—Si desea tener a su lado a alguien de su familia, díganoslo,
signora,
y le avisaremos.
La anciana movió la cabeza negativamente, sin que tampoco ahora se agitaran sus rizos. Como si apenas pudiera articular las palabras, dijo:
—No; a nadie. Creo que lo que deseo es estar sola.
Brunetti se levantó rápidamente, y Vianello y Griffoni le imitaron.
—Si podemos serle de ayuda,
signora,
no tiene más que llamar a la
questura.
Y hablando a título personal, diré que uno mis oraciones a las suyas para que
il Signore
la ayude a soportar este doloroso trance.
Seguido de sus dos colegas —que, con muy buen acuerdo, guardaron silencio—, Brunetti cruzó la habitación y salió al pasillo.
—Ha faltado poco —dijo Vianello cuando bajaban la escalera. Brunetti se alegró de que hubiera hablado el inspector; de haberlo hecho él, podía dar la impresión de que iba en serio su reproche a Griffoni—. Muy hábil de su parte mostrarse penitente, Claudia.
—Una táctica de supervivencia adquirida en el desempeño de mis funciones, seguramente —dijo ella.
Cuando salieron al patio, a Brunetti se le ensanchó el pecho al encontrarse a la luz del sol, a pesar del calor residual de última hora de la tarde.
—¿Qué impresión ha sacado de sus respuestas? —preguntó a Griffoni.
Ella tardó un momento en contestar.
—Creo que esa mujer sufre terriblemente. Pero también creo que sabe más acerca de la muerte de su hijo de lo que ha reconocido ante nosotros.
—Y de lo que reconoce ante sí misma —interrumpió Vianello.
—¿A qué te refieres? —preguntó Brunetti, recordando que el inspector había estado a solas con la mujer antes de que llegaran ellos.
—No me cabe duda de que lo quería —dijo el inspector—. Pero me parece que sabe algo que no nos ha contado, y que es algo que la hace sentirse culpable.
—¿Pero no lo bastante como para confesarlo? —preguntó Brunetti.
—Al contrario —respondió Vianello inmediatamente—. Tengo la sensación de que sabe algo de él que nos interesaría. —Reflexionó un momento y prosiguió—: La he dejado explayarse, le he preguntado cómo era él de niño, cómo iba en la escuela, esas cosas. —Y, pensando sin duda que ello exigía una explicación, añadió—: Es lo que a todas las madres les gusta contarte de sus hijos.
Brunetti, que también había incurrido en esta costumbre, pensaba que eso lo hacían todos los progenitores, no sólo las madres, pero optó por callar.
—Cada vez que me apartaba del tema o le preguntaba qué hacía él en los últimos años, por ejemplo, si tenía éxito profesional, ella siempre volvía al pasado y hablaba de cuando era niño o estudiante.
—De ayer por la noche no quería hablar, desde luego —dijo Griffoni.
Vianello sacó un sobre blanco del bolsillo de la camisa y lo abrió. Extrajo una fotografía pequeña, de las que se usan para el pasaporte o la
carta d'identitá
y la mostró a los comisarios. Un hombre de mediana edad, frente ancha y manchas de hígado en la mejilla izquierda los contemplaba con expresión grave. Un rostro vulgar que inmediatamente te haría suponer que se trataba de un funcionario con muchos años de servicio en la misma plaza, y gesto inexpresivo, como si el hombre se hubiera cansado de esperar a que le hicieran la foto y se hubiera olvidado de sonreír.
—Qué hombre tan triste —dijo Griffoni con sincera compasión—. Ser tan triste y morir así. ¡Dios, es terrible! —añadió con vehemencia.
—No sabemos si era triste —objetó Brunetti.
Ella puso la yema del dedo en el puente de la nariz de Fontana y dijo:
—Mírelo. Mire esos ojos. Y ha vivido cincuenta y dos años con esa mujer. —Se encogió de hombros con un movimiento que era casi un escalofrío—. Pobre hombre.
Brunetti recordó entonces lo que la
signorina
Elettra había dicho de él. «Pobrecillo.» Brunetti se preguntó si se le estaría ofreciendo una muestra de la intuición femenina de algo que él era muy obtuso para observar.
—Ha dicho algo que debemos comprobar —dijo Brunetti.
—¿Qué es?
—La familia. ¿Recuerdan que ha dicho que estaba segura de que su lado de la familia no daría una foto a la prensa?
Ambos asintieron.
—Me gustaría saber algo de la familia de su marido, quiénes son y qué tienen que decir de Araldo y de su madre. No creo que sea difícil encontrarlos.
Vianello asintió.
—Veré qué puedo hacer.
—Zucchero —gritó Brunetti por encima del hombro.
—¿Sí, comisario? —dijo el agente acercándose.
—¿Hasta cuándo estará aquí?
—Hasta que acabe mi turno, a las seis, señor.
—No es necesario que se quede —decidió Brunetti—. Prefiero que pregunte a las personas que viven cerca de aquí si anoche oyeron algo. Después de las doce.
Y, cuando vuelva a la
questura,
busque a Alvise. Averigüe si tienen los nombres de las personas que estaban aquí cuando han llegado ellos.
El joven asintió.
—Pero procure que él no se dé cuenta de que quiere saber eso.
Esta vez, el agente asintió y sonrió.
—¿Así que conoce a Alvise? —no pudo menos que preguntar Brunetti.
—Él formaba parte del equipo de orientación al que fui asignado, comisario —respondió Zucchero con voz neutra.
—Comprendo —dijo Brunetti en el mismo tono. Y, volviéndose hacia Griffoni y Vianello, añadió—: Vamos a comer alguna cosa.
Entraron en el primer bar que encontraron y pidieron una fuente de
tramezzini.
Al hincar el diente en el primero, Vianello dijo mirando el reloj:
—Seguramente, Nadia estará empezando a pelar los langostinos. —Como los otros estaban muy ocupados comiendo, añadió—: Los hemos comprado esta mañana en la playa, cuando volvían las barcas. Dos kilos. Diez euros y aún estaban vivos.
—Como en los folletos turísticos —dijo Griffoni, bebiendo varios tragos de agua mineral—. ¿Hacen bailes con trajes típicos?
Vianello rió.
—Más o menos. En un pueblo turístico que está a unos tres kilómetros más al norte de la costa, tienen de todo eso.
—¿Pero no donde ellos están?
—No —dijo él con sorprendente aspereza.
—¿Dónde es? —preguntó Griffoni con curiosidad.
—En un pueblo pequeño, al norte de Split.
—¿Cómo lo descubrió?
—Un amigo. —Dicho esto, Vianello se levantó y fue a la barra a buscar otros tres vasos de agua.
Brunetti aprovechó la oportunidad para decir en voz baja:
—Por lo que él me ha dicho, podría tratarse de un pariente que… que le da información. Se casó con una croata y alquilan la casa a las amistades.
Al volver, Vianello dijo con voz grave:
—Todos nos hemos olvidado de mi tía.
Brunetti iba a protestar que ahora tenían que ocuparse de un asesinato, pero tuvo que reconocer que Vianello llevaba razón: se habían olvidado de su tía ya antes de marchar de vacaciones. Podían atribuirlo a falta de personal, a la dificultad de vigilar la casa de Gorini y hasta a la discutible legalidad de lo que hacían, pero serían simples excusas, y Brunetti lo sabía.
—¿Qué pensaba hacer tu primo mientras tú estabas de vacaciones? —preguntó a Vianello.
—Llevará a su madre a Lignano dos semanas.
—Bien. Entonces tenemos dos semanas para ver qué podemos averiguar de las actividades de ese Stefano Gorini.
—¿Incluso con esto en marcha? —preguntó Vianello en tono casi de contrición, señalando con un vago ademán el
palazzo
del que acababan de salir.
—Sí. Pero necesitamos a una mujer.
—¿Cómo dice? —interrumpió Griffoni dejando en el plato su bocadillo a medio comer.
—Para que vaya a hacerle una consulta —dijo Brunetti—. O como se llame eso.
—¿Porque las mujeres somos más crédulas? —preguntó ella con voz átona.
Brunetti se arriesgó a decir:
—No empecemos, Claudia. —Confiaba en que ella comprendiera.
Así fue, porque ella sonrió:
—Perdón. A veces se me olvida con quién estoy hablando.
—Él sospechará menos de una mujer.
—¿Una celada? —sugirió Vianello, advirtiendo a ambos del efecto que semejante acción podría tener en una denuncia que más adelante se formulara contra Gorini.
—Necesitamos a una mujer que no esté oficialmente relacionada con la policía —dijo Brunetti.
—Una mujer mayor —añadió Vianello.
—Desde luego —convino Griffoni.
—¿Tienes alguna idea? —preguntó Vianello.
No había nubes en el firmamento pero, de haberlas, se habrían abierto, para que los rayos de la Iluminación descendieran sobre Brunetti y pusieran una aureola en su cabeza mientras decía:
—Mi suegra.
—Oh, Guido, qué absurdo. Me temo que te ha afectado el calor. En serio.
Al parecer, su suegra iba a poner obstáculos a su proposición. Brunetti, al verla con su camisa de lino blanco y su pantalón de seda negro y aquel corte de pelo a lo chico que le habían hecho últimamente, tenía la impresión de que, vista de espaldas, parecería una adolescente de pelo blanco. Sus movimientos eran ágiles y decididos, de persona joven. Muchas veces, a él le había costado seguirla, circunstancia que Brunetti atribuía a que el pequeño tamaño de la
contessa
le permitía sortear más fácilmente a la gente en las congestionadas calles de Venecia, que ahora eran todas.
Sentado frente a ella, la misma tarde, con su segundo
spritz
en la mesita que tenía delante, contemplando el reflejo del sol poniente en las ventanas del
palazzo
situado frente al Palazzo Falier, Brunetti se relajaba por primera vez en muchas horas, circunstancia que él atribuía a la helada bebida, a los altos techos que mantenían frescas las estancias por tórrida que fuera la temperatura exterior y a la brisa que entraba por las ventanas y hacía ondear las cortinas. Mirando su vaivén, Brunetti trataba de hallar argumentos para convencerla de que fuera a consultar al
signor
Gorini.
—Eso ayudaría a Vianello —dijo él, aun sabiendo que su suegra había visto al
ispettore
una sola vez, en la calle, y durante apenas dos minutos.
Ella lo miró y no se molestó en contestar. Se inclinó hacia adelante, tomó un sorbo de su
spritz,
el primero, y dejó el vaso en la mesa. De sus ojos irradiaban finas arruguitas, pero la piel estaba tersa sobre los pómulos y debajo del mentón. Brunetti sabía por Paola que ello se debía a los genes, no al bisturí.
—Y también ayudaría a esa anciana.
—¿Una anciana que ayuda a otra anciana? —preguntó ella con desenfado.
Él se rió, sabiendo que a ella no la preocupaba la edad.
—Nada de eso. Más bien sería una mujer de la clase alta que ayuda a una mujer de una clase desfavorecida.
—Y yo, sin los impertinentes ni la tiara.
—Hablo en serio, Donatella. Nadie va a ayudar a esa mujer. La están manipulando, no quiere escuchar a su familia y ellos no pueden hacer nada. El director del banco no ha podido hacerla entrar en razón. Y, si se enterase de que estamos investigando a ese Gorini, lo cual va contra las normas, estoy seguro de que rompería con Vianello. Y eso a él le dolería terriblemente, lo sé.
—¿Entonces es responsabilidad de la aristocracia salvar a un miembro
de las clases inferiores?
—preguntó ella, recalcando irónicamente las últimas palabras.
—Más o menos, imagino —dijo Brunetti, tomando otro sorbo del vaso.
—¿Tienes pruebas de que el tal Gorini es un charlatán?
—Tiene un largo historial de fraude.
—Ah —suspiró ella—, lo mismo que nuestros queridos gobernantes.
Brunetti dejó pasar la observación.
—¿Quieres otro? —preguntó ella, mirando el vaso.
—No, gracias. Iré a casa, comeré algo, llamaré a Paola y me meteré en la cama. Hoy he pasado muchas horas en trenes. —Optó por no hablar de la investigación de asesinato que acababa de empezar; ya lo leería ella en el periódico de mañana.
—¿Crees que ese
signor
Gorini es un mal hombre?
Él consultó con las ventanas de enfrente y se alegró al ver que el reflejo se apagaba.
—Hasta ahora no hay indicios de que sea violento —dijo al fin—. Nunca ha sido acusado de eso. Pero sí, creo que es un mal sujeto. Se aprovecha de la debilidad de las personas. Antes timaba a la gente y al Estado, pero al parecer ahora se ha dado cuenta de que es más fácil timar a la gente. El Estado se defiende, pero tiene muy poco tiempo para defender al ciudadano. —Pensó en parar aquí, pero decidió seguir—: Y aún menos interés.
—Y eso lo dice un empleado del Estado.
De no haberse sentido tan cansado, Brunetti habría bromeado con ella sobre esto, como habían hecho infinidad de veces. La sardónica visión del mundo que tenía Paola la había heredado de su padre, esto era seguro. Y la madre le había transmitido también la ironía con la que suavizaba los despropósitos que veía.
Brunetti apoyó las manos en los brazos de su sillón e iba a levantarse cuando ella lo sorprendió diciendo:
—Está bien.
—¿Cómo?
—Está bien. Lo haré. Iré a hablar con ese hombre para ver qué pretende. Pero tú tendrás que encontrar una razón que justifique mi visita. No puedo presentarme en su casa diciendo que, al pasar por delante de la puerta, he visto su nombre y he pensado que quizá él pudiera encontrar en los astros una solución para mis problemas, ¿no te parece?
—Desde luego —reconoció Brunetti dejándose caer en el sillón—. Pediré a la
signorina
Elettra que mire si se anuncia en algún sitio o dónde pueden informarse sobre él las personas interesadas.
—¿Con el ordenador? —preguntó ella sin disimular el asombro.
—Es la nueva era, Donatella.
Lo primero que hizo Brunetti al llegar a casa fue abrir todas las ventanas y salir a la terraza, adonde él esperaba que lo siguiera el aire caliente del interior. La cortina le rozó la pierna al abombarse hacia afuera impulsada por el aire que escapaba, señal de que se cumplía su deseo. Al cabo de unos diez minutos, Brunetti entró en un apartamento más fresco.
Paola, previendo que iban a estar dos semanas fuera, había despejado el frigorífico. Al abrirlo, él vio unas cebollas en el cajón inferior. Dos yogures naturales. Un trozo de
parmigiano
envasado al vacío. Abrió un departamento y encontró un tarro pequeño de
pesto,
un pack de seis latas de tomate y un bote de aceitunas negras.