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Authors: Isaac Asimov

Cuentos paralelos (32 page)

BOOK: Cuentos paralelos
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Manfield no hizo nada. Ella era feliz con su embarazo y él quería que siguiese siéndolo. Sabía que moriría antes de que éste llegase a su fin, así que se limitó a observarla con los ojos velados por la pena y cuando ella le decía, triunfante, que podía sentir cómo se agitaba la vida en su interior, él sonreía con dolor.

Esto seguía sin ser un crimen premeditado por parte de Manfield, pero era un acto de ignorancia; y la ignorancia puede ser casi un crimen.

Porque ella dio a luz prematuramente. Era algo que Manfield no había previsto. Era un aspecto de la vida acerca del que tenía escasa experiencia, y no se le había ocurrido la posibilidad de un nacimiento prematuro.

Y, con todo, ¿cómo era posible que la trama vital que él había hecho no lo indicase? Volvió a trabajar en ella y descubrió al niño vivo..., en una solución alternativa a una bifurcación de baja probabilidad que había pasado por alto. A un profesional no se le hubiese pasado por alto.

¿Qué podía hacer Manfield ahora?

No podía matar al niño. A la madre le quedaban dos semanas de vida. Que las viviese, pensó. Dos semanas de felicidad no es pedir algo excesivo.

La madre murió... como estaba previsto, del modo previsto. Manfield (durante el tiempo permitido por el mapa espaciotemporal) permaneció sentado en su habitación, lleno de dolor, con una pena tanto más aguda porque la había estado esperando, sabiendo lo que sucedería, desde hacía casi un año. Sostenía en sus brazos al niño, el hijo de él y ella.

(—¿Dejó que viviese? —inquirió Twissell, la voz llena de horror.

—No puede entenderlo —dijo Manfield.

—Pero era un crimen.)

Era un crimen, pero no el crimen.

Dejó que viviese. Lo dejó al cuidado de una organización adecuada y volvió cuando pudo (dentro de una estricta secuencia temporal, acorde incluso con el fisiotiempo) para hacer los pagos necesarios y ver cómo crecía el muchacho.

Pasaron dos años. Hacía comprobaciones periódicas, asegurándose de que la trama vital del muchacho no inducía de ningún modo cambios cuánticos. Era una buena trama vital y Manfield se alegraba de ello. El niño aprendió a caminar y a balbucear algunas palabras. No le enseñaron a llamarle "papá" a Manfield. Fuesen cuales fuesen las especulaciones que la gente del tiempo de aquella institución para el cuidado de niños pudiesen hacer en lo concerniente al hombretón que pagaba de modo tan regular, siguieron siendo eso, especulaciones y nada más.

Luego, cuando hubieron pasado los dos años, las necesidades de un cambio cuántico que incluía colateralmente al 570 fueron sometidas al Gran Consejo Pantemporal y Manfield, promovido recientemente al rango de programador asociado, fue puesto a cargo de éste.

El orgullo que sintió en aquel instante estaba teñido de aprensión.

(—Tenía que estarlo —dijo Twissell. Los niños son los rehenes del tiempo.

Manfield sacudió el cabeza disgustado ante el aforismo.)

Trabajó en el cambio cuántico e hizo un trabajo impecable. Pero su aprensión fue en aumento. Sucumbió a una tentación que, en su corazón, había sabido que nunca sería capaz de resistir. Mantuvo retenida su solución mientras tramaba un nuevo curso vital para su hijo.

Ese era un segundo crimen, tan grande como el primero, pero seguía sin ser el crimen.

Durante veinticuatro horas, sin comer ni dormir, permaneció sentado en su oficina, luchando con la trama vital ya completada, haciéndola pedazos una y otra vez en un intento desesperado de hallar un error.

No había ningún error.

Al día siguiente, reteniendo aún su solución para el cambio cuántico, elaboró un mapa espaciotemporal y entró en el tiempo en un punto situado más de treinta años arriba en el cuando desde el nacimiento de su hijo.

Ese era un tercer crimen, mayor que los dos primeros, pero seguía sin ser el crimen.

Su hijo tenía treinta y cuatro años de edad; era tan viejo ahora como el mismo Manfield. No conocía a su padre, no recordaba a un hombretón que le visitaba en su infancia.

Era ingeniero aeronáutico. El 570 era experto en media docena de modos de viaje aéreo, y el hijo de Manfield era feliz y había triunfado como miembro de su sociedad. Estaba casado con una joven que le amaba con ardor, pero Manfield sabía que no iban a tener hijos.

(—Al menos eso era algo —dijo Twissell, y puso la colilla de su cigarrillo en una unidad de eliminación.

—Le dije que había trazado su curso vital en busca de cambios cuánticos. No soy tan descuidado.)

Manfield pasó todo el día con su hijo. Se presentó como una relación de negocios y le habló con formalidad, sonriendo cortésmente, despidiéndose con frialdad. Pero en secreto le vigilaba y absorbía cada uno de sus actos, llenándose con ellos, viviendo con feroz intensidad ese único día de una realidad que mañana (en fisiotiempo) no habría existido nunca.

Volvió a la eternidad y pasó una última y horrible noche luchando fútilmente con lo que debía ser. A la mañana siguiente entregó sus computaciones y preparó una petición al Gran Consejo Pantemporal en la que pedía un cambio de categoría.

—Y usted me ayudó, ejecutor —concluyó Manfield.

—Supongo que su hijo no vivió en la nueva realidad —dijo Twissell.

—Oh sí que vivió —dijo Manfield lentamente—. Existió... como un parapléjico desde los cuatro años de edad. Cuarenta y dos años en cama, bajo circunstancias que me impidieron incluso el lograr que se aplicasen en su caso las técnicas regenerativas de nervios del 900.

»Yo le hice eso a mi hijo. Fueron mi mente y las máquinas de computación las que computaron para él esa nueva vida, y fue mi palabra la que ordenó el cambio. Cometí varios crímenes, pero ése fue el crimen que acabó conmigo como programador.

9

Twissell se culpó a sí mismo de su pánico inicial a medida que éste fue desapareciendo. Había actuado con bastante rapidez al hacer que buscasen a Manfield, pero luego se había dejado trastornar, primero por la lentitud de Manfield en comprender y luego por la reluctancia neurótica de aquel hombre a la hora de ayudar.

Sólo cuando Twissell, en la negativa a colaborar de Manfield, reconoció el torbellino de un dolor y una culpabilidad escondidas, fue nuevamente capaz de recobrar la iniciativa. Lo consiguió dejando hablar a Manfield. Sintió que el suelo iba volviendo a endurecerse bajo sus pies, y recobró el equilibrio.

No intentó hacer que Manfield se apresurase. Dejó que pasasen los minutos. Cuando Manfield acabó, Twissell estaba empezando a encontrarle de nuevo sabor a sus cigarrillos.

No se apresuró a hablar. Al contrario, dejó que pasasen dos minutos en tanto que la catarsis de la confesión purgaba a Manfield de su carga de culpabilidad.

En tanto que ejecutor, Twissell tenía un cierto conocimiento, naturalmente, de la ingeniería psíquica. Intelectual, ya que no emocionalmente, podía ir siguiendo el funcionamiento de la mente de Manfield. Lo que le había ocurrido era el equivalente a reventar un absceso. Algún día, pensó Twissell, la ingeniería psíquica tendría que ser elevada al rango de una clasificación separada de especialidad dentro de la eternidad.

Por fin habló sin alzar la voz.

—Si la eternidad llega a su fin, el equivalente de su tragedia le sucederá a un número incontable de hombres y mujeres. Usted puede evitarlo.

Aguardó unos instantes y luego siguió hablando.

—Usted conoce la Historia Primitiva. Sabe cómo era. Era una realidad que fluía ciegamente siguiendo la línea de probabilidad máxima. En los siglos de fisiotiempo en que ha existido la eternidad, hemos elevado nuestra realidad a un nivel de bienestar que está mucho más allá de todo lo conocido en los tiempos primitivos, pero también a un nivel que, de no ser por nuestra interferencia, sería ciertamente de una probabilidad muy escasa.

Twissell observó atentamente a Manfield, que seguía callado, y continuó:

—Con la eternidad desaparecida, un millón de años de historia humana revertirán de nuevo a una realidad inmutable de ignorancia, matanzas y miseria. Su propia experiencia debería darle una mayor capacidad para comprender el significado de eso y la necesidad de evitarlo, mucho más de todo lo que yo pueda decirle.

Manfield alzó la cabeza.

—Pero, ¿qué puedo hacer?

Era un acto de rendición y Twissell lo sabía. Actuó de inmediato para evitar que su interlocutor pudiese reconsiderar su postura y se acercó rápidamente a los controles de la cabina a través de la cual Cooper había desaparecido más allá del inicio de la eternidad.

—Venga aquí, Manfield.

En total, Twissell había perdido una hora pero con esa hora había ganado una oportunidad. No se permitió pensar lo pequeña que era esa oportunidad.

Estaba muy nervioso. Al menos, estaba haciendo algo.

—Esto es el crono-control —dijo—, el reóstato que controla la longitud temporal del impulso de la cabina. Si hubiese añadido un seguro para evitar que sus coordenadas pudiesen variar una vez dispuestas..., pero, por supuesto, detalles así se los dejaba siempre a Horemm.

Sonrió amargamente.

—Horemm estaba en esa posición —prosiguió—. Hizo girar el control en el mismo instante en que cerraba el conmutador. Eso es lo que me dijo. Y si puedo seguir el curso de sus emociones en esos instantes, movió una sola vez la mano en el crono-control para hacerlo girar una sola vez, con un impulso espasmódico de odio e ira.

Y al decir esto Twissell, su propio rostro pareció reflejar esas emociones y su mano, aferrando el dial de porcelana, lo hizo girar salvajemente.

—¿Cuál es la lectura? —preguntó, casi sin aliento.

Manfield se inclinó sobre el dial.

—En algún lugar cercano al 20. Veamos, diecinueve....

—No sirve de nada leerlo de tan cerca —dijo Twissell—. No puede ser más que una aproximación. —Se llevó el cigarrillo a los labios, atisbando a través del humo. Y añadió—: ¿Qué sabe del 20, Manfield?

El instructor se encogió de hombros.

—Lo ha estudiado, por supuesto —dijo Twissell.

—Oh, sí.

—Muy bien. Pongámonos en el lugar de Cooper. Es un muchacho brillante; inteligente e imaginativo, ¿no cree usted?

—Un Joven muy capaz.

—Y un eterno. Eso es lo importante. —Twissell agitó el dedo—. Eso es lo importante. Está acostumbrado a la idea de comunicar a través del tiempo. No es probable que se rinda a la idea de haber quedado abandonado a la deriva en él. Sabrá que le vamos a buscar.

—Sí, pero, ejecutor, ¿qué puede hacer al respecto?

El astuto y anciano rostro de Twissell, convertido en un amasijo de arrugas, miró a Manfield sin verle en realidad.

—¿Hay alguna fuente particular que usted usase al estudiar los 20? ¿Algún documento, archivos, películas, objetos, obras de referencia? Me refiero a fuentes primarias, que datasen de ese mismo tiempo.

—Naturalmente.

—¿Y él las estudió con usted?

—Sí.

—Entonces, ¿no es natural imaginar que él puede tratar de insertar en uno de esos objetos, un objeto que él sabría que usted tenía la costumbre de ver y estudiar, alguna referencia a su propia persona?

—Eso es una conjetura que se sostiene de un finísimo hilo.

—Quizá —accedió rápidamente Twissell—. Pero, ¿qué otra cosa puede hacer? Si no hace nada estamos acabados, se terminó, todo ha terminado. La única oportunidad que tenemos es el que haya hecho algo y que podamos llegar a entender lo que ha pensado hacer. Por eso le necesito. En primer lugar, usted le conoce mejor. Durante cinco años le ha tenido de modo continuo bajo su cuidado. Segundo, es la persona con quien intentará automáticamente ponerse en contacto. Si conoce y quiere a alguien en la eternidad, es a usted. Tercero, usted y sólo usted sabrá dónde mirar; usted y sólo usted será capaz de reconocer su mensaje.

—Pero no sé dónde mirar —dijo Manfield, sacudiendo ansiosamente la cabeza.

—Pregúnteselo a sí mismo: ¿había alguna fuente que usted consultase con mayor frecuencia que otras respecto al 20? ¿Existe alguna forma peculiar de registro que Cooper asociase automáticamente con el 20? Piense, hombre. Es nuestra única oportunidad.

Y aguardó, apretando fuertemente los labios.

—Estaban las revistas de noticias —dijo Manfield—. Eran un fenómeno anterior al segundo milenio. Una en particular era muy útil. Su primer número se remonta a 1923... Por supuesto, quizás ha sido enviado aún más pronto.

—Y quizá no. Tenemos que empezar por alguna parte, Manfield.

—Prosiguió hasta bien avanzado el 22.

—Muy bien. ¿Supone usted que hay algún modo en el que podría usar esa revista para transmitir un mensaje? Recuerde, él sabrá que usted va a leerlo; que estará familiarizado con él, que sabrá cómo interpretarlo.

—No lo sé. —Manfield volvió a menear la cabeza—. Le gustaba utilizar un estilo artificioso. La revista tendía a ser bastante selectiva. Sería difícil, incluso imposible, confiar en que fuese a imprimir algo que usted hubiese planeado que imprimiesen. Digamos que incluso si Cooper se las hubiese arreglado para colocarse en su personal, lo cual es muy improbable, no podría estar seguro de que sus escritos lograsen rebasar a los distintos editores. No se me ocurre nada, ejecutor.

—¡En el nombre de Cronos, piense! —dijo Twissell—. Concéntrese en esa revista. Está en el 20, es usted Cooper con su educación y sus antecedentes. Manfield, usted enseñó al muchacho. Y ha sido un programador con entrenamiento en psicoingeniería. ¿Qué haría él? ¿Cómo se las arreglaría para colocar algo en la revista, algo con el texto exacto que desea?

Manfield abrió un poco más los ojos.

—¡Un anuncio!

—¿Qué?

—Un anuncio. Un aviso pagado que estarían obligados a imprimir exactamente tal y como él pidiese.

—Ah, sí. Tienen algo parecido en el 182.

—Me imagino que lo tienen en muchas eras, pero el 20 dejó al máximo en ese terreno. De hecho —dijo Manfield, animándose repentinamente con el tema—, el 20 es en muchos aspectos la cumbre de los tiempos primitivos. El medio cultural. ..

—Ahora no, Manfield. Vuelva al anuncio. ¿De qué clase sería?

—No tengo ni la menor idea, ejecutor.

Twissell contempló el extremo encendido de su cigarrillo como si buscase en él la inspiración.

—No puede decir nada de un modo directo. No puede decir: Cooper, del 28, llamando a la eternidad. ..

—Podría decirlo.

—Si lo hiciese sería un estúpido, y no creo que lo sea. Con eso estaría pidiendo un cambio cuántico.

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