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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Cuestión de fe (13 page)

BOOK: Cuestión de fe
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—Si están juntos en esto, probablemente ella esté recibiendo ya la mayor parte de los pagos —dijo Brunetti, con lo que puso de manifiesto la interpretación que había dado a las listas que obraban en su poder—. Por lo tanto, ella es quien debería pagar los cafés.

—No, no —dijo ella rechazando tanto su interpretación como su comentario jocoso—. Él no da la impresión de pensar que tiene que compensarla por algo. Es como si entre los dos hubiera un enorme agujero y él no pudiera pensar más que en la manera de cerrarlo, aun a sabiendas de que es tan grande que nunca lo conseguirá. —Se quedó pensativa un momento y agregó—: No; tampoco es eso. Él le está «agradecido», pero agradecido de la manera en la que lo están los devotos cuando la Madonna ha escuchado su plegaria. Violenta verlo.

—¿Lo ha notado su amigo Umberto?

—Si lo ha notado, no ha hecho comentarios. Y yo tenía tanta prisa por marcharme que no le he preguntado. Además, me horrorizaba la idea de estar en la
riva,
al sol, hablando con él ni un minuto más. Sólo quería subir a la góndola y cruzar al otro lado lo antes posible.

Brunetti no pudo resistir la tentación de preguntar: —¿Así es como Umberto la trata a usted, como a la Madonna?

—Oh, no —dijo ella yendo hacia la puerta—. Lo suyo es amor no correspondido.

Ni aquel día ni al día siguiente pudo la
signorina
Elettra descubrir indicio alguno que apuntara a la causa de los aplazamientos de los casos consignados en la lista. El sistema informático del Tribunale estaba averiado y como las dos personas encargadas de él estaban de vacaciones, la base de datos no estaría disponible hasta dentro de una semana por lo menos.

Desgraciadamente, según ella pudo comprobar, la avería excluía del sistema tanto a las personas autorizadas a consultarlo como a las no autorizadas.

Con la esperanza de recibir noticia de algún éxito antes de irse de vacaciones, Brunetti la llamó para preguntar si había tenido tiempo de informarse sobre Marco Puntera, el dueño del apartamento de Fontana. Ella casi le pidió disculpas por no haber podido hacer tal cosa, y explicó que su amigo ya no trabajaba en el banco y ella había estado tan ocupada redactando las instrucciones del
vicequestore
Patta para el período de vacaciones que no había tenido tiempo de ver qué podía encontrar sobre el
signor
Puntera. Prometió dedicarse a ello en cuanto el
vicequestore
se hubiera ido a la isla de Ponza donde él y su familia serían huéspedes del presidente del Consejo Municipal de Venecia, que tenía casa allí.

—Otra manera de garantizar la absoluta objetividad de las fuerzas del orden en toda investigación de los políticos locales —dijo Brunetti, al oír el nombre del anfitrión de Patta.

—Estoy convencida de que el
vicequestore
es inmune a toda clase de halagos —dijo la
signorina
Elettra en respuesta a la sugerencia de Brunetti—. Usted ya sabe, comisario, que él habla a menudo de la necesidad de evitar hasta la apariencia de favoritismos de cualquier especie.

—Sé muy bien cómo habla de esas cosas —dijo el comisario, y entonces ambos centraron la atención en la inminente marcha de Brunetti y en lo que habría que hacer mientras él estuviera de vacaciones. Ella le deseó una
buona vacanza
y se despidió hasta dos semanas después.

Tomando los buenos deseos de la joven como el permiso para marcharse, Brunetti se fue a casa y se dedicó a meter en la maleta lo que no eran libros.

A la mañana siguiente, los Brunetti tomaron el Eurostar de las 9.50, hicieron trasbordo en Verona y se dirigieron al norte con creciente entusiasmo. En Bolzano cambiaron a un cercanías hasta Merano, y aquí, al
trenino
de Vinchgau hasta Malíes, donde los esperaría el coche. A poco de salir de Verona, estaban viajando por un universo de vides. Una poesía que Brunetti había tenido que estudiar en tercero de Inglés decía: «Cañón a la izquierda y cañón a la derecha»; aquí, en lugar de cañones, eran vides, kilómetros y kilómetros de viñedos, todos podados a idéntica altura; seguramente, pensó, también las uvas serían todas de la misma variedad y tamaño.

Transcurría el tiempo, como suele transcurrir el tiempo en el tren; Brunetti, contento de estar en campo abierto, miraba por la ventanilla; Chiara conversaba con una joven pareja que viajaba en el mismo compartimento; y Raffi, sentado frente a su madre, en una de las butacas del centro, se camuflaba entre unos auriculares y, de vez en cuando, movía la cabeza de arriba abajo siguiendo el compás. En un momento en que la cabeza aceleró el movimiento, Paola levantó la mirada del libro y desconcertó a los otros cinco ocupantes del compartimento diciendo en inglés:


Unheard melodies are indeed sweeter,
sí que son más dulces las melodías que no oímos —y volvió a enfrascarse en las observaciones de míster James.

Brunetti escuchaba a intervalos la conversación que mantenían su hija y la pareja que ocupaba los asientos de la ventanilla. Al parecer, los jóvenes iban a pasar dos semanas en Bolzano, en casa de unos amigos, tiempo que dedicarían a escuchar música y descansar. Puesto que ambos habían comentado lo fácil que resultaba la escuela y lo aburrida que era la vida en general, Brunetti sintió la tentación de preguntar
de qué
necesitaban descansar, pero optó por contemplar los viñedos. Observó que unos tractores en miniatura patrullaban entre las hileras de vides, rodándolas con pulverizadores. Cuando el tren, al acercarse a Trento, empezó a aminorar velocidad, Brunetti observó que uno de los tractoristas llevaba un mono blanco parecido al que usaba la policía científica y, además, se protegía la cabeza con una capucha y toda la cara, no sólo la boca y la nariz, con una máscara.

Paola estaba frente a él, al lado de la puerta, y Brunetti no tuvo más que alargar el brazo para llamar su atención con un golpecito en la rodilla.

—Parece un marciano, ¿no crees? —dijo señalando hacia la ventana.

Chiara, atenta a lo que estaba diciéndole el muchacho, no reparó en el tractor ni en el que lo conducía.

Paola estuvo un rato mirando por la ventanilla y se volvió hacia Brunetti.

—¿Comprendes ahora por qué en casa comemos fruta ecológica?

Como si la mención de un comestible hubiera atravesado los auriculares y despertado un instinto siempre latente, Raffi dijo con una voz más gruesa de lo normal:

—Tengo hambre.

Paola, al igual que la típica madre de película italiana de los años cincuenta, estaba convencida de que la comida que se compra en el tren es perjudicial, y había llenado una cesta de bocadillos, fruta, agua mineral, media botella de vino tinto y más bocadillos.

A una señal de su madre, Raffi bajó la cesta de la red de equipajes, la abrió y empezó a repartir bocadillos a todo el compartimento, incluidos los dos jóvenes que, después de la obligada negativa inicial, los aceptaron encantados. Había
prosciutto
y tomate,
prosciutto
y aceitunas,
mozzarella
y tomate, ensaladilla, atún y aceitunas, y otras variaciones de estos ingredientes. Raffi llenó de agua seis vasos de papel y los fue pasando.

Brunetti se sintió de pronto inundado de alegría. En paz, viajando hacia el norte, rodeado de lo que más quería en el mundo. Todos sanos; todos seguros. Durante dos semanas, pasearía por la montaña, comería
speck
y
strudel,
dormiría con edredón mientras el resto del mundo se achicharraba, y leería hasta hartarse. Miraba por la ventana, observando que las vides habían sido reemplazadas por manzanos.

La conversación entre la gente joven se hizo general. La pareja dio profusas gracias a Paola habiéndole respetuosamente de usted, lo mismo que a Brunetti. Con Chiara y Raffi, por supuesto, se tuteaban. Gran parte de su conversación tenía una cualidad hermética para los oídos de Brunetti, que no entendía casi ninguna de sus referencias ni encontraba sentido a algunos de sus adjetivos. Por el contexto, dedujo que
«refatto» era
una alabanza y que ser considerado
«scrauso»
era lo último.

Salieron de Trento a la hora, y Raffi empezó a repartir plátanos y ciruelas.

Diez minutos después, mientras continuaba el desfile de manzanos, sonó el teléfono de Brunetti. Durante un momento, pensó en dejarlo sonar, pero luego decidió contestar y lo sacó del departamento lateral del bolso de Paola, donde él lo había metido al salir de casa.


Pronto
—respondió.

—¿Es usted, Guido?

—Sí. ¿Con quién hablo?

—Claudia. —Brunetti tardó unos segundos en asociar la voz con el nombre y deducir que la persona que llamaba era la comisaria Claudia Griffoni, que por ser la última en orden de veteranía debía permanecer de servicio durante las vacaciones del
ferragosto.

—¿Qué ocurre? —Tener a la familia a su lado le había evitado el sobresalto de temer lo peor.

—Un asesinato, Guido. Parece un atraco que ha acabado mal.

—¿Cómo ha sido? —Vio la mano de Paola en su rodilla y entonces se dio cuenta de que estaba mirando al suelo para aislarse.

La comunicación se interrumpió y, al cabo de un momento, volvió a oírse la voz de Griffoni:

—Estaba en el patio de entrada de su casa, al lado de la puerta. Quizá lo han hecho entrar de un empujón al abrirla, o lo esperaban dentro.

Brunetti profirió un sonido interrogativo y Griffoni prosiguió:

—Parece que lo han derribado y luego le han golpeado la cabeza contra una estatua.

—¿Quién lo ha encontrado?

—Un vecino de la casa que salía a pasear al perro. Sobre las siete y media de la mañana.

—¿Por qué no me han llamado? —inquirió Brunetti.

—Cuando han dado el aviso, el agente de servicio ha mirado la lista y ha visto que usted estaba de vacaciones. En aquel momento, sólo Scarpa se encontraba aquí, y él ha acudido al lugar. Ha llamado ahora mismo, para informar, y yo le llamo a usted.

Brunetti levantó la cabeza y vio que las tres personas que viajaban frente a él —su esposa, su hijo y la muchacha de al lado de la ventanilla— lo miraban con ojos redondos de curiosidad. Él se levantó, abrió la puerta corredera, salió al pasillo y cerró la puerta.

—¿Dónde está ahora?

Otra interrupción.

—¿Cómo dice? —preguntó Griffoni.

—¿Dónde está la víctima?

—En el depósito.

—¿Qué está pasando en el lugar del crimen?

—Han ido los de criminalística —empezó ella, y su voz se apagó durante segundos. Cuando volvió a oírse, decía—:… situación complicada. En el edificio viven tres familias, y sólo se sale a la calle por esa puerta. Scarpa ha conseguido mantenerlos dentro hasta que el equipo ha terminado, pero a las diez ha tenido que dejarles salir.

Brunetti renunció a comentar cómo esto contaminaría la escena o, cuando menos, brindaría a la futura defensa un pretexto para cuestionar la validez de las pruebas. Sólo en las series policíacas de la televisión se aceptan las pruebas forenses sin discusión.

—Scarpa sigue allí —dijo ella—. Se ha llevado a varios hombres. A Alvise.

—Sí, y ¿por qué no han puesto una parada de barcos en la escena del crimen? —dijo Brunetti, irritado—. ¿Quién hace la autopsia?

Otro corte en la comunicación.

—… pedido a Rizzardi —dijo ella, demostrando una vez más que el poco tiempo que llevaba en la
questura
no lo había desperdiciado.

—¿Podrá encargarse él?

—Así lo espero. Su nombre no estaba en la lista, pero por lo menos el estúpido del ayudante está de vacaciones desde hace una semana y no dejó teléfono de contacto.

—No es manera de hablar del ayudante del
médico légale
de la ciudad, comisaria.

—Rectifico, comisario: estúpido y engreído.

Brunetti dejó pasar la sentencia, que suscribió en silencio.

—Regreso.

—Me alegro —dijo ella con audible alivio—. La mayoría de la gente está fuera y no quería acabar trabajando en esto con Scarpa. —Pasó a los detalles—. ¿Cómo piensa volver? ¿Llamo a Bolzano para que lo traigan en un coche patrulla?

Brunetti miró el reloj.

—¿Dónde está usted? —preguntó.

—En mi despacho. ¿Por qué?

—Mire en el horario de trenes a qué hora sale de Bolzano el próximo tren en dirección al sur.

—¿No quiere un coche? —preguntó ella.

—Me encantaría un coche, créame. Pero de vez en cuando desde el tren se ve la
autostrada
y en algunos tramos no se mueve nadie, ni en un sentido ni en el otro. El tren será más rápido.

Ella murmuró unas palabras y él oyó que dejaba el teléfono. Atento a las interrupciones, observó que parecían coincidir con la aproximación del tren a las torres de alta tensión. Entonces le llegó la voz de Griffoni, que decía:

—El EuroCity de Munich a Venecia tiene la salida un minuto después de que entre su tren.

—Bien. Llame a la estación de Bolzano y digan que lo retengan. Nosotros llegaremos dentro de doce minutos. Yo me apeo de éste, subo al otro y podría estar ahí dentro de unas cuatro horas.

—Sí —dijo ella—. Volveré a llamarle.

Brunetti cortó la comunicación y se apoyó en el cristal del compartimento en el que estaba su familia y miró a las montañas que se elevaban más allá de las grandes plantaciones de manzanos.

Después de que dejaran atrás muchos campos, volvió a sonar su teléfono y Griffoni dijo:

—El tren de Munich lleva diez minutos de retraso. Si el suyo llega a la hora, no tendrá dificultad. Entrará por la vía cuatro.

—Tengo que acompañar a mi familia a su tren, de modo que llame y dígales que me esperen.

—Está bien —dijo ella—. Alguien lo recogerá en la estación de Venecia.

Brunetti guardó el teléfono en el bolsillo y dio media vuelta para abrir la puerta del compartimento.

15

En el tren que lo llevaba de vuelta a Venecia, Brunetti pensaba que la naturaleza humana aún podía sorprenderlo: los dos jóvenes habían insistido en ayudarles a llevar el equipaje al otro tren, después de que un revisor se acercara a decir a Brunetti que el tren con destino a Venecia traía otros diez minutos de retraso. Una vez su familia estuvo a bordo, los dos jóvenes desaparecieron, sin hacer preguntas acerca de la misteriosa razón que le obligaba a regresar a Venecia con tanta urgencia. Brunetti besó a Paola y a los chicos, prometió reunirse con ellos lo antes posible y vio partir el tren que los llevaba a Merano, a las montañas, al goce de dormir con edredón a mediados de agosto.

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