi propio provecho y diversión? Palabra que los trabajé bien (más de una noche les hice aullar). No supongo que hayan ganado la Dunmow Flitch
[178]
, como algunos. Sin embargo, les goberné tan bien a mi propio aire, que cada uno de ellos fue totalmente feliz; siempre estaban dispuestos a traerme cosas bonitas de la feria. ¡Qué contentos se ponían cuando les hablaba con suavidad! Pues solamente Dios sabe con cuánta saña les reñía. Ahora escuchad vosotras, sabias esposas que sabéis a qué me refiero, y os contaré lo bien que me las arreglaba. Este es el modo de hablarles y hacerles sentir culpables. Pues no hay hombre que sepa mentir y perjurar ni la mitad de bien que una mujer. No me refiero a las esposas listas, sino a las que cometen errores. Una mujer realmente inteligente que sepa lo que lleva entre manos puede hacer creer a su marido que lo negro es blanco y llamar a su propia doncella para que testifique en su favor. Pero escuchad el sistema que utilizaba.

¿Es esto lo mejor que sabes hacer, viejo mentecato? ¿Por qué está la esposa de mi vecino tan elegante y alegre? Ella es respetada por dondequiera que vaya, mientras que a mí me toca seguir en casa; no tengo vestidos dignos para ponerme. ¿Qué es lo que haces en casa de ella? ¿Tan bonita es? ¿Tan enamoriscado estás? ¿Qué estabas susurrándole a nuestra doncella? ¡Tú, viejo lujurioso, déjate de artimañas! Y siempre que yo tengo una inocente charla con un amigo o voy a su casa para divertirme un poco, tú te pones a rugir como un diablo. Vienes a casa borracho como una cuba, y te sientas en tu banco a sermonear: ojalá revientes. Vosotros decís que es una gran desgracia casarse con una mujer pobre debido al coste; pero si ella es rica y mantiene buenas relaciones, entonces decía que es una tortura tener que aguantarle su orgullo y sus malos humores. ¡Tú, sinvergüenza! Si ella es bonita, decís que todos los lujuriosos irán tras ella, y que su castidad no durará ni un minuto si es asediada por todas partes.

Tú me dices que algunos nos quieren por nuestras riquezas, otros por nuestro tipo, otros por nuestra belleza; mientras algunos desean a una mujer pozque sabe cantar o bailar; o por su buena crianza y retozar; o por sus armoniosos brazos o manos (y así, según contáis, el diablo se lleva el resto). Una fortaleza sitiada por todas partes no puede resistir largo tiempo (así lo decís). Y si ella es fea, entonces decís que desea todo hombre al que pone sus ojos encima y va tras ellos como un perro faldero hasta que encuentra a uno que quiera «comercian>» con ella. Según decís, no hay ninguna oca en el lago que sea tan gris y fea que no encuentre a su ganso. Y luego afirmáis que es dificil poseer una chica a la que nadie está dispuesto a guardar. ¡Desgraciado! Así es cómo sigues hablando cuando vais a la cama, murmurando que ningún hombre en su sano juicio necesita casarse, ni tampoco intenta ir al cielo. Que el rayo y el trueno quebrante tu arrugado cuello. Vosotros decís que un techo agrietado, una chimenea que eche humo y una esposa gruñona ahuyentan al hombre de su propio hogar.

¡Oh, que Dios bendiga a todas! ¿Qué le duele al viejo que así refunfuña?

A continuación comentaba que nosotras, las mujeres, estamos dispuestas a ocultar nuestros defectos hasta que el nudo del matrimonio está bien atado, y que luego os los mostramos; un proverbio canallesco donde los haya.

Tú me replicas que se pueden probar sin prisas bueyes, asnos, caballos y perros antes de comprarlos, así como cubas, palanganas, cucharas, taburetes y otros utensilios domésticos parecidos, aparte de pucheros, vestidos y trajes; pero que nadie prueba a una esposa antes de contraer matrimonio. ¡Pobre mentecato! Y luego, según afirmáis, revelamos nuestros defectos.

También comentas que me molesta el que no estés diciendo constantemente lo bonita que soy, contemplando mi rostro o haciéndome cumplidos por dondequiera que vayamos; o si te olvidas de agasajarme el día de mi cumpleaños, o si no eres cortés con mi dueña, mi ayuda de cámara o la familia y amigos de mi padre; tales son tus comentarios, viejo barril repleto de mentiras.

Tú incluso has sospechado —equivocadamente— de nuestro aprendiz Jankin por su rizado pelo dorado y por el modo que me atiende adondequiera que vaya. No le desearía ni aunque te murieses mañana. Pero, desgraciado, contéstame: ¿Es que acaso no ocultas de mí las llaves de tu armario o cómoda? ¡Por el amor de Dios! Sabes muy bien que es tanto mi propiedad como la tuya. ¿Qué? ¿Es que quieres que tu esposa pase por tonta? Ahora bien, te juro por Santiago que tendrás que elegir entre mi cuerpo y tus bienes. No importa lo que hagas: tendrás que prescindir de uno o de otro.

¿Y para qué te sirve toda tu vigilancia y cuidados? Algunas veces pienso que te gustaría guardarme encerrada en tu caja fuerte. Lo que tendrías que decirme es esto: «Querida esposa, ve donde quieras y diviértete; no daré oídos a las habladurías. Doña Alicia, sé que eres una fiel y leal esposa.» Nosotras no podemos amar a un hombre que mantenga un control de nuestras idas y venidas; debemos ser libres.

Que el sabio filósofo Ptolomeo sea bendito por encima de todos los demás, pues él escribió este proverbio en su Almagesto: «El más sabio de todos es el que no se preocupa ni pizca de que alguien sea más rico que él.» De este proverbio deberás colegir que no hay que lamentarse de lo bien que viven algunos, si tú ya tienes bastante para ti. Pues, mentecato, no te preocupes; tendrás suficiente placer sexual esta noche si lo quieres. ¿Es que jamás ha existido alguien tan tacaño como para negar a otros encender su candela con su linterna? ¿Es que alumbrará menos por ello? ¡Por el amor de Dios! ¿Por qué te quejas, si tienes bastante?

Luego decís que nuestra castidad está en peligro si nos aderezamos con vestidos y joyas. Y entonces tú, ¡imbécil!, tienes que apoyarte en este texto de San Pablo: «Que las mujeres se adornen modestamente, con recato y sobriedad —dice el apostol—, y no con trenzas y finas joyas, ni con oro, perlas o atavíos caros»
[179]
. Pues bien, haré tanto caso de tus textos y de tu cita como si yo fuese una pulga.

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