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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Cuestión de fe (30 page)

BOOK: Cuestión de fe
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—Que ustedes salieron a dar un paseo para escapar del calor del apartamento y que, al volver, usted se dio cuenta de que se le había caído el jersey, que salió a buscarlo y que volvió con él al cabo de media hora.

—Entendido —dijo Fulgoni. Mirando a Brunetti a los ojos, preguntó—: ¿Y usted piensa que también tuve tiempo de matar a Fontana? ¿De golpearle la cabeza contra la estatua?

Brunetti dijo, escuetamente:

—Sí. —Y luego añadió—: Tuvo tiempo.

—¿Pero eso no significa que yo lo hiciera? —preguntó Fulgoni.

—Mientras no aparezca un móvil, no tiene sentido que usted lo matara —respondió Brunetti.

—Desde luego —convino Fulgoni—. Y es muy
sporting,
como dirían los ingleses, muy «deportivo» de su parte decírmelo.

Sorprendió a Brunetti, más que el empleo de la palabra por Fulgoni, el talante que revelaba.

—¿Esas huellas que dice usted que encontraron podrían aportar un motivo? —preguntó Fulgoni.

—Podrían, sí —respondió Brunetti, consciente de la expresión «dice usted que encontraron».

Fulgoni se puso en pie bruscamente, para sorpresa de Brunetti.

—Creo que preferiría salir del banco, comisario.

Brunetti se levantó, pero guardó silencio.

—¿Quiere que vayamos a mi casa a echar una ojeada? —propuso Fulgoni.

—Si usted cree que eso ha de servir para aclarar las cosas —respondió Brunetti, aunque en realidad no tenía ni idea de lo que quería decir con ello.

Fulgoni no contestó pero alargó la mano hacia el teléfono y pidió que llamaran a un taxi.

Los dos hombres iban de pie en la cubierta del taxi que los llevaba Gran Canal arriba. Pasaron bajo el puente de Rialto. El día era soleado, pero a ras de agua la brisa impedía sentir el calor. Los dos callaban. Brunetti sabía por experiencia que a la mayoría de las personas la tensión les hace hablar, y la tensión de Fulgoni era evidente por cómo le blanqueaban los nudillos al agarrarse a la borda del taxi. Pero la cólera hace enmudecer a muchos, que concentran la energía en rememorar su pasado, buscando, quizá, el lugar o el momento en que las cosas se torcieron, se les fueron de las manos.

El taxi los dejó en el mismo sitio en el que había parado Foa el día en que se descubrió el cadáver. Fulgoni pagó al conductor añadiendo una generosa propina y saltó a la orilla. Se volvió para ver si Brunetti necesitaba ayuda, pero el comisario ya estaba en tierra. Sin hablar, bajaron por la ribera y cruzaron el puente. Frente al
portone,
Brunetti esperó mientras Fulgoni sacaba las llaves y abría.

Fulgoni se dirigió al trastero en el que estaban las jaulas y se paró frente a la cadena y el candado.

—¿Supongo que fue ahí dentro donde encontraron esas huellas? —preguntó señalando al interior.

Brunetti había tenido la previsión de sacar del almacén de pruebas las llaves de los candados, y fue pro-bandolas hasta encontrar la que correspondía a aquél, lo sacó, retiró la cadena y abrió la puerta. Faltaba poco para mediodía; el sol, casi en el cénit, no entraba en el trastero. Fulgoni, que estaba a la derecha de la puerta, extendió el brazo y accionó el interruptor de la luz.

Entró y fue directamente hacia las cajas apiladas al lado de las jaulas. Brunetti le vio leer las etiquetas, que él no podía distinguir porque el cuerpo del otro hombre se lo impedía. Al fin, Fulgoni extendió los brazos y tiró de una de las cajas de abajo, provocando una pequeña avalancha al bajar a llenar el hueco las que estaban encima. Fulgoni puso la caja en una mesita redonda llena de arañazos que Brunetti no había visto hasta aquel momento, levantó con la uña la cinta adhesiva, seca y rebelde, que sellaba la caja y la arrancó de un tirón. Volviéndose hacia Brunetti, dijo:

—Quizá prefiera abrirla usted, comisario.

El comisario se adelantó y levantó dos pestañas de la caja, y después las otras dos. Encima de todo apareció un jersey gris de cuello vuelto.

—Creo que tendrá que buscar más abajo, comisario —dijo Fulgoni y soltó una risa seca y sin humor.

Brunetti dobló el jersey; debajo había una chaqueta gruesa color azul con cremallera. Y, más abajo, un jersey verde manzana con escote en pico.

—Sí, mire la etiqueta —dijo Fulgoni en el mismo instante en que Brunetti leía la marca Jaeger.

Brunetti dejó caer los otros jerséis y cerró las pestañas de la caja. Se volvió hacia Fulgoni y dijo:

—¿Esto significa que usted no salió a buscar su jersey?

—Estos jerséis se guardaron en la caja al finalizar el invierno. Es decir: ni yo lo llevaba ni se me cayó. Ni salí a buscarlo. —Lanzó el jersey encima del montón de cajas y se agachó a recoger del suelo la cinta adhesiva. Mirando la cinta marrón mientras la enrollaba alrededor de dos dedos, dijo—: A mi esposa no le gusta el desorden. —Se guardó el pequeño cilindro en el bolsillo y miró a Brunetti—: Yo siempre he procurado respetar sus deseos. —Señaló a las jaulas con un movimiento de la cabeza—. Eso lo demuestra, supongo. No hemos tenido hijos y un día ella decidió criar pájaros. Llenó la casa de pájaros. —Señaló las jaulas con ademán de prestidigitador—. Pero los pájaros se morían o enfermaban, y los regalamos. Los que no estaban enfermos, se entiende.

—¿Y los que estaban enfermos? —preguntó Brunetti, porque le pareció que era lo que se esperaba de él.

—Cuando se morían, mi esposa los tiraba. —Fulgoni miró al comisario—. Yo he sido siempre mucho más sentimental que ella, y quería enterrarlos al otro lado del patio, al pie de las palmeras. —Hizo un vago ademán hacia el exterior del trastero—. Ella, en cambio, los metía en bolsas de plástico y se los daba al basurero.

—¿Pero conservaron las jaulas? —preguntó Brunetti.

Fulgoni miró el montón de jaulas y dijo, con perplejidad:

—Sí, es curioso, ¿no? No sé por qué.

Brunetti comprendió que esta interrogación no esperaba respuesta, y no dijo nada.

—Será que a mi mujer le gustan las jaulas —dijo Fulgoni con una sonrisa desolada—. Nunca lo había visto de este modo. —Cruzó junto a Brunetti y tiró de la verja del trastero hasta cerrarla y se quedó un momento asido a los barrotes, mirando al patio. Luego se volvió de cara a Brunetti y preguntó—: Pero, ¿qué lado de la jaula es dentro, comisario, este de aquí o el de ahí?

Brunetti era un hombre de infinita paciencia, por lo que no dijo nada sino que se quedó esperando a que Fulgoni siguiera hablando. Había presenciado esta escena muchas veces: el momento en el que se hace la luz, en el que una persona decide que es hora de explicar las cosas, aunque sólo sea a sí misma.

Fulgoni se puso en los labios las yemas de los dedos de la mano derecha, como para dar a entender que meditaba profundamente. Al retirar los dedos, tenía en los labios una mancha oscura. Brunetti le miró las manos, pero en ellas sólo vio la herrumbre de los barrotes, no la sangre de Fontana.

Brunetti cerró los ojos, sintiendo de pronto el calor de la jaula en la que ambos estaban atrapados.

—Quiero que vea una cosa, comisario —dijo Fulgoni con voz totalmente normal.

Brunetti lo miró y vio que se limpiaba las manos con el pañuelo del bolsillo del pecho. Lo sorprendió ver cómo sus manos se aclaraban sin que el pañuelo se oscureciera.

Fulgoni se apartó de Brunetti para volver al otro lado del trastero, donde estaban apiladas las jaulas. Las contempló un momento, se agachó y miró al interior de la que estaba en la fila de más abajo. Puso una mano a cada lado de la jaula, agitándola para desprenderla de las que tenía encima y a los lados.

Cuando la hubo extraído, las jaulas, lo mismo que antes las cajas, descendieron para llenar el hueco y quedaron torcidas, pero sin caer al suelo.

Fulgoni llevó la jaula a la mesa y la puso al lado de la caja.

—Eche una mirada, comisario —dijo retrocediendo un paso para quitarse de la luz.

Brunetti se inclinó a mirar: vio una jaula de madera y tiras de bambú, el clásico artículo
made in China.
En el suelo, en lugar de papel de periódico, había tela roja. Parecía un algodón fino. En la parte de atrás Brunetti distinguió lo que podía ser una manga y, al fondo de todo, el cuello. Así pues, un jersey, un jersey de verano, de algodón. A su lado estaba Fulgoni, inmóvil y callado, por lo que Brunetti volvió a mirar la tela, sin saber qué debía ver en ella. Debajo del cuello se veía una figura o, por lo menos, una zona más oscura que el resto, de forma irregular, ¿una flor, quizá? ¿Una flor de las grandes, una peonía? ¿Una anémona?

En la parte superior de la manga se veía otra flor, más pequeña y más oscura. Más seca.

Brunetti fue a abrir la puerta de la jaula, pero Fulgoni lo detuvo, poniéndole la mano en el antebrazo.

—No lo toque, comisario. No creo que quiera contaminar una prueba. —En su voz no había ni asomo de sarcasmo, sólo preocupación.

Brunetti miró el jersey durante un rato antes de preguntar:

—¿Tomó precauciones al ponerlo ahí?

—Lo recogí sosteniéndolo con el pañuelo cuando ella subió. Yo no sabía lo que ocurriría, pero quería tener algo que…

—¿Algo qué?

—Que demostrara lo que había pasado.

—¿Querrá decirme qué fue?

Fulgoni se acercó a la puerta, quizá en busca de aire más fresco. Ambos estaban sudando, y las jaulas, desde que Fulgoni las había tocado, olían a guano y a polvo.

—Araldo y yo nos utilizábamos mutuamente. Creo que podríamos decirlo así. Al parecer, a él le gustaban los encuentros rápidos y anónimos, y yo tenía que conformarme con eso. —Fulgoni suspiró y debió de aspirar algo del polvo que habían despedido las jaulas, porque se puso a toser. Los espasmos le hacían doblar el cuerpo, y se tapó la boca con la mano, esparciendo la herrumbre que tenía en los labios. Cuando remitió el acceso de tos, se irguió y prosiguió—: Nos encontrábamos aquí. Araldo lo llamaba nuestro nido de amor —dijo con deliberado acento melodramático, indicando con un ademán el techo bajo y las vigas con telarañas. Sacó el pañuelo y lo pasó por la cara manchándose la frente de herrumbre—. Mi esposa lo sabía, imagino. Mi error fue pensar que no le importaba.

Dicho esto, estuvo tanto rato sin hablar que Brunetti le instó:

—¿Y aquella noche?

—Todo ocurrió casi como le ha dicho mi esposa, salvo que el jersey que se extravió era de ella. Un jersey de algodón rojo. Dije que saldría a buscarlo. No tuve que ir hasta Santa Caterina; lo encontré al otro lado del primer puente. Al salir, vi que el buzón de Fontana estaba abierto: era nuestra señal. Si yo veía el buzón abierto al regresar a casa con mi esposa, buscaría un pretexto para volver a salir, bajaría y llamaría a su timbre desde la calle, con lo que él tendría una excusa para bajar. Entonces nos iríamos a nuestro rincón romántico.

—¿Y así fue como ocurrió?

—Sí. Yo dejé el jersey en la barandilla de la escalera, donde estaría seguro. Entonces bajó Araldo. Nunca estábamos mucho rato. Araldo no quería perder tiempo en conversación ni en nada más. Después, él era casi siempre el primero en salir, por prudencia.

—¿Pero no siempre? —preguntó Brunetti.

—¿Se refiere al
signor
Marsano?

—Sí. —Fulgoni movió la cabeza al recordarlo—. Abrió la puerta cuando estábamos en el patio. No hacíamos nada, pero él debió de sospechar. —Se encogió de hombros—. Otro motivo para ser precavidos. A partir de entonces, se entiende.

—¿Y aquella noche?

—Araldo salió el primero y estaba cruzando el patio cuando oí la voz de mi mujer. Aquí dentro la luz estaba apagada, y pensé que, si no me movía, no pasaría nada.

Y que sería la última vez. Siempre he querido dejarlo —dijo con tristeza—. Pero sabía que no podría. —Fulgoni volvió a enjugarse la cara, y Brunetti iba a proponer que salieran al patio cuando el otro prosiguió—: Así que me quedé aquí y les oí discutir. Nunca la había oído hablar de aquel modo, tan fuera de sí. —Fulgoni se volvió y se puso a enderezar las jaulas que, al encajar, despedían polvo y él volvió a toser—. Entonces oí un ruido —prosiguió—, no una voz, un ruido, y luego otros, y una voz, pero sólo un momento, y más ruidos.

Y ya nada más. —Fulgoni señaló el sofá—: Yo estaba echado ahí, con el pantalón en los tobillos, y me llevó tiempo salir a ver lo que había pasado. —Entonces, forzando la voz, dijo—: No; no es eso. La verdad es que me daba miedo pensar en lo que encontraría.

»Oí pasos que subían la escalera, pero seguí esperando. Cuando por fin llegué a la puerta…, ahí —dijo señalando la verja que aún los separaba del patio—, la luz de fuera estaba encendida y lo vi a él en el suelo. Pero la luz funciona con temporizador y entonces se apagó. Tenía que volver atrás para accionar el interruptor, y crucé el patio a oscuras, sabiendo que él estaba allí, en el suelo. —Calló durante lo que pareció mucho tiempo—. Entonces vi lo que ella había hecho. Al bajar, debió de ver el jersey en la barandilla y comprendió que yo estaba aquí. Y entonces vio salir a Araldo, y fue…

—¿Y el jersey?

—Estaba en el suelo, al lado de él. Ella debía de tenerlo en la mano cuando… —Parecía que Fulgoni iba a vomitar, pero se rehízo y prosiguió—: Saqué el pañuelo. Me figuraba lo que podría ocurrir. No quería que le pasara nada a ella. —Entonces, como el que descubre en sí mismo honradez, o valor, añadió—: Ni a mí. —Aspiró profundamente dos veces después de decir esto y agregó—: Me envolví la mano con el pañuelo, cogí el jersey y lo metí en la jaula agitándola para que quedara plano.

—¿Y qué hizo después,
signore?
—preguntó Brunetti.

—Cerré el trastero y subí a acostarme.

30

Paola, que carecía de la legitimación que otorga la posesión del permiso de conducir, pero contaba con la impunidad que confiere un marido comisario de policía, bajó el coche hasta la estación de Malíes para recoger a Brunetti, con peligro no ya de su propia vida sino también de la de sus hijos. Desde la estación fueron directamente a La Posta de Glorenza, donde los chicos demostraron que habían pasado la mayor parte del día andando por la montaña, al devorar una fuente de
speck
del tamaño de una bañera,
tagliatelle
con
finferli
tierno y
strudel
de albaricoque con vainilla.

Raffi y Chiara estaban comatosos cuando llegaron a la granja y hubo que azuzarlos para que salieran del coche y entraran en casa, donde desaparecieron hacia sus habitaciones, aunque no sin que antes Chiara se abrazara al cuello de su padre y murmurara lo contenta que estaba de tenerlo allí.

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