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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Cuestión de fe (28 page)

BOOK: Cuestión de fe
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Empezó la música, un fúnebre tema al órgano, apto para el ascensor de un vecindario respetable aunque no necesariamente adinerado. Bajo las notas del órgano se oyó un ruido procedente de la puerta: Brunetti y Vianello se pusieron en pie y se volvieron hacia allí.

Por el pasillo se acercaba un ataúd cubierto de flores, colocado sobre un carrito que empujaban cuatro hombres vestidos de negro, quienes parecían inmunes a la carga emotiva del momento. Brunetti se preguntó si la madre habría contratado a sordomudos, de haber estado disponibles. Cuando el féretro llegó al pie del altar, la concurrencia se sentó hasta que empezó la misa.

Brunetti la siguió con atención durante los primeros minutos, pero no tardó en empezar a divagar, porque la ceremonia era ahora más aburrida que cuando, de niño, él había asistido a los funerales de sus abuelos y de sus tíos. Además, la misa se decía en italiano, y él echaba de menos el mágico encanto del latín. De pronto, advirtió el silencio y se preguntó si también la omisión del toque de difuntos, el sonido que había acompañado a tantos de sus familiares y, últimamente, a su madre, a su lugar de reposo, obedecía a un plan preconcebido en este moderno —y banal— oficio de difuntos.

Mientras se sentaba, se levantaba, se arrodillaba un momento y volvía a levantarse, Brunetti, impulsado por la marea del recuerdo, reflexionaba sobre aquella extraña muerte. La
signorina
Elettra había
accedido
—según su propia expresión— a los archivos del Tribunale y había podido repasar el historial judicial del
signor
Puntera. Tanto el caso de la demanda por arrendamiento irregular de los almacenes como el del trabajador accidentado habían sido asignados a la jueza Coltellini, y en ambos se habían producido largas demoras por extravío de documentos del sumario. Otros casos que también figuraban en la agenda de la jueza habían sufrido aplazamientos similares. En todos ellos, según se desprendía de las pesquisas de la
signorina
Elettra, la demora beneficiaba a una de las partes del contencioso. Ahora bien, la jueza vivía en una casa de su propiedad, adquirida tres años atrás, y no al
signor
Puntera.

Por otra parte, el banco del que era director el
signor
Fulgoni había concedido un préstamo al
signor
Puntera en condiciones muy ventajosas, y el
signor
Marsano era abogado de una firma que había representado a un hombre que había demandado al
signor
Puntera infructuosamente. En las declaraciones de la renta del
signor
Puntera se indicaba que el alquiler que percibía por ambos apartamentos, y por el que ocupaban los Fontana, era de cuatrocientos cincuenta euros, el veinte por ciento de lo que normalmente habría podido cobrar.

El sacerdote dio la vuelta al féretro, rociándolo con el
aspergillum
que introducía en agua bendita. Brunetti pensaba que los ritos de la Roma precristiana —sacerdotes que murmuraban encantamientos para ahuyentar a los malos espíritus y adivinos que pretendían leer el futuro en las entrañas de animales sacrificados— conjugaban bien con los de la Italia actual: tisanas mágicas que combatían a los malos espíritus y cartas que revelaban el futuro. Los siglos pasan y nosotros no aprendemos.

También Puntera se había adaptado al nuevo orden de cosas: nada de lo que hacía se salía de la tónica actual, y era poco probable que pudiera demostrarse que la jueza Coltellini había maniobrado a su favor. Brunetti tuvo que reconocer, con amargo cinismo, que las revelaciones que Fontana pudiera haberse decidido a hacer no suponían peligro alguno para ninguno de los dos. Quizá existía el riesgo de que Puntera y Coltellini fueran puestos en entredicho, pero si el ser puesto en entredicho fuera un obstáculo para el progreso de una persona, no habría Gobierno ni habría Iglesia.

El órgano volvió a retumbar al término de la misa, poniendo fin a las reflexiones de Brunetti. Los dos policías se levantaron y se volvieron de cara al pasillo.

Los cuatro hombres, lentamente, empujaron el carrito con el féretro hacia la puerta de la iglesia; seguía, en primer lugar, la
signora
Fontana, con un velo en la cabeza, que se fundía con su negro vestido de manga larga. A su lado, sosteniéndola del brazo, iba un hombre al que Brunetti no conocía. Dos pasos más atrás vio al sobrino, que al pasar saludó al comisario con un movimiento de la cabeza. Brunetti reconoció a varias personas que trabajaban en el Tribunale, y se sorprendió al ver entre ellas a la jueza Coltellini. Los que salían miraban al frente o mantenían la mirada en el suelo.

Detrás de ellos salieron un hombre y una mujer más bien jóvenes, cogidos del brazo, seguidos de la
signora
Zinka, gruesa y acalorada, con un vestido negro muy largo y muy prieto. Tenía la cara húmeda y abotargada, y no del calor, pensó Brunetti. A su derecha, a cierta distancia, iba Penzo, que parecía estar ausente o desear estarlo.

Al ver a la siguiente pareja, Brunetti comprendió que se había equivocado al pensar que el calor había mantenido alejados a los habituales de los entierros. El
maresciallo
Derutti y su esposa eran bien conocidos en la ciudad y no faltaban en ningún funeral, él, con el uniforme de gala de los
carabinieri,
a pesar de que hacía dos décadas que estaba retirado. Cuando hubo pasado el
maresciallo,
Brunetti decidió que el funeral había terminado y salió al pasillo, seguido de Vianello.

La lentitud de movimiento que imponía la solemnidad del momento, hizo que tardaran en llegar a la puerta. Desde el interior de la iglesia, Brunetti vio cómo empujaban la carretilla, sin acompañamiento de toque de campanas, hacia un barco amarrado a la
riba.
Él y Vianello salieron. El reflejo de la luz en el mármol del pavimento hirió los ojos de Brunetti, cegándolo un momento. Él se volvió hacia la iglesia y, protegido por su propia sombra, se palpó los bolsillos, buscando las gafas de sol. Las sintió en el de la derecha y tiró de ellas, pero se habían enganchado en el pañuelo. Abrió los ojos una rendija para averiguar cuál era el obstáculo y, antes de bajar la mirada, vio salir de la iglesia, a la luz deslumbrante del exterior, a la
signora
Fulgoni, que daba el brazo a otra mujer más alta y bastante más esbelta que ella. Las dos llevaban conjunto de chaqueta y pantalón con mucha hombrera y las dos se pararon para ponerse las gafas.

Con otro tirón, Brunetti consiguió sacar las gafas del bolsillo. Se las puso y volvió a mirar a la
signora
Fulgoni. Entonces vio que la persona que la llevaba del brazo no era una mujer sino un hombre, un hombre que llevaba las mismas gafas que la supuesta mujer, un hombre tan alto y delgado como la mujer, un hombre de aspecto femenino y pelo corto, pero muy bien cortado. Juntos bajaron la escalera y siguieron a los demás hasta la orilla.

—«Y la venda se le cayó de los ojos» —susurró Brunetti, preguntándose, mientras lo decía, por qué siempre tenía que ser tan pedante.

—¿Qué? —preguntó Vianello volviéndose hacia él.

—Parta, bromeando, dijo que el asesino siempre va al entierro —respondió Brunetti.

Vianello, desconcertado, con los ojos bien protegidos por las gafas, miró a la explanada de delante de la iglesia y a las personas agrupadas frente al barco que llevaría el féretro de Fontana a San Michele. Vio lo que veía Brunetti: a la madre del difunto que subía al barco que se llevaba de su lado a su hijo; vio la estrecha figura de Penzo al lado de la forma cilíndrica y achaparrada de Zinka; vio al
maresciallo,
con el brazo alzado en un saludo sostenido; y a su izquierda, de pie, vio a dos personas altas.

Observando el desconcierto del inspector, Brunetti dijo tan sólo:

—Espera a que se den la vuelta.

Brunetti y Vianello acechaban. De pronto, los dos habían dejado de sentir el sol y el calor. El acompañante de la
signora
Fontana, después de ayudarla a subir al barco, embarcó a su vez y la siguió al interior de la cabina. Desde la orilla soltaron la amarra y el barco empezó a alejarse lentamente de la
riva.
Los que estaban en el embarcadero se quedaron quietos mientras el sonido del motor disminuía hasta apagarse, dejando silencio tras de sí. Entonces, como a una voz de mando, todos se dispersaron, unos hacia la derecha de la iglesia y otros hacia la izquierda, alejándose del lugar de duelo.

Penzo, según observó Brunetti, se encaminó en dirección opuesta a la de la señora Zinka, que seguía a la pareja joven hacia la Misericordia.

La
signora
Fulgoni parecía observar a la otra pareja, porque se quedó quieta, dando el brazo a la persona que estaba a su lado, hasta que los otros cruzaron el puente y desaparecieron por la calle del otro lado. Entonces levantó la cabeza y dijo algo a su acompañante. Ambos dieron media vuelta y empezaron a caminar en la misma dirección. El acompañante de la
signora
Fulgoni quedaba del lado de los policías, que lo veían de perfil.

Era un hombre, lo cual no tenía nada de particular. Ella dijo algo y él se paró y la miró. Intercambiaron unas palabras, al parecer poco agradables, y entonces él soltó el brazo de la mujer y agitó una mano, como para ahuyentarla. ¿Fue el movimiento de su muñeca, que acabó en un ángulo acusado, con los dedos apuntando hacia abajo, lo que abrió los ojos a Vianello? ¿Fue el brusco giro de la mano en un gesto inconsciente de arrebatada parodia de cólera?

—«Mi marido es director de banco» —dijo Vianello.

El sol caía a plomo sobre ellos, clavándolos al suelo, y ahora volvían a sentir su peso. Brunetti miró el reloj en el momento en que las campanadas de alguna otra iglesia resonaban sobre ellos y sobre toda la ciudad. Sorprendido, Brunetti levantó la mirada hacia el campanario de la Madonna dell'Orto y vio que las campanas colgaban inmóviles, sin vida.

—Las campanas no doblan —dijo con asombro.

29

Tal como Brunetti preveía, y temía, Patta se mostró contrario a autorizar que se interrogara al
signor
y la
signora
Fulgoni —por separado— acerca de sus movimientos de la noche del asesinato de Fontana. También señaló que no se podía obligar a una persona a dar una muestra de ADN para «fines de eliminación de hipótesis», ni para ningún otro propósito.

Brunetti aún hacía una mueca de dolor al recordar la respuesta de Patta a su explicación de por qué quería interrogar a los Fulgoni.

«¿Pretende usted que yo ponga en peligro mi posición porque "piensa" que él puede ser gay? —A pesar de que el
vicequestore
no era amigo de los homosexuales, la fuerza de su cólera lo había levantado del sillón y proyectado hacia adelante hasta la mitad de la mesa—. Ese hombre es director de banco. ¿Tiene usted idea de los problemas que eso podría acarrear?»

Éstos eran los resortes que movían a Patta. No menos caprichosos que los que movían las campanas de la Madonna dell'Orto, que habían dejado de funcionar hacía dos semanas. Brunetti habló con el párroco y éste le explicó que, durante las vacaciones, era imposible encontrar quien las reparara, de manera que las campanas ya no sonaban al paso de las horas ni al paso de las vidas.

A Brunetti ya no sólo le movía la curiosidad de por qué uno de los Fulgoni había mentido al decir que había oído dar las doce en aquel reloj, ahora empezaba a intrigarle la personalidad del otro. Los bancos tienen que ser como cualquier empresa, se decía. Sólo se distinguen en que su producto es dinero, no lápices ni herramientas de jardinería. Esta similitud hacía suponer que los empleados también cotilleaban y que la reputación de los jefes estaba coloreada —si no totalmente fabricada— por su cotilleo. Toda la
questura
sabía que la
signorina
Elettra —por razones que ella no había explicado del todo y que nadie había podido dilucidar— había dejado su empleo en la Banca d'Italia para trabajar en la
questura,
circunstancia que indujo a Brunetti a pedirle que indagara entre sus antiguas amistades del ramo qué rumores circulaban acerca del director Lucio Fulgoni.

La misma tarde del día en que Brunetti le hizo el encargo, la
signorina
Elettra subió al despacho del comisario. Él le indicó una silla.

—¿Es que ya tiene algo,
signorina?
—preguntó.

—Me temo que no mucho y nada concreto —dijo ella sentándose frente a la mesa.

—¿Qué es?

—Habladurías. —Él no preguntó qué clase de habladurías. Aunque se tratara de un director de banco, los cotilleos tenían que referirse a su vida sexual. Ella prosiguió—: Los rumores, según me han dicho dos personas, atañen a sus preferencias en materia de sexo. —Sin darle tiempo a comentar, añadió—: Esas dos personas afirman que han oído decir que es gay, pero que nadie puede asegurarlo. —Se encogió de hombros, como para indicar que era una situación corriente.

—Entonces, ¿por qué habla la gente? —preguntó Brunetti.

—La gente siempre habla —respondió ella inmediatamente—. Un hombre no tiene más que comportarse de cierta manera o hacer cierto comentario para que la gente empiece a hablar. Y, cuando empieza, ya no para. —Lo miró y se encogió de hombros ligeramente—. Se aduce como prueba la falta de hijos.

Brunetti cerró los ojos un momento y preguntó:

—¿Se ha insinuado a alguien del banco?

—No. Nunca. Por lo menos, que sepan mis amigos. —Pensó un momento y añadió—: Si hubiera ocurrido algo, se sabría. No sabe usted bien lo chismosos que son los empleados bancarios.

Brunetti juntó las yemas de los dedos y se oprimió los labios con ellas.

—¿Y la esposa? —preguntó.

—Rica, ambiciosa y antipática.

Brunetti decidió reservarse la observación de que lo mismo podía decirse de las esposas de muchos de los hombres a los que él trataba.

—Si escuchas a la gente, tienes la impresión de que el tercer calificativo prevalecería sobre los otros dos.

—¿Usted la conoce? —preguntó Brunetti.

Ella movió la cabeza negativamente.

—Pero usted sí.

—En efecto, y comprendo que no despierte simpatías.

La
signorina
Elettra asintió y renunció a pedir una explicación.

—Quizá hayamos preguntado a las personas menos adecuadas —dijo finalmente Brunetti, cediendo a la tentación que había estado rondándole desde su conversación con Patta.

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