David Copperfield (35 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

BOOK: David Copperfield
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Pero la influencia que reinaba en la antigua casa de míster Wickfield empezó a obrar sobre mí en el momento en que llamé a la puerta con mis nuevos libros debajo del brazo, y sentí que mis temores se disipaban. Al subir a mi habitación, tan ordenada, la sombra seria y grave de la vieja escalera disipó mis dudas y mis temores y arrojó sobre mi pasado una oscuridad propicia. Permanecí en mi habitación estudiando con ahínco hasta la hora de cenar (salíamos de la escuela a las tres) y bajé con la esperanza de llegar a ser un niño cualquiera.

Agnes estaba en el salón esperando a su padre, a quien retenía en su despacho un asunto. Vino hacia mí con su sonrisa encantadora y me preguntó lo que me había parecido la escuela. Yo respondí que pensaba que iba a estar muy bien en ella, pero que todavía no me había acostumbrado.

—¿Tú no has ido nunca a la escuela? —le dije.

—Al contrario; todos los días estoy en ella.

—¡Ah!; pero ¿quieres decir aquí en tu casa?

—Papá no podría prescindir de mí —dijo sonriendo—, necesita a su lado al ama de casa.

—Te quiere mucho; estoy seguro.

Me indicó que sí y se acercó a la puerta para escuchar si subía, con objeto de salirle al encuentro en la escalera. Pero como no oyó nada, volvió hacia mí.

—Mamá murió en el momento de nacer yo —me dijo con su habitual expresión dulce y tranquila—. Sólo conozco de ella su retrato, que está abajo. Ayer lo vi mirarlo. ¿,Sabías quién era?

—Sí —le dije—; ¡se te parece tanto!

—También esa es la opinión de papá —dijo satisfecha—; pero… ahora sí que es papá.

Su tranquilo rostro se iluminó de alegría al salirle al encuentro, y entraron juntos dándose la mano. Me recibió con cordialidad y me dijo que estaría muy bien con el doctor Strong, que era el mejor de los hombres.

—Quizá haya gentes, no lo sé, que abusen de su bondad —dijo míster Wickfield—; no los imites nunca, Trotwood; es el ser menos desconfiado que existe, y, sea cualidad o defecto, es una cosa que siempre hay que tener en cuenta en el trato que se tenga con él.

Me pareció que hablaba como hombre contrariado o descontento de algo; pero no tuve tiempo de darme mucha cuenta. Anunciaron la comida y bajamos a sentarnos a la mesa en los mismos sitios que la víspera. Apenas acabábamos de empezar cuando Uriah Heep asomó su cabeza roja y su mano descarnada por la puerta.

—Míster Maldon querría hablar unas palabras con el señor.

—¡Cómo! ¡Si no hace un instante que nos hemos separado! —dijo.

—Es verdad, señor; pero acaba de volver para decirle dos palabras.

Al mismo tiempo que tenía la puerta entreabierta, Uriah me había mirado y había mirado a Agnes, a los platos, a las fuentes y a todo lo que la habitación contenía, aunque no pareció mirar más que a su amo, sobre el cual se fijaban respetuosamente sus ojos rojos.

—Dispénseme; es únicamente para decirle que reflexionando… —observó una voz detrás de Uriah, al mismo tiempo que su cabeza era empujada y sustituida por la del nuevo interlocutor—. Le ruego que me perdone la indiscreción; pero, puesto que no puedo elegir, cuanto antes me marche, mejor. Mi prima Annie me había dicho, cuando habíamos hablado de este asunto, que prefería tener a sus amigos lo más cerca posible mejor que verlos desterrados; y el viejo doctor…

—¿El doctor Strong, quiere usted decir? —interrumpió gravemente míster Wickfield.

—El doctor Strong, naturalmente —repuso el otro—. Yo le llamo el viejo doctor; pero es lo mismo, ¿sabe usted?

—No lo sé —dijo míster Wickfield.

—Pues bien; el doctor Strong —dijo el otro—, el doctor Strong parecía de la misma opinión, creo yo; ahora, según lo que usted me propone, parece ser que ha cambiado de idea. En ese caso, no tengo nada que decir, excepto que cuanto antes, mejor. De manera que, sólo he vuelto para decirle que cuanto antes, mejor. Cuando hay que tirarse al agua de cabeza, de nada sirve titubear.

—Si lo quiere usted así, míster Maldon, puede usted contar con ello —dijo míster Wickfield.

—Gracias —dijo el otro muy agradecido—; a caballo regalado no se le mira el diente. Si no fuera por eso me atrevería a decir que habría sido mejor que mi prima Annie hubiese arreglado las cosas a su modo; Annie no habría tenido más que decírselo al viejo doctor…

—¿Se refiere usted a que mistress Strong no habría tenido más que decírselo a su marido, no es así? —dijo míster Wickfield.

—Exactamente —replicó Maldon—. Con que ella le hubiera dicho que fueran las cosas de otra manera, lo habrían sido como la cosa más natural.

—¿Y por qué como la cosa más natural, míster Maldon? —preguntó míster Wickfield, que seguía comiendo tranquilamente.

—¡Ah! Porque Annie es una chiquilla encantadora, y el viejo doctor, el doctor Strong quiero decir, no es precisamente un muchacho —dijo Jack Maldon riéndose—. No quiero ofender a nadie, míster Wickfield; quiero únicamente decir que supongo que alguna compensación es necesaria y razonable en esa clase de matrimonios.

—¿Compensaciones para la señora, caballero? —preguntó míster Wickfield con gravedad.

—Sí; para la señora, caballero —contestó Jack Maldon riendo.

Pero observando que míster Wickfield continuaba su comida con la misma tranquila impasibilidad y que no había esperanzas de que se ablandara un solo músculo de su rostro, añadió:

—Sin embargo, ya he dicho todo lo que tenía que decir, y pidiéndole de nuevo perdón por ser inoportuno, me retiro. Naturalmente que seguiré sus consejos, considerando el asunto como cosa tratada entre usted y yo solamente, y no haré referencia a ello en casa del doctor.

—¿Ha comido usted? —preguntó míster Wickfield señalándole la mesa.

—Gracias; voy a comer con mi prima Annie —dijo Maldon—. Adiós.

Míster Wickfield, sin levantarse, lo miró pensativo mientras se marchaba. Maldon era uno de esos muchachos superficiales, guapos, charlatanes y de aspecto confiado y atrevido. Ésta fue la primera vez que vi a Jack Maldon, a quien no esperaba conocer tan pronto cuando oí al doctor hablar de él aquella mañana.

Cuando terminamos de comer subimos al salón, y todo sucedió exactamente como el día anterior. Agnes puso los vasos y botellas en el mismo rincón y míster Wickfield se sentó a beber y bebió bastante. Agnes tocó el piano para él y trabajó y charló y jugó varias partidas al dominó conmigo. A su hora hizo el té; y después, cuando yo cogí mis libros para repasarlos, ella también los miró para decirme lo que sabía de ellos (que era mucho más de lo que yo creía) y me indicó la mejor manera de estudiar y de entenderlos. La veo con sus modales modestos, tranquilos y ordenados, y oigo su hermosa voz serena, mientras escuchaba sus palabras; la influencia beneficiosa que llegó a ejercer en todo sobre mí más adelante empezaba ya a dejarse sentir. Amo a Emily, y no puedo decir que amo a Agnes; es completamente distinto: pero siento que donde Agnes está, con ella están la paz, la bondad y la verdad, y que la plácida luz de vidriera de iglesia que he visto hace tiempo la ilumina siempre, y a mí también cuando estoy a su lado, y a todo lo que la rodea.

Llegó la hora de acostarse. Acababa de dejarnos, y yo daba la mano a míster Wickfield para despedirnos, cuando me detuvo diciendo:

—¿Qué te gusta más, Trotwood, estar con nosotros o ir a otro lado?

—Estar aquí —contesté presuroso.

—¿Estás seguro?

—¡Si usted puede; si le gusta!

—Pero temo que es un poco triste nuestra vida, muchacho —dijo.

—¿Por qué va a ser más triste para mí que para Agnes? No es nada triste.

—¿Que Agnes? —repitió acercándose despacio a la gran chimenea y apoyándose en ella—. ¿Que Agnes?

Aquella noche había bebido (me pareció) hasta tener los ojos inyectados. Ahora no podía vérselos porque tenía la cabeza baja y los tapaba además con sus manos; pero hacía un momento me lo había parecido.

—Ahora me pregunto si mi Agnes estará cansada de mí. Yo nunca podré cansarme de ella; pero es tan diferente, tan completamente diferente…

Hablaba para sí sin dirigirse a mí, así es que permanecí inmóvil.

—Es una casa vieja y triste y una vida monótona. Pero necesito tenerla cerca de mí, lo necesito. Sí; sólo la idea de que puedo morir y dejarla, o de que puede ella morir y dejarme, viene como un espectro a amargar mis horas más felices, y solamente puedo ahogarlo en…

No pronunció la palabra; pero se acercó lentamente al sitio en que había estado sentado e hizo el gesto de servirse vino de la botella vacía; después la dejó y volvió a pasearse.

—Y si ese miserable pensamiento es tan punzante teniéndola a mi lado —prosiguió—, ¿que sería si estuviera lejos? No, no, no; no puedo decidirme.

Volvió a apoyarse en la chimenea durante tanto tiempo, que yo no sabía qué decidir, si marcharme, exponiéndome a interrumpirle, o continuar inmóvil como estaba hasta que saliese de sus sueños. Por último se rehizo y buscó por la habitación hasta que me encontraron sus ojos.

—¿Te quedas con nosotros, verdad, Trotwood? —dijo con su tono habitual, y como si contestara a algo que yo acabara de decir—. Me alegro mucho; nos harás compañía a los dos. Será un bien que te quedes; bien para mí, bien para Agnes, y quizá bien para todos.

—Para mí estoy seguro —dije—. ¡Estoy aquí tan contento!

—Eres un buen chico —dijo míster Wickfield— y puedes permanecer aquí todo el tiempo que quieras.

Me estrechó la mano y me dio un golpe afectuoso en el hombro. Después me dijo que por la noche, cuando tuviera algo que estudiar después de que Agnes se acostara, o si quería leer por gusto, podía bajar a su estudio si él estaba allí y quería hacerlo.

Le di las gracias por su bondad, y como él se bajó enseguida y yo no estaba cansado bajé también con un libro en la mano para disfrutar durante media hora del permiso.

Pero viendo luz en la habitación redonda y sintiéndome inmediatamente atraído por Uriah Heep, que ejercía una especie de fascinación sobre mí, entré. Le encontré leyendo un gran libro con tal atención, que su dedo huesudo seguía apuntando cada línea y dejando una huella a todo lo largo de la página, como la de un caracol.

—Trabaja usted hasta muy tarde esta noche, Uriah —le dije.

—Sí, míster Copperfield —dijo Uriah, mientras yo cogía un taburete frente a él para hablarle con más comodidad.

Observé que no sabía sonreír; únicamente abría la boca, y se le marcaban dos arrugas duras a cada lado de las mejillas.

—No estoy trabajando para el bufete, míster Copperfield —dijo Uriah.

—¿En qué trabaja entonces? —pregunté.

—Estoy estudiando Derecho —dijo Uriah—. En este momento aprendo la práctica de Tidd. ¡Qué escritor este Tidd, míster Copperfield!

Mi taburete era un buen sitio de observación, y le contemplé mientras leía de nuevo después de aquella calurosa exclamación y seguía otra vez las líneas con su dedo. Observé también que las aletas de su nariz, que era delgada y puntiaguda, tenían un singular poder de contracción y dilatación, y parecía guiñar con ellas en lugar de con los ojos, que no decían nada en absoluto.

—¿Supongo que será usted un gran abogado? —dije después de mirarle durante un rato.

—¿Yo, míster Copperfield? —dijo Uriah—. ¡Oh, no! Yo soy una persona muy humilde.

Pensé que no debía ser aprensión mía lo que me había hecho sentir el contacto de sus manos, pues continuamente las restregaba una con otra como para calentarlas, y las secaba furtivamente con su pañuelo.

—Sé muy bien lo humilde de mi condición —dijo Uriah Heep con modestia— comparándome con los demás. Mi madre es también una persona muy humilde; vivimos en una casa modestísima, míster Copperfield; pero tenemos mucho que agradecer a Dios. El oficio de mi padre era muy modesto: era sepulturero.

—¿Dónde está ahora? —pregunté.

—Ahora está en la gloria, míster Copperfield —dijo Uriah—. Pero ¡cuántas gracias no hemos recibido! ¿No debo dar mil gracias a Dios por haber entrado con míster Wickfield'?

Le pregunté a Uriah si estaba desde hacía mucho tiempo con él.

—Estoy aquí desde hace cuatro años, míster Copperfield —dijo Uriah cerrando el libro, después de señalar cuidadosamente el sitio en que se interrumpía—. Entré aquí un año después de la muerte de mi padre. Y también qué enorme gracia debo a la bondad de míster Wickfield, que me permite estudiar gratuitamente cosas que hubieran estado por encima de los humildes recursos de mi madre y míos.

—Entonces, ¿al terminar sus estudios de Derecho se hará usted procurador? —dije.

—Con la bendición de la Providencia, míster Copperfield —respondió Uriah.

—¡Quién sabe si no llegará usted a ser un día el socio de míster Wickfield —dije yo para hacerme agradable— y entonces será Wickfield y Heep, o Heep, sucesor de Wickfield!

—¡Oh, no, míster Copperfield! —replicó Uriah sacudiendo la cabeza—. Soy demasiado humilde para eso.

Verdaderamente se parecía de una manera asombrosa a la cabeza tallada en el extremo de la viga cerca de mi ventana mientras estaba así sentado en su humildad, mirándome de lado con la boca abierta y las arrugas en las mejillas.

—Míster Wickfield es un hombre excelente, míster Copperfield —dijo Uriah; pero si usted le conoce desde hace mucho tiempo sabrá sobre él más de lo que yo pueda decirle.

Le repliqué que estaba convencido; pero que no hacía mucho tiempo que le conocía, aunque era muy amigo de mi tía.

—¡Ah! En verdad, míster Copperfield, su tía es una mujer muy amable.

Cuando quería expresar entusiasmo se retorcía de la manera más extraña; nunca he visto nada más feo. Así, olvidé por un momento los cumplidos que hacía de mi tía, para fijarme en las sinuosidades de serpiente que imprimía a todo su cuerpo.

—Una señora muy amable, míster Copperfield —repuso—, y creo que tiene una gran admiración por miss Agnes.

Respondí que sí, aunque no sabía nada. ¡Dios me perdone!

—Y espero que usted piensa como ella; ¿no es así?

—Todo el mundo debe estar de acuerdo en eso —respondí yo.

—¡Oh!, muchas gracias por esa observación, míster Copperfield —dijo Uriah Heep—. Eso que dice usted es tan cierto; a pesar de mi humildad sé que es tan cierto. ¡Oh, gracias, míster Copperfield!

Y se retorció en la exaltación de sus sentimientos. Después se levantó y empezó a prepararse para marchar.

—Mi madre debe estar esperándome —dijo mirando un reloj opaco e insignificante que sacó del bolsillo—, y debe de empezar a estar inquieta, pues dentro de nuestra humildad nos queremos mucho. Si quisiera usted venir a vernos un día y tomar una taza de té en nuestra pobre morada mi madre se sentiría tan orgullosa como yo de recibirle.

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