Desde mi cielo (31 page)

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Authors: Alice Sebold

BOOK: Desde mi cielo
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Se vestía apresuradamente toda de negro, con leotardos, minifalda, botas y una camiseta llena de lamparones a causa del doble servicio que le prestaba como ropa de trabajo y de calle. Los lamparones sólo se veían a la luz del sol, de modo que Ruth nunca los veía hasta más tarde, cuando se paraba en la terraza de una cafetería para tomarse un café y, al bajar la vista hacia su falda, veía los oscuros residuos del vodka o el whisky derramado. El alcohol tenía el efecto de hacer la ropa negra más negra, y eso le divertía; en su diario había escrito: «El alcohol daña tanto a los tejidos como a las personas».

Una vez en la calle, camino de una cafetería de la Primera Avenida, inventaba conversaciones secretas con los abotargados perros falderos —chihuahuas y pomeranos— que las mujeres ucranianas sentadas en los taburetes sostenían en el regazo. A Ruth le gustaban los perritos antipáticos que ladraban furiosos cuando pasaba por su lado. Luego paseaba, paseaba sin parar, paseaba con un dolor que brotaba de la tierra y le penetraba en el talón del pie que apoyaba en el suelo. Aparte de los tipos desagradables, nadie la saludaba, y le gustaba jugar a ver cuántas calles lograba recorrer sin tener que detenerse por el tráfico. No aminoraba el paso por otra persona y viviseccionaba grupos de estudiantes de la Universidad de Nueva York o de ancianos con sus carritos de la lavandería, creando una ráfaga de viento a cada lado de ella. Le gustaba imaginar que cuando pasaba el mundo se volvía a mirarla, pero al mismo tiempo sabía lo desapercibida que pasaba. Menos cuando trabajaba, nadie sabía dónde estaba a cualquier hora del día y nadie la esperaba. Era un anonimato perfecto.

No sabía que Samuel le había propuesto matrimonio a mi hermana y, a no ser que se enterara por Ray, la única persona con la que se había mantenido en contacto desde el colegio, nunca lo averiguaría. Estando en el Fairfax había oído decir que mi madre se había marchado. Había corrido una nueva oleada de rumores por el instituto, y Ruth había visto a mi hermana sobrellevarlos lo mejor que podía. De vez en cuando las dos coincidían en el pasillo. Ruth decía unas palabras de apoyo si creía que no iba a perjudicarle que la vieran hablar con ella. Estaba al corriente de la fama de bicho raro que tenía en el instituto y sabía que aquella noche en el Simposio de Talentos había sido exactamente lo que había parecido: un sueño en el que los elementos dispersos se reunían espontáneamente más allá de las malditas normas escolares.

Pero Ray era otro asunto. Sus besos, y sus primeros achuchones y escarceos, eran para ella objetos encerrados en una vitrina, recuerdos que conservaba intactos. Lo veía cada vez que iba a casa de sus padres, y había sabido inmediatamente que sería él quien la acompañaría cuando volviera a la sima. Se alegraría de tomarse un descanso del continuo yugo de sus estudios y, si tenía suerte, le describiría, como hacía a menudo, algún procedimiento médico que había estudiado. Ray los describía de una manera que ella creía saber con exactitud incluso lo que se sentía. Lo evocaba todo con pequeñas pulsaciones verbales de las que era totalmente inconsciente.

Al encaminarse al norte por la Primera Avenida, contaba con los dedos todos los lugares donde se había detenido anteriormente, segura de haber encontrado un lugar donde había sido asesinada una mujer o una niña. Al final del día trataba de anotarlos en su diario, pero a menudo se quedaba tan destrozada por lo que creía que podía haber ocurrido en un oscuro alero o en un estrecho callejón que se olvidaba de los más obvios y simples, aquellos sobre los que había leído en el periódico y donde había visitado lo que había sido la tumba de una mujer.

No era consciente de que en el cielo era una especie de celebridad. Yo le había hablado a la gente de ella, de lo que hacía, de cómo guardaba unos minutos de silencio arriba y debajo de la ciudad, y de que escribía en su diario pequeñas oraciones individuales, y la noticia se había propagado tan rápidamente que las mujeres hacían cola para saber si Ruth había descubierto dónde las habían matado. Tenía admiradoras en el cielo, aunque se habría llevado un chasco al saber que a menudo esas admiradoras, cuando se reunían, se parecían más a un puñado de adolescentes absortas en un número de
TeenBeat
que a la imagen que ella tenía de un grupo susurrando un canto fúnebre al compás de timbales celestiales.

Fui yo la que empezó a seguirla y observarla, y, a diferencia de ese coro atolondrado, esos instantes a menudo me parecían tan dolorosos como asombrosos. Ruth obtenía una imagen y ésta se fundía en su memoria. A veces sólo eran instantes, una caída por las escaleras, un grito, un empujón, unas manos apretándose alrededor de un cuello, pero otras era como si un guión completo se escenificara en su mente durante el tiempo que la niña o la mujer tardaba en morir.

Ningún transeúnte pensaba nada de la chica vestida de negro que se había detenido en medio del tráfico. Camuflada de estudiante de arte, podía recorrer todo Manhattan y, si no fundirse con el entorno, sí verse catalogada y por tanto obviada. Entretanto, para nosotros realizaba una tarea importante, una tarea que a la mayoría de la gente de la Tierra le asustaba considerar siquiera.

El día siguiente a la ceremonia de graduación de Lindsey y Samuel, acompañé a Ruth en su paseo. Cuando llegó a Central Park ya había pasado hacía rato la hora del almuerzo, pero el parque seguía estando muy concurrido.

Había parejas sentadas en la pradera recién segada. Ruth las miró. Su apasionamiento era tan poco atrayente en una tarde soleada que cuando algún hombre joven de expresión franca la miraba, desviaba la mirada.

Ella cruzaba el parque en zigzag. Había lugares obvios adonde ir, como los paseos, para documentar la historia de violencia que había tenido lugar allí sin necesidad de apartarse siquiera de los árboles, pero ella prefería los lugares que la gente consideraba seguros: la fría y brillante superficie del estanque de patos situado en el concurrido extremo sudeste del parque, o el plácido lago artificial donde unos ancianos remaban en bonitos botes hechos a mano.

Se había sentado en un banco en un sendero que conducía al zoológico de Central Park, y miró, al otro lado de la grava, los niños con sus niñeras y los adultos solitarios que leían libros en distintos tramos de sombra o sol. Se había cansado de pasear por el barrio residencial, pero aun así sacó su diario del bolso. Lo dejó abierto en su regazo, sosteniendo el bolígrafo como para inspirarse. Había aprendido que era mejor dar la impresión de que hacías algo cuando mirabas al vacío. De lo contrario, era probable que se te acercara algún desconocido e intentara entablar conversación contigo. Era con su diario con quien mantenía una relación más importante y más íntima. En él estaba todo.

Al otro lado, una niña se había alejado de la manta donde dormía su niñera. Se acercaba a los arbustos que bordeaban una pequeña cuesta para convertirse en una cerca que separaba el parque de la Quinta Avenida. En el preciso momento en que Ruth se disponía a adentrarse en el mundo de los seres humanos cuyas vidas inciden unas en otras llamando a la niñera, un fino cordón que Ruth no había visto avisó a la niñera, despertándola. Ésta se irguió de golpe y ladró una orden a la niña para que volviera.

En momentos como ése, Ruth pensaba en todas las niñas que alcanzaban la vida adulta y la vejez como si fuera una especie de alfabeto en clave para todos los que no lo hacían. De alguna manera, sus vidas estaban unidas inextricablemente a las de todas las niñas que habían sido asesinadas. Fue entonces, mientras la niñera recogía sus cosas y enrollaba la manta, preparándose para la tarea que le tocara hacer a continuación, cuando Ruth vio a la niña que un día se había metido por los arbustos y había desaparecido.

Por la ropa que llevaba supo que había ocurrido hacía tiempo, pero eso era todo. No vio nada más, ni niñera, ni madre, ni indicios de si era de noche o de día, sólo una niña desaparecida.

Me quedé con Ruth. En su diario abierto escribió: «¿Año? Niña en Central Park se mete entre matorrales. Cuello de encaje blanco, elegante». Lo cerró y se lo guardó en el bolso. Cerca había un lugar que la tranquilizaba: la caseta de los pingüinos del zoo.

Pasamos la tarde allí, Ruth sentada en el asiento tapizado que se extendía a lo largo de toda la sala, su ropa negra haciendo que sólo se le vieran la cara y las manos. Los pingüinos se tambalearon, chasquearon con la lengua y se zambulleron, deslizándose por las rocas de su hábitat como simpáticos comicastros pero viviendo debajo del agua como músculos enfundados en esmoquin. Los niños gritaban y chillaban y apretaban la cara contra el cristal. Ruth no sólo contaba a los vivos sino también a los muertos, pero en los cerrados confines de la caseta de los pingüinos los alegres gritos de los niños retumbaban con tal sonoridad que, por un rato, logró ahogar la otra clase de gritos.

Ese fin de semana mi hermano se despertó temprano, como siempre hacía. Estaba en séptimo curso, se compraba el almuerzo en el colegio, estaba en el grupo de debates y, como había ocurrido con Ruth, en gimnasia siempre era el último o el penúltimo. No le gustaba el atletismo como a Lindsey. Practicaba, en cambio, lo que la abuela Lynn llamaba su «aire de dignificación». Su profesora favorita no era en realidad una profesora sino la bibliotecaria del colegio, una mujer alta y frágil de pelo áspero que bebía té de su termo y decía haber vivido en Inglaterra de joven. Después de eso, él había fingido durante algunos meses tener acento inglés y había mostrado muchísimo interés cuando mi hermana vio
Masterpiece Theatre.

Cuando preguntó ese año a mi padre si podía hacerse cargo del jardín que mi madre en otro tiempo había cuidado, mi padre respondió: «Adelante, Buck, vuélvete loco».

Y así lo había hecho. Se había vuelto totalmente loco, leyendo viejos catálogos de Burpee por las noches cuando no podía dormir y examinando los pocos libros sobre jardinería que tenían en la biblioteca. Donde mi abuela había sugerido plantar respetuosas hileras de perejil y albahaca, y Hal había sugerido «plantas que realmente importen» —berenjenas, cantalupos, pepinos, zanahorias y judías—, mi hermano había dado la razón a ambos.

No le gustaba lo que leía en los libros. No veía motivo para tener las flores separadas de los tomates y las hierbas marginadas en un rincón. Había plantado poco a poco todo el jardín con una pala, suplicando todos los días a su padre que le trajera semillas y haciendo viajes con la abuela Lynn a la tienda de comestibles, donde su extrema solicitud yendo por cosas se veía premiada con una rápida parada en el invernadero en busca de una pequeña planta que diera flores. Ahora esperaba sus tomates, sus margaritas azules, sus petunias, pensamientos y salvias de todo tipo. Había convertido su fuerte en una especie de cobertizo donde guardaba sus herramientas y suministros.

Pero mi abuela se preparaba para el momento en que se diera cuenta de que no era posible cultivarlo todo junto y que a veces algunas semillas no brotaban, que las finas y sedosas raicillas de los pepinos podían verse bruscamente inmovilizadas por los tubérculos cada vez más gruesos de las zanahorias y las patatas, que el perejil podía ser camuflado por las malas hierbas más recalcitrantes, y los bichos que daban brincos alrededor podían arruinar las tiernas flores. Pero esperaba con paciencia. Ya no creía en el poder de la palabra. Nunca salvaba nada. A los setenta años había acabado creyendo únicamente en el tiempo.

Buckley subía una caja de ropa del sótano a la cocina cuando mi padre bajó por su café.

—¿Qué tenemos aquí, granjero Buck? —preguntó mi padre. Su mejor momento siempre había sido por las mañanas.

—Voy a sujetar mis tomateras —explicó mi hermano.

—¿Ya han brotado?

Mi padre estaba en la cocina con su albornoz azul y descalzo. Se sirvió café de la cafetera que la abuela Lynn preparaba todas las mañanas y lo bebió mirando a su hijo.

—Acabo de verlas esta mañana —dijo él, radiante—. Se enroscan como una mano que se abre.

Hasta que mi padre repitió esa descripción a la abuela Lynn junto a la encimera no vio por la ventana trasera lo que Buckley había sacado de la caja. Era mi ropa. Mi ropa, que Lindsey había revisado antes por si quería algo. Mi ropa, que mi abuela, al instalarse en mi habitación, había metido discretamente en una bolsa mientras mi padre trabajaba. La había dejado en el sótano con un pequeño letrero en el que sólo se leía: «Guardar».

Mi padre dejó su café. Salió del porche y avanzó a grandes zancadas, llamando a Buckley.

—¿Qué pasa, papá? —Estaba atento al tono de mi padre.

—Esa ropa es de Susie —dijo mi padre con tono calmado cuando llegó a su lado.

Buckley bajó la vista hacia mi vestido negro, que tenía en la mano.

Mi padre se acercó más, le quitó el vestido de la mano y, sin decir nada, recogió el resto de mi ropa, que Buckley había amontonado en el césped. Mientras se volvía en silencio hacia la casa, sin apenas respirar y estrechando la ropa contra el pecho, estalló.

Yo fui la única que vi los colores de Buckley. Cerca de las orejas y por las mejillas y la barbilla se puso un poco anaranjado, un poco rojo.

—¿Por qué no podemos utilizarla? —preguntó.

Esas palabras aterrizaron como un puño en la espalda de mi padre.

—¿Por qué no puedo utilizar esa ropa para sujetar mis tomateras?

Mi padre se volvió. Vio a su hijo allí, de pie, con el perfecto terreno de tierra lodosa removida y salpicada de minúsculas plantitas detrás de él.

—¿Cómo puedes preguntarme algo así?

—Tienes que escoger. No es justo —dijo mi hermano.

—¿Buck? —Mi padre sostenía la ropa contra su pecho.

Yo observé cómo Buckley se encendía y estallaba. Detrás de él estaba el seto de solidago, dos veces más alto que a mi muerte.

—¡Ya me he cansado! —bramó Buckley—. ¡El padre de Keesha se murió y ella está bien!

—¿Keesha es una niña del colegio?

—¡Sí!

Mi padre se quedó inmóvil. Notaba el rocío en sus pies y en sus tobillos desnudos, sentía el suelo debajo de él, frío, húmedo y rebosante de posibilidades.

—Lo siento. ¿Cuándo fue?

—¡Eso no viene al caso, papá! No lo entiendes.

Buckley giró sobre sus talones y empezó a pisotear los tiernos brotes de las tomateras.

—¡Para, Buck! —gritó mi padre.

Mi hermano se volvió.

—No lo entiendes, papá.

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