De cómo un rey perdió Francia (20 page)

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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico

BOOK: De cómo un rey perdió Francia
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La segunda noche fue descolgado en secreto por buenos normandos que le dieron cristiana sepultura, al mismo tiempo que juraban su oposición al rey.

Con respecto a la ciudad de Evreux, fue necesario sitiarla. Pero no era el único feudo de los Evreux-Navarra. De Valognes a Meulan, de Longueville a Conches, de Pontoise a Coutances había actitudes amenazadoras en los burgos y, a lo largo de los caminos, los bosques se poblaban de sordos rumores.

El rey Juan no se sentía seguro en Ruan. Había llegado con una tropa lo bastante numerosa para asaltar un banquete pero no para sofocar una revuelta. Evitaba salir del castillo. Sus más fieles servidores, entre ellos el propio Juan de Artois, le aconsejaban alejarse. Su presencia provocaba cólera.

Un rey que llega a temer a su pueblo es un lamentable señor, y su reino corre peligro de acabarse bruscamente.

De modo que Juan II decidió volver a París; pero quiso que el delfín lo acompañase. «Carlos, no os sostendréis si estalla el tumulto en vuestro ducado.» Temía sobre todo que su hijo se mostrase demasiado conciliador con el partido navarro.

El delfín aceptó, y sólo puso como condición que deseaba viajar por agua. «Padre, me he acostumbrado a ir de Ruan a París navegando por el Sena. Si procediese de otro modo, podría creerse que huyo. Además, si nos alejamos lentamente, las novedades nos llegarán con mayor facilidad, y si ellas justificasen mi regreso, podría hacerlo con más comodidad.»

Así, el rey sube a la gran embarcación que el duque de Normandía ordenó construir para uso propio, pues como ya os dije no le agrada cabalgar. Es un gran barco de fondo plano, completamente decorado, adornado y dorado, que enarbola los estandartes de Francia, de Normandía y el Delfinado, y que avanza a vela y a remo. El castillo está arreglado como una auténtica residencia, con una hermosa cámara amueblada con tapices y cofres. El delfín gusta de charlar allí con sus consejeros, jugar al ajedrez o a las damas, o contemplar la campiña francesa, que es muy bella, a ambos lados de este gran río. Pero al rey lo fastidiaba avanzar tan lentamente. Qué idea tonta seguir todas las curvas del Sena, que triplica la distancia, cuando hay caminos en línea recta. No podía soportar ese espacio restringido, que medía mientras dictaba una carta, una sola, siempre la misma, corregida y reconstruida sin cesar. Y a cada momento pedía que la embarcación se acercase a tierra, que le trajeran el caballo, que lo seguía con la escolta a lo largo de las diferentes aldeas, para ir a visitar sin motivo ni razón un castillo entrevisto entre los álamos. «Y que la carta esté copiada a mi regreso.» Su carta al Papa, en la cual deseaba explicar las causas y las razones del arresto del rey de Navarra. ¿El reino afrontaba otros problemas? Nadie lo habría creído. En todo caso, ninguno que exigiese los cuidados del monarca. La mediocre recaudación de los impuestos, la necesidad de devaluar nuevamente la moneda, el impuesto sobre los lienzos que provocaba la cólera de los comerciantes, la reparación de las fortalezas amenazadas por los ingleses; el rey Juan descartaba estas preocupaciones. ¿Acaso no tenía un canciller, un gobernador de la moneda, un mayordomo de la residencia real, maestros encargados de las recaudaciones y presidentes del Parlamento para atender esas cuestiones? Que se ocupara de ello Nicolás Braque, que había regresado a París, o Simón de Bucy o Roberto de Lorris. Y en efecto, estos hombres se atareaban, engrosando su fortuna gracias a la desvalorización de la moneda, enterrando el peligroso proceso seguido a un pariente, favoreciendo a un amigo, descontentando definitivamente a tal o cual compañía comercial, a tal ciudad o tal diócesis, que jamás perdonarían el hecho al rey.

Un soberano que a veces finge ocuparse de todo, e incluso de los más pequeños detalles de la ceremonia, y otras veces no se ocupa de nada, aunque se trate de problemas graves, no es el hombre que conduce a su pueblo hacia los más altos destinos.

La nave del delfín estaba amarrada en Pont-de-l'Arche, por segundo día, cuando el rey vio llegar al preboste de los comerciantes de París, el maestro Esteban Marcel, a la cabeza de una compañía de cincuenta a cien lanzas, con la bandera azul y roja de la ciudad. Estos burgueses estaban mejor equipados que muchos caballeros.

El rey no bajó del barco ni invitó a subir a bordo al preboste. Se hablaron del puente a la orilla, igualmente sorprendidos ambos de encontrarse uno frente al otro. Era evidente que el preboste no esperaba encontrar allí al rey, y que el rey se preguntaba qué estaba haciendo el preboste en Normandía con tal acompañamiento. Seguramente era otra de las intrigas navarras. ¿Quizás un intento de liberar a Carlos el Malo?

Parecía una reacción demasiado rápida, apenas una semana después del arresto. En fin, era posible. ¿O bien el preboste formaba parte de la conspiración denunciada por Juan de Artois? La maquinación cobraba visos de verosimilitud.

«Señor, hemos venido a saludaros», se limitó a decir el preboste. En lugar de inducirlo a hablar un poco, el rey respondió inmediatamente en tono amenazador que se había visto obligado a detener al rey de Navarra, contra quien formulaba graves acusaciones, y que todo se revelaría muy claramente en la carta que se proponía enviar al Papa. El rey Juan dijo también que a su regreso a París esperaba comprobar que en la ciudad reinaban el orden, la calma y el espíritu de trabajo. «Y ahora, señor preboste, podéis regresar.»

Mucho camino para pocas palabras. Esteban Marcel se alejó, la barba negra bien cuidada apoyada en el pecho. Y tan pronto vio alejarse entre los árboles la bandera de París, el rey ordenó a su secretario que modificase nuevamente la carta dirigida al Papa... Caramba, a propósito... ¿Brunet?

¡Brunet! Brunet, llama a Francesco Calvo... sí, por favor... Y en esa carta dictó algo como: «Lo que es más, Muy Santo Padre, tengo pruebas confirmadas de que mi señor el rey de Navarra intentó levantar contra mí a los mercaderes de París, y conversó con su preboste, que sin que nadie se lo ordenara vino al país normando, acompañado por gran número de hombres de armas, tantos que era imposible contarlos, con el fin de ayudar a los malvados del partido navarro a ejecutar sus felonías, apoderándose de mi persona y de la persona del delfín, mi hijo mayor...»

Los soldados de Marcel, por otra parte, aumentarían de hora en hora en la mente del rey Juan y pronto alcanzaron la cifra de quinientas lanzas.

Y después decidió alejarse inmediatamente de ese amarradero.

Ordenó que sacasen a Carlos de Navarra y a Fricamps del castillo de Pont-de-l'Arche y ordenó a los marineros que enfilasen hacia Les Andelys. En efecto, el rey de Navarra seguía a caballo, de etapa en etapa, rodeado por una nutrida escolta de sargentos que lo vigilaban estrechamente y que tenían órdenes de apuñalarlo si trataba de huir o si afrontaban un intento de liberarlo. Debían estar siempre a la vista de la embarcación. Por la noche lo encerraban en la torre más cercana. Lo habían encarcelado en Elbeuf, y también en Pont-de-l'Arche. Pensaban encerrarlo en Château-Gaillard... Sí, en Château-Gaillard, donde su abuela de Borgoña había acabado tan tempranamente sus días... más o menos a la misma edad.

¿Cómo soportaba todo esto mi señor de Navarra? A decir verdad bastante mal. No cabe duda de que ahora se conforma mejor con su condición de cautivo, desde que sabe que el rey de Francia es prisionero del rey de Inglaterra, y que por eso mismo no tiene que temer por su vida. Pero los primeros tiempos...

¡Ah!, aquí llega Francesco Calvo. Recordadme si en el Evangelio del domingo próximo está la palabra «luz», u otra cualquiera que evoque la idea... sí, el segundo domingo de Adviento. Sería extraño que no la halláramos... o en la epístola... sí, la epístola del domingo pasado...
Abiciamus ergo opera tenebrarum, et induamur arma lucis
... Rechacemos pues las obras de las tinieblas y empuñemos las armas de la luz... Pero eso fue el domingo último. Tampoco vos la recordáis. Bien, me la diréis inmediatamente; os lo agradezco...

Un zorrito cayó en la trampa, enloqueció en la jaula, los ojos ardientes, el hocico húmedo, el cuerpo enflaquecido, gimiendo sin descanso. Así estaba nuestro señor de Navarra. Pero es necesario aclarar que se hacía todo lo posible para atemorizarlo.

Nicolás Braque había conseguido que se postergase la ejecución diciendo que era necesario que el rey de Navarra se sintiese morir todos los días, y la recomendación no había caído en saco roto.

Por una parte, el rey Juan había ordenado que lo encerraran precisamente en la celda en que había muerto Margarita de Borgoña, y que se lo hicieran saber. «La calentura de esa abuela trotona es lo que originó esta mala raza; es el retoño de una retoña de prostituta, que piense que terminará como ella...» Además, durante los días que estuvo allí le comunicaron muchas veces, e incluso de noche, que su ejecución era inminente.

Carlos de Navarra veía entrar en su triste cámara al rey de los auxiliares, o bien al Búfalo, o a otro sargento, que le decía: «Preparaos, monseñor. El rey ordenó que construyesen vuestro cadalso en el patio del castillo. Pronto vendremos a buscaros.» Un momento después aparecía el sargento Lalemant y encontraba a Carlos de Navarra con la espalda pegada al muro, jadeante, los ojos enloquecidos.

—El rey ha decidido postergarlo; no os ejecutarán antes de la mañana.

Entonces, Carlos de Navarra recuperaba el aliento y se desplomaba en el jergón. Pasaban algunas horas y volvía Perrinet
el Búfalo
.

—Mi señor, el rey no os hará decapitar. No... Quiere que os ahorquen.

Es necesario levantar una horca.

Y después, cuando ya había llegado la hora de los rezos vespertinos, era el turno del gobernador del castillo, Gualterio de Riveau.

—¿Venís a buscarme, señor gobernador? —No, mi señor, vengo a traeros vuestra cena.— ¿Han levantado la horca?

—¿Qué horca? No, mi señor, no se levantó ninguna horca.

—¿Tampoco el cadalso?

—No, mi señor, no he visto nada parecido.

Seis veces Carlos de Navarra había sido decapitado, otras tantas colgado o descuartizado por cuatro caballos. Lo peor quizá fue que una noche dejaron en su cámara un gran saco de cáñamo, y le dijeron que durante la noche lo encerrarían en el saco para arrojarlo al Sena. A la mañana siguiente, el rey de los auxiliares fue a recuperar el saco, lo examinó, vio que el rey de Navarra le había practicado un agujero y se alejó sonriendo.

El rey Juan pedía constantemente noticias del prisionero. De e modo podía demostrar paciencia mientras corregía la carta al Papa. ¿El rey de Navarra comía? No, apenas probaba las comidas que le llevaban, y su cubierto a menudo volvía a bajar como había subido. Sin duda, temía que lo envenenasen. «Entonces, ¿adelgaza? Excelente, excelente. Haced que sus platos sean amargos y malolientes, para que piense que deseamos intoxicarlo.» ¿Dormía? Mal. De día a veces lo encontraban tumbado sobre la mesa, la cabeza entre los brazos, y se sobresaltaba como quien despierta bruscamente. Por la noche, se lo oía caminar sin descanso, describiendo círculos en la cámara redonda, «como un zorrito, señor, como un zorrito». Sin duda, temía que lo estrangulasen, exactamente como habían hecho con su abuela, en ese mismo lugar.

Algunas mañanas se notaba que había llorado. «Bien, bien —decía el rey—.

¿Os habla?» ¡Ciertamente, hablaba! Trataba de dialogar con quienes entraban en la habitación. Y se esforzaba por explorar el punto débil de cada uno. Al rey de los auxiliares le prometía una montaña de oro si lo ayudaba a escapar, o por lo menos consentía en pasar cartas fuera de la cárcel. Al sargento Perrinet le prometía llevarlo consigo y nombrarlo rey de los auxiliares en Evreux o en Navarra, pues había observado que
el Búfalo
tenía celos del otro. Cuando hablaba con el gobernador de la fortaleza, que era un soldado fiel, alegaba inocencia e injusticia. «No sé qué me reprochan, pues juro por Dios que no he tenido malos pensamientos contra el rey, mi querido padre, ni hice nada que lo perjudique. La perfidia me ha calumniado. Han querido perderme en su ánimo; pero soporto todos los sufrimientos que desee infligirme, pues bien sé que todo esto no viene de él. Podría hablarle de muchas cosas que contribuirían a su salvaguarda, podría prestarle muchos servicios que no le prestaré si ordena que yo perezca. Habladle, señor gobernador, decidle que le sería muy ventajoso escucharme. Y si Dios quiere que yo recupere mi fortuna, podéis estar seguro de que me ocuparé de la vuestra, pues veo que me compadecéis tanto como os preocupáis del verdadero bien de vuestro amo.»

Por supuesto, de todo esto se informaba al rey, y éste ladraba: « ¡Ved al traidor! », como si no fuese el deber de un prisionero tratar de despertar la compasión de sus carceleros, o de sobornarlos. Es incluso posible que los sargentos exagerasen un poco las ofertas del rey de Navarra, con el fin de destacar su propio valor. El rey Juan les arrojaba una bolsa de oro en recompensa por su fidelidad. «Esta noche fingiréis que ordené que calienten un poco su cámara, y encenderéis paja y madera húmedas, atascando la chimenea, para que se ahúme bien.»

Sí, el pequeño rey de Navarra era un zorrito caído en la trampa. Pero el rey de Francia era como un perrazo furioso que describe círculos alrededor de la jaula, un mastín peludo, el lomo erizado, un perro que aúlla y gruñe y muestra los dientes y raspa el piso sin poder alcanzar la presa a través de los barrotes.

Y esta situación se prolongó hasta el veinte de abril, día en que aparecieron en Les Andelys dos caballeros normandos, escoltados bastante dignamente, y que exhibían en sus pendones las armas de Navarra y de Evreux. Entregaron al rey Juan una carta de Felipe de Navarra; la misiva estaba fechada en Conches. Una carta bastante dura.

Felipe se mostraba muy irritado por los agravios y lesiones provocados a su señor y hermano mayor: «A quien habéis encarcelado sin ley, derecho ni razón. Pero sabed que no debéis pensar en su herencia ni en la nuestra, y por eso llevarlo a morir cruelmente, porque jamás obtendréis ni siquiera una pulgada. Desde este momento os desafiamos, a vos y a vuestro poder, y os haremos una guerra mortal, tan grande como podamos.» Si éstas no son exactamente las palabras, en todo caso es el sentido de la carta. La situación estaba definida con absoluta dureza, y era evidente el desafío. Y la carta era todavía más dura porque iba dirigida «a Juan de Valois, que se dice rey de Francia».

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