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Authors: Isaac Asimov

Cuentos paralelos (40 page)

BOOK: Cuentos paralelos
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Jugueteó con el vaso vacío del cóctel y permaneció sentado allí, sumido en sus pensamientos.

Sarle se volvió hacia Jane y le sonrió. Manteniendo la mano izquierda cerca de su propio cuerpo, Sarle unió los dedos gordo y anular formando un círculo y dejando extendidos los demás. Jane no le vio. Estaba mirando fijamente a Roger, con una expresión tensa y nada feliz.

—Roger —dijo ella.

—¿Qué?

—Por favor. Estás haciéndolo otra vez.

Roger, asombrado, miró hacia abajo. Su cuerpo estaba a unos quince centímetros por encima del mullido asiento del sillón.

—Lo siento —dijo, descendiendo—. En cuanto me distraigo vuelve a suceder.

—Lo sé —dijo Jane sombríamente—. Lo sé.

Roger recibió el primer sobre de su paga en el despacho de Magoun, quien trató de mostrarse cordial y logró no parecer incómodo.

—Ha sido una buena semana, señor Toomey —le dijo—, y le he incluido un pequeño extra en el sobre. Encontrará doscientos cuando lo abra.

—Gracias —dijo Roger.

—No se preocupe. —Magoun le palmeó la espalda—. Puede utilizarme como referencia, y le proporcionaré el nombre de un agente de confianza si es que desea uno.

Roger le miró, sorprendido.

—¿Qué significa eso? ¿Que ya he terminado aquí?

Magoun sacó un puro de la caja y se lo quedó mirando.

—El compromiso fue sólo por una semana, como usted recordará.

—Maldita sea, usted dijo una semana en el sentido de ver cómo me las arreglaba con el público.

—Sí, sí, en efecto. El espectáculo es bueno, pero no tiene la garra suficiente, ¿comprende lo que quiero decir? Usted flota, pero eso es todo. Usted no baila, no ofrece un espectáculo de variedades. Ni siquiera tiene un ayudante. Alguien que realce la actuación. Si los hombres se cansan de la magia, les gusta contemplar bonitas piernas, ¿comprende?

—Pero usted está ganando dinero. El cajero me dijo que ésta ha sido la mejor semana que había conocido.

Magoun dejó el puro, sin haberlo encendido.

—Mire, señor Toomey, ¿quiere saber la verdad? Pues voy a dársela. No soy de esa clase de tipos farsantes delante de los demás, ¿comprende? Mire, he estado observando su actuación. No soy ningún tonto. Tengo mi experiencia. He visto actuar a más magos de los que usted podría contar. Conozco todos sus trucos. Sólo que usted no los utiliza. No hay trampa ni cartón en lo que hace usted. No les induce a apartar la vista de usted para sustituir rápidamente un artilugio por otro. No se sostiene de hilos colgados del techo. Y tampoco utiliza espejos.

»Al principio pensé que sería hipnotismo, aunque nunca he visto utilizar el hipnotismo delante de toda una multitud de gente. En cualquier caso, me senté entre el púbico y cerré los ojos en cuanto apareció usted. Y esperé hasta que empezaron a sonar los gritos de asombro y entonces los abrí. Y ahí estaba usted, con la cabeza a tres metros por encima del escenario. No podía ser hipnotismo. Había cerrado los ojos.

—Déjeme a ver si le entiendo —dijo Roger—. ¿Quiere decir que me despide porque cree que lo que hago es cierto, que puedo realmente volar?

—No me gusta decirle esto, ¿comprende? —dijo Magoun extendiendo las manos abiertas—. No voy a admitir si creo o no en brujerías. Sólo me gustaría despedirme de usted de una forma amable, sin resentimientos.

—Espere. Suponga que puedo flotar de verdad. ¿Qué supone eso para usted?

—Bueno si es así, los clientes pueden tener la idea de que todo es demasiado cierto. Y eso no les gustaría. Ya sabe cómo es la gente. Son supersticiosos, ¿comprende? Muchos de ellos no tienen una educación muy buena. Y en cuanto menos se lo espere habría alguien gritando: «Es el diablo», o alguna otra locura por el estilo. Mire, usted no conoce el negocio del espectáculo como yo; no tiene usted ni la más ligera idea de cómo pueden suceder las cosas. No puedo arriesgarme a que se produzca un tumulto, señor Toomey. Debo pensar en mi reputación.

—Pero se equivoca, señor Magoun. Al público le gusta que le engañen.

—Quizá. Pero únicamente mientras sepan que sólo se trata de un engaño. Un tipo logra quitarse unas esposas, muy bien. Todo el mundo sabe que se las ha arreglado para ocultar una llave en la palma de la mano, aunque no hayan podido verla. ¿Hace desaparecer a un ayudante? Todos saben que hay un espejo en alguna parte del escenario, o un botón falso o algo por el estilo. ¿Alguien capaz de leer los pensamientos de los demás? Todos saben que entre el público hay un compinche.

»Pero usted, señor Toomey, usted es demasiado bueno. Yo he visto a una mujer flotar por encima de un diván durante aproximadamente diez segundos. Está sostenida desde arriba, claro. No puede moverse, no puede cambiar de posición. Pero usted flota por cualquier parte. Se pone cabeza abajo en el aire. Se desliza por encima de las mesas. No hay forma alguna de que haya trampa. Lo que usted hace es verdadero. Y así es como lo piensa el público... Mire, señor Toomey, dígame cómo lo hace y podremos llegar a un acuerdo. ¿Qué le parece?

Roger guardó silencio.

—En tal caso no podemos hacer nada —dijo Magoun.

—A usted no le preocupan los tumultos —dijo Roger—. Ningún productor en su sano juicio despreciaría una actuación como la mía, capaz de hacerle ganar dinero, simplemente porque la considera demasiado buena. Lo que sucede es que usted me tiene miedo. Me teme personalmente.

—No se trata de miedo —replicó Magoun—. Pero el asunto no me gusta. Me hace sentir incómodo, ¿comprende?

—¿Por qué?

—Porque no es correcto, señor Toomey. Es algo en contra de las leyes de la naturaleza. No puede ser correcto.... Mire, señor Toomey ¿ha oído hablar alguna vez de la ley de la gravedad?

Roger se incorporó.

—Adiós.

Magoun extendió la mano hacia él.

—¿Sin resquemores?

Roger se marchó sin contestar.

No tomó el metro, sino que regresó a casa caminando. Estaba hecho un lío. Nadie afrontaría la verdad. Nadie sería capaz de contemplar los hechos cara a cara. Hasta un mago debía demostrar que lo que hacía no era más que un engaño. Se prefería la ilusión, el charlatanismo.

En cuanto a la verdad, había que ocultarla.

Las dos horas de caminata a primeras horas de la madrugada no le aportaron solución alguna. Subió el tramo de escalera hasta su apartamento, en el segundo piso, sintiéndose en un estado de agotamiento. Cerró la puerta suavemente tras él. El pestillo no se cerró del todo, pero él no se dio cuenta.

Se desnudó sin encender las luces para no despertar a Jane. Esta le había preparado la cama en el diván, extendiendo las sábanas sobre él.

De pronto, todo le pareció insoportable. Tenía que dárselo a Jane. Tenía que despertarla y dárselo ahora mismo. Tenía que dárselo, maldita sea, o se derrumbaría.

Se dirigió lentamente hacia el dormitorio y extendió la mano hacia la almohada donde debería estar su rubia cabeza. Pero no la encontró.

—Jane —la llamó suavemente.

Y pensó confundido: «Debe de estar en el cuarto de baño«.

Tanteó para encender la lámpara de la mesita de noche y parpadeó en una habitación vacía. La volvió a llamar..., y entonces vio la hoja de papel sujeta a la almohada con un alfiler. La arrancó de un manotazo.

Empezaba diciendo: «Roger». Ninguna palabra de ternura; simplemente «Roger». Los trazos de la escritura eran apresurados, desbaratados, casi incoherentes.

Roger: no puedo soportarlo y tengo que marcharme. Sé que no es culpa tuya, pero no puedo evitarlo. No quise marcharme mientras las cosas iban tan mal. Habría sido muy mezquino por mi parte. Pero ahora has iniciado una nueva carrera y lograrás salir adelante sin mí. Por favor, no trates de encontrarme, y no te preocupes por mí. Sólo me llevo mis cosas personales y la mitad del dinero que teníamos en la cuenta común. Adiós. Jane.

Roger leyó la nota y su contenido fue impregnando lentamente su mente aturdida. Dejó caer la nota, y pensó: «Mi nueva carrera». Y después, en voz alta, medio histérica, gritó:

—¡Mi nueva carrera!

Medio mareado, se dirigió hacia la cómoda. De su parte superior tomó la caja donde guardaba sus pequeñas minucias personales: sujetadores de corbata, gemelos, una vieja pluma, la llave del club Phi Beta Kappa que ya no utilizaba. De la caja sacó el frasco de somnífero que había ido acumulando a causa de las recetas no utilizadas que le había entregado su amigo de la Escuela de Medicina. En su mente siempre había albergado un cierto presentimiento de que podría necesitarlas.

Recogió del suelo la nota de Jane y garabateó unas pocas palabras en la otra cara del papel, utilizando su pluma. Se preparó un vaso de agua, lo dejó sobre la mesita de noche, se sentó en el borde de la cama y vertió media docena de pastillas para dormir en la palma de su mano. Después, vació en ella todo el tubo. Lenta, pensativamente, se las fue tragando con agua, tomando dos cada vez.

Se tumbó sobre la cama y se cubrió con la sábana. Cerró los ojos.

La confusión de su mente fue apagándose y la paz descendió lentamente sobre él. La levitación ya no importaba. Nada importaba. Excepto el sueño. Sólo el sueño.

Y su última, lenta y ensoñadora sensación fue que estaba flotando.

Estaba allí tumbado, enfriándose.

La aparición del rigor mortis, cuando no se produce de un modo uniforme, proporciona una pseudovida fantasmagórica a un brazo o a una pierna, haciendo que se tuerzan.

Fuera lo que fuese que controlase la levitación en el cuerpo de Roger, los primeros espasmos de la muerte lo atiesaron y lo activaron.

Hacia el mediodía, una vecina observó las dos botellas de leche junto a la puerta del apartamento de los Toomey. Llena de buenas intenciones, i llamó a la puerta.

—Señora Toomey, señora Toomey.

La puerta, cuyo pestillo no se había cerrado del todo, giró hacia el interior bajo la presión de sus nudillos.

La mujer entró en el apartamento y se vio rodeada de un silencio opresivo.

—¿Señora Toomey?. . . ¿Ocurre algo?

Medio asustada, avanzó de puntillas por el salón vacío y echó un vistazo al interior del dormitorio.

Todo su ser se conmocionó y lanzó un grito salvaje. El cuerpo rígido de Roger estaba evidentemente muerto, y la mujer no esperó más, ni se detuvo a mirar más atentamente si había alguna otra cosa que llamara la atención.

Los dos agentes de policía vestidos de paisano miraron el apartamento imparcialmente y dirigieron al cadáver un breve vistazo de hastío.

El policía Dooley recogió la nota que estaba sobre la mesita de noche.

—Es de su mujer —dijo, sosteniéndola cautelosamente por uno de los bordes.

El policía Herlihan la leyó por encima del hombro de su compañero.

—¿Qué otra cosa podía esperarse? ¡Pobre fiambre!

—Llamaré al doctor Curley —dijo Dooley—. Sin duda alguna, se trata de suicidio.

Herlihan recogió cuidadosamente el frasco vacío con las puntas de dos dedos.

—Supongo que se trata de pastillas para dormir, ¿no? —dijo, volviendo a dejar el frasco.

—Seguro.

Dooley salió al salón.

Herlihan contempló especulativamente lo que quedaba de Roger Toomey. Y entonces miró más atentamente.

—Eso es extraño —murmuró.

Apartó de un tirón la sábana que colgaba extrañamente y casi se cayó de espaldas.

—¡Santo Dios! —exclamó.

Quince centímetros de espacio separaban el cadáver del colchón.

Herlihan pasó la mano por debajo del cuerpo, pero allí no había nada capaz de sostenerlo. Únicamente espacio. Volvió a extender la mano, temblorosa, mirándola fijamente.

Salvajemente, colocó las manos sobre el pecho y el abdomen del muerto y apretó hacia abajo.

Algo chasqueó. Se escuchó un crac limpio y nítido, minúsculo, pero perfectamente audible, y el cuerpo descendió... como el de un peso muerto. Y el colchón crujió para demostrarlo.

El chasquido había procedido del interior del cuerpo, como si se hubiera extendido un músculo un poco más de lo debido.

Herlihan retrocedió.

La voz de Dooley, que hablaba por teléfono, guardó silencio, y el policía entró en el dormitorio.

—El doctor Curley vendrá dentro de media hora —dijo—. Y.... eh, Mike, este tipo ha escrito algo en la otra cara de la nota de su esposa. Escucha: «A un hombre se le puede guiar hacia los hechos, pero no se le puede hacer creer». ¿Qué te parece?

Herlihan seguía mirando fijamente el cadáver.

Dooley frunció el ceño.

—¿Ocurre algo?

Herlihan sacudió la cabeza con una expresión atontada.

—¡Nada! ¡Nada en absoluto!

Creencia (versión publicada)

En ese caso, y puesto que el relato fue escrito y publicado como novela corta, hay espacio suficiente para incluir las dos versiones. Sin embargo, no hay necesidad de publicarlas completas, puesto que las dos primeras terceras partes son idénticas.

La diferencia surge, pasado ya la mitad del relato, en plena conversación entre Roger Toomey, el hombre capaz de levitar, y James Sarle, el psiquiatra. En mi versión original, Sarle recomienda que Toomey considere la idea de convertirse en mago como una forma de recuperar el control sobre su vida.

Inicié mi revisión a partir del asterisco introducido en ese párrafo, cambiando por completo lo que seguía. Aquí, pues, empezando a partir de dicho asterisco, se incluye el final de la versión que fue publicada.

En el momento en que una persona es orientada a enfrentarse a los hechos antes que a las ilusiones, los problemas tienden a desaparecer. Al final, caen en su auténtica perspectiva y se vuelven resolubles.

Roger se agitó inquieto.

—¡Chácharas psiquiátricas! Eso es como poner los dedos en las sienes de un hombre y decir: «¡Ten fe y estarás curado!». Si el pobre tipo no resulta curado, es simplemente porque no ha sabido acumular la suficiente fe. El hechicero nunca pierde.

Quizá tengas razón, pero déjame ver, ¿cuál es tu problema?

—Nada de catecismo, por favor. Sabes muy bien cuál es mi problema.

—Levitas. ¿Es eso?

—Digamos que sí. La situación es ésa, en una primera aproximación.

—No eres serio, Roger, pero probablemente tengas razón. Eso es tan sólo una primera aproximación. Después de todo, eres tú quien se está enfrentando al problema. Jane me ha dicho que has estado experimentando.

—¡Experimentando! Buen Dios, Jim, no estoy experimentando. Estoy dando palos de ciego. Para experimentar necesito cerebros de primera clase y un buen equipo. Necesito un equipo de investigación, y no lo tengo.

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