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Authors: David Goodis

Tags: #Novela Negra, #spanish

Cuidado con esa mujer (7 page)

BOOK: Cuidado con esa mujer
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—No haré tal cosa —interrumpió Evelyn.

—De todos modos —dijo Clara—, no estoy pidiendo una disculpa. Todavía no, por lo menos. Lo que quiero ahora mismo es una explicación. Has dicho que hacía sufrir a tu padre.

—Lo haces.

—¿Cómo?

—De muchas maneras.

—¿Qué maneras?

—Tú lo sabes.

Clara meneó la cabeza lentamente.

—Eso no servirá, Evelyn. No aceptaré generalidades. Estoy segura de que tu padre quiere oírlo igual que yo, aun cuando él no lo admitirá. Ahora, vamos, muchacha. Oigamos unos cuantos hechos.

Evelyn miró a su padre y sus ojos le suplicaron que se callara. Ella se volvió a Clara y dijo:

—Será mejor que no lo haga… —Entonces, cuando Clara esbozó una sonrisa, Evelyn no pudo soportarlo más y soltó abruptamente—: Cada vez que miro a mi padre me entran ganas de llorar. Y tú eres la causa. Tú disfrutas con ello. Igual que ahora estás ahí sentada disfrutando de ese cigarrillo, disfrutas viendo el dolor en la cara de mi padre. ¿Qué le haces? No puede tratarse sólo de cosas pequeñas. Hay algo espantoso…

Clara se levantó con un movimiento rápido y dijo:

—Vete de la mesa, Evelyn.

—No lo haré.

—Te irás de la mesa inmediatamente e irás a tu habitación.

Evelyn tenía los labios apretados. Trató de impedir que le castañearan los dientes. Clara había apartado la silla, y ahora se dirigía hacia Evelyn.

George dijo:

—Está bien, Clara, ya se va. —Después, frenético, dijo a Evelyn—: Quizás no te encuentres bien, querida, y por eso esta noche no eres tú misma. Creo que deberías ir a tu cuarto y descansar un poco.

A través de una cortina translúcida Evelyn miró a Clara, y cuando la cortina se hizo más espesa la muchacha salió del comedor, apresurando el paso a medida que se acercaba a la escalera.

5

Las paredes de la habitación de Evelyn expresaban una indiferencia verde pálido que era extrañamente reconfortante. El techo blanco ayudaba a ello. Era una habitación pequeña y tranquila. Ajena a lo que sucedía más allá de sus límites, era un lugar de abrigo, un lugar fiel donde una muchachita había soñado y se había preocupado y había hecho planes en el caótico proceso de crecer.

Evelyn se sentó en el borde de la cama, se cubrió la cara con las manos temblorosas y lloró.

Fue un llanto callado. No tenía fuerzas para más. Al cabo de un rato, la quietud de esta pequeña habitación fue más de lo que podía soportar. Tuvo el impulso de conectarse otra vez con la situación creada en el piso de abajo. Se puso de pie, abrió la puerta y escuchó.

Había un solemne silencio.

Pero, no obstante, allí había algún sonido, un sonido que no llegaba al segundo piso. Era la voz tranquila de Clara —George Ervin sentado allí, absorbiéndola— y penetró en el cerebro de Evelyn aun cuando no podía oírla. Sin mover los labios, habló a su padre. Le suplicó que devolviera el golpe, de una vez por todas. Por favor, ahora, por ella, por sí mismo. Por favor, sal de la red de la derrota, por favor levántate, ponte de pie erguido y enfréntate a esta mujer. No retrocedas, no cejes, haz algún ruido, haz mucho ruido como hacen en la casa de al lado. Ruido fuerte, violento, no te guardes nada, aporréala como hace Kinnett con su esposa en la casa contigua.

Aquella casa de al lado era áspera y común, pero era una casa sana. Esta casa estaba enferma. Esta casa padecía alguna misteriosa enfermedad que había cogido tres años atrás, y cada vez estaba más enferma. Por eso estaba tan callada.

El silencio subía del piso de abajo como un gas denso y nauseabundo. Y para escapar de él, Evelyn retrocedió y cerró la puerta. Corrió a una ventana, la abrió de par en par, y el aire de la primavera penetró en la habitación, una fuente invisible que llenó la estancia, la iluminó. Porque Evelyn era joven, porque había sangre en su cuerpo y la fuerza de la primavera que activaba esa sangre y esa vida, tenía que hacer algo, no podía esperar allí inmóvil. Un tocador de arce atrajo su interés, aunque sabía lo que había en él y dónde estaba cada cosa. Abrió el cajón de arriba, contempló los pañuelos y las medias, una vieja caja de bombones llena de agujas, alfileres, e hilos de seda y algodón para zurcir. En el segundo cajón había ropa interior y blusas, unos cuantos jerseis, una caja de papel de carta sin tapa, que contenía bisutería y una confusión de horquillas, hebillas de cinturón, cintas, y uno de esos botones grandes que venden en los partidos de fútbol. Era naranja y negro, y decía Oregon State. Evelyn se lo quedó mirando, sin tener la más remota idea de dónde lo había conseguido. Después abrió el tercer cajón, donde había papel de carta, un tintero, una pluma, y no importaba qué más, porque Evelyn estaba pensando en el cuarto cajón, diciéndose a sí misma que permanecería lejos de él.

Lo abrió, metió los dedos por entre seda y papel y algodón, contuvo la respiración cuando sus dedos tropezaron con la superficie lustrosa de una fotografía. Entonces Evelyn sacó la fotografía del cajón y la sostuvo en alto y contempló el rostro de su madre muerta.

Julia estaba sonriendo. Era una sonrisa suave.

Un momento se dilató, estalló y otro ocupó su lugar. El estallido de momentos formaba contrapunto con la fuerte respiración de Evelyn, la silenciosa opresión que acudió a su garganta, el ansia y el tormento.

—Madre —dijo Evelyn—, ayúdame.

Julia sonreía dulcemente, serena y satisfecha. El tímido rostro de Julia, tan feliz, como si se alegrara de estar lejos del ruido y el escándalo, del planeta atronador y en movimiento.

—Madre, madre… madre querida…

Se oyó ruido de pasos en el pasillo.

Evelyn colocó la fotografía de nuevo en su lugar y rápidamente cerró el cajón. Se puso de pie, se encaminó hacia la puerta y, cuando había dado dos pasos, ésta se abrió.

Clara se apoyó en su cadera izquierda, cruzó sus gordos brazos sobre su estómago lleno y miró a Evelyn.

—No te quiero aquí dentro —dijo Evelyn.

—¿Adónde has ido hoy? —preguntó Clara.

—No estoy obligada a decírtelo.

—¿Adónde has ido? ¿Qué has hecho? ¿Con quién has estado?

—Esto no es asunto tuyo —dijo Evelyn—. Sé cuidar de mí misma. Soy lo bastante mayor. Por favor, sal de mi habitación.

—Tanto si respondes a mis preguntas como si no —dijo Clara—, al final lo descubriré. Y tú sabes que lo descubriré. Y escucha lo que te digo: vas a quitar esa insolencia de tu cara, o te la quitaré por ti. —Luego, bloqueando la puerta cuando Evelyn hizo ademán de acercarse a ella, Clara añadió—: Tu padre no está abajo. Le he mandado a hacer un recado y estará fuera por lo menos una hora. En ese tiempo, muchachita, vas a explicarme esta absurda demostración. ¿Quién ha estado hoy contigo? ¿Qué has hecho?

Evelyn retrocedió, tratando de conseguir alguna ventaja. La opresión que sentía en la garganta le impedía respirar. Tragó fuerte, parte de la opresión desapareció, y dijo:

—He estado en una colina.

—¿Has estado dónde?

—He estado en una colina elevada —dijo Evelyn—. Al principio no podía ver nada más que cielo, hierba, flores y árboles. Después me ha parecido estar contemplando a alguien desde allí arriba. Y era yo misma. Esto te parecerá una tontería, ¿verdad?

—Adelante, oigamos más —dijo Clara—. Parece interesante.

—Yo miraba desde lo alto de esa colina y me veía a mí misma, pequeña como una hormiga, deslizándome y arrastrándome allí abajo. Miraba esa pequeña hormiga, que se ha estado arrastrando durante estos tres años últimos. Tú jamás has pensado que algún día yo miraría hacia abajo y me vería a mí misma, la chiquilla asustada y confusa. La chiquilla triste y cansada. Pensabas que yo jamás entendería lo que me ha estado sucediendo, lo que has estado haciendo a mi padre. Pero ahora lo entiendo. Y no te tengo miedo. Nunca más volveré a tenerte miedo.

Clara descruzó sus gordos brazos. Luego, muy lentamente, levantó la mano derecha, se miró la gruesa palma, miró la cara de Evelyn y dio un paso al frente.

Evelyn se ordenó a sí misma que no se echara a temblar y empezó a temblar, se rogó a sí misma que no temblara y el temblor aumentó.

Luego Clara avanzó otro paso y echó hacia atrás su brazo derecho, de modo que por un momento estuvo estirado rígidamente detrás de ella. Luego, con toda su fuerza, giró su brazo en un semicírculo plano y su palma chasqueó en la mejilla de Evelyn.

La chica perdió el equilibrio y chocó con el poste de la cama, y se agarró a éste para evitar caerse. De sus ojos salió un torrente de lágrimas, y luego éstos se dilataron de terror cuando vieron que Clara se acercaba de nuevo a ella. Y Clara cogió a Evelyn por el pelo, tiró con fuerza, retorció los mechones y tiró otra vez, tan fuerte que los ojos de Evelyn casi se salieron de sus órbitas del dolor que sintió.

Clara sonrió, sabiendo lo que ocurriría a continuación.

Evelyn empezó a sollozar, y luego desfalleció, cuando Clara le soltó el pelo. Después Clara cogió a Evelyn por la cintura, la sostuvo con suavidad, probando su sumisión, midiendo el temor y el dolor que había en los sollozos. Metió sus dedos bajo los brazos de Evelyn, la apartó de sí y examinó los ojos de Evelyn.

—Desvístete —dijo Clara—, Te vas a la cama.

—Por favor, suéltame.

—Deja de llorar. Mírame. Mírame, te digo. Cuando tu padre regrese a casa, tu estarás profundamente dormida. Es decir, a menos que quieras que él vea tu cara. Verá mi mano en tu mejilla y querrá saber lo que ha ocurrido. ¿Quieres que lo sepa?

—Sí —respondió Evelyn, soltándose y apartándose de la garra de Clara, tambaleante—. Sí, quiero que lo sepa.

—¿Quieres que sufra?

—Quiero que lo sepa. Tiene que saberlo.

—Mírame, Evelyn. Escúchame. Tu padre está lejos de estar bien. Su estado de salud es malo, pero se convertirá en algo serio si sus nervios se someten a tensión. Si tienes alguna consideración por él, no le dirás nada de esto.

—No puedes engañarme. Tienes miedo.

—¿Yo? ¿Miedo de George? —Una breve carcajada estalló instintivamente en los labios de Clara; luego, sus facciones se endurecieron y dijo—: Olvidas que ésta es mi casa.

—Qué cierto es esto —dijo Evelyn—. Le arrebataste esta casa a mi padre. Se la arrebataste poco a poco, mientras le destrozabas a él poco a poco y luego le modelabas según tu propia conveniencia. Esto es lo que tú haces a la gente. Se lo hiciste a él. Y a Agnes. Me lo hiciste a mí… y a veces me pregunto qué hiciste antes de venir aquí.

Pon un instante hubo una expresión horrible en el rostro de Clara. Los ojos verde oscuro parecieron retroceder, chispeantes. Una burbuja de perplejidad cobró forma en el cerebro de Evelyn; luego explotó, dando paso al temor cuando Clara se acercó a ella otra vez.

Algo detuvo a Clara. De súbito, sus facciones se ablandaron y esbozó una sonrisa.

—Oh, vamos —dijo—. Estás diciendo tonterías y lo sabes. Estás exagerando las cosas. Todas las familias tienen sus pequeñas diferencias de vez en cuando. Es una tontería tener malicia por una discusión doméstica sin importancia. Es más sensato tratar de entendernos. Y tienes que darte cuenta, Evelyn; la necesidad de comprensión es crítica en estos momentos. Por tu padre. Estoy realmente preocupada por su salud. No se le debe excitar de ninguna manera. Si tiene un ataque…

—No puede ser tan grave…

—No miraré de quitarle importancia por ti, Evelyn. Es muy grave. Y no se puede tratar con medicamentos. Sólo hay una manera. Un ambiente calmado en casa. A todas horas. Por eso he decidido, aunque puede que tú y yo no estemos de acuerdo en algunas cosas, que no debe haber la más mínima discusión entre nosotras. Sé que tengo mis defectos. Todos los tenemos. Pero soy mayor que tú, querida, y tengo mucha más experiencia. Sé que algunos asuntos te preocupan, varias cosas que preocupan a todas las chicas de tu edad. Y yo quiero ayudarte. Y puedo ayudarte. Es importante que trabajemos juntas para hacer que la vida sea más fácil para tu padre. Él no debe sentir ninguna preocupación.

Evelyn miraba fijamente la pared verde pálido y murmuró:

—Nunca más le causaré ninguna preocupación. No debo hacer nada que le perjudique.

Entonces Evelyn se arrojó a la cama y estalló en un llanto convulsivo.

La sonrisa de los labios de Clara era una sonrisa dura que de repente se hizo suave y dulce, llena de lástima, cuando Evelyn levantó la cabeza.

Y Clara se sentó en la cama al lado de su hijastra, rodeó a Evelyn con ambos brazos y le dio unas palmaditas cariñosas, diciendo:

—¿Qué es lo que te preocupa, querida?

—Mi padre.

—Pero tienes otros problemas, ¿verdad?

Evelyn, con gesto cansado, apoyó su cabeza en el hombro de Clara.

—Estoy tan confusa.

—¿Respecto a qué?

—Respecto a todo.

Clara sacó un pañuelo de un pliegue de su vestido y lo pasó por el rostro de Evelyn. Había cosas que decir, y sin embargo a Clara le pareció que sería más sensato retrasar lo que tenía que decir. Uno o dos minutos. Dar a la chiquilla la oportunidad de digerirlo todo, las cosas que ella misma había dicho, la confusión de todo. Dejar que lo absorbiera y se empapara de ello.

Hubo un minuto entero de silencio.

Luego Clara dijo:

—Cuéntame. Quiero ayudarte. Sé que si me lo cuentas puedo darte algún buen consejo. No hay ninguna manera de que yo pueda beneficiarme personalmente, salvo el que tú y yo estemos en mejores relaciones. Y, de verdad, Evelyn, es lo que más quiero.

La chica levantó la cabeza, se irguió y contempló la pared verde pálido.

—Soy joven. Soy demasiado emocional, supongo.

—La emoción forma parte de la juventud —dijo Clara—. Una parte saludable. Y sin embargo, con tanta frecuencia la emoción juega un papel importante al tomar decisiones. Grandes decisiones. Sucede que vivimos en un mundo que se ha hecho predominantemente práctico. No nos gusta creerlo, pero nuestras vidas se basan en la simple aritmética.

Evelyn miró a Clara y dijo:

—¿Por qué ha de ser tan complicado? ¿Por qué no puedo sentir de una manera todo el tiempo, sin preguntarme si esto o aquello está bien? Si hago lo que quiero hacer, está bien. Y eso es lo que quiero creer.

—Supongo que hay algún chico en alguna parte, ¿no?

—Vive en la casa de al lado.

Clara se apartó un poco; levantó la barbilla y las cejas con sincero asombro:

—¿Los Kinnett?

—Barry Kinnett.

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