Desde mi cielo (33 page)

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Authors: Alice Sebold

BOOK: Desde mi cielo
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En la billetera llevaba fotos, fotos que miraba todos los días. Pero había una que guardaba del revés en un compartimento destinado a una tarjeta de crédito. Era la misma que había en la caja de pruebas de la comisaría, la misma que Ray había guardado en el libro de poesía india de su madre. La foto de clase que había llegado a los periódicos y aparecido en las hojas volantes de la policía y en los buzones.

Después de ocho años era, incluso para mi madre, la fotografía omnipresente de una celebridad. La había visto tantas veces que yo había quedado cuidadosamente sepultada dentro de ella. Nunca había tenido las mejillas más encendidas ni los ojos más azules que en esa foto.

Sacó la foto y la sostuvo boca arriba y ligeramente ahuecada en la mano. Siempre había recordado con nostalgia mis dientes, las pequeñas y redondeadas sierras que tanto le habían fascinado al verme crecer. Yo había prometido a mi madre sonreír de oreja a oreja para la foto de ese año, pero me había dado tanta vergüenza estar delante del fotógrafo que apenas había logrado sonreír con la boca cerrada.

Oyó por los altavoces exteriores que anunciaban su vuelo de enlace, y se levantó. Al volverse vio el pequeño árbol que crecía con dificultad. Dejó mi foto apoyada contra el tronco y se apresuró a cruzar las puertas automáticas.En el avión a Filadelfia se sentó sola en el centro de una fila de tres asientos. No pudo evitar pensar en que si hubiera sido una madre que viajaba, los asientos de cada lado habrían estado ocupados. Uno por Lindsey. El otro por Buckley. Pero, aunque era madre por definición, en un determinado momento también había dejado de serlo. No podía reclamar ese derecho y ese privilegio después de haberse ausentado de nuestras vidas durante más de media década. Ahora sabía que ser madre era una vocación, algo que muchas jóvenes soñaban con ser. Sin embargo, mi madre nunca había soñado con ello, y se había visto castigada de la manera más horrible e inimaginable por no haberme deseado.

La observé dentro del avión, y envié un deseo hacia las nubes para liberarla. Cada vez le pesaba más el cuerpo por el terror a lo que la aguardaba, pero en esa pesadez al menos había alivio. Las azafatas le dieron una pequeña almohada azul y durmió un rato.

Cuando llegaron a Filadelfia, el avión rodó por la pista de aterrizaje, y ella se recordó dónde estaba y qué año era. Repasó rápidamente todo lo que diría cuando viera a sus hijos, a su madre, a Jack. Y cuando se detuvieron por fin con unas sacudidas, se rindió y se concentró únicamente en bajar del avión.

Apenas reconoció a sus hijos, que esperaban al final de la larga rampa. En los años transcurridos, Lindsey se había vuelto angulosa, había desaparecido todo rastro de grasa en su cuerpo. Y al lado de ella había un chico que parecía su hermano gemelo. Un poco más alto, más fornido. Samuel. Ella los miraba tan fijamente y ellos le sostenían la mirada de tal modo que al principio ni siquiera vio al niño rechoncho sentado en el brazo de una fila de asientos de la sala de espera.

Y justo antes de acercarse a ellos —porque todos parecieron suspendidos e inmóviles los primeros instantes, como si hubieran quedado atrapados en una gelatina viscosa de la que sólo podía liberarlos los movimientos de ella— lo vio.

Echó a andar por la rampa enmoquetada. Oía los mensajes por la megafonía del aeropuerto y veía a otros pasajeros que pasaban corriendo por su lado y eran recibidos con más normalidad. Pero fue como si se adentrara en una urdimbre del tiempo cuando reparó en él. Año 1944, en el campamento Winnekukka. Ella tenía doce años, las mejillas regordetas y las piernas gruesas; todo aquello de lo que se habían librado sus hijas le había tocado a su hijo. Había estado fuera muchos años, mucho tiempo que nunca recuperaría.

Si mi madre hubiera contado, como hice yo, habría sabido que en setenta y tres pasos había conseguido lo que durante casi siete años le había asustado tanto hacer.

Fue mi hermana quien habló primero.

—Mamá —dijo.

Mi madre miró a mi hermana e hizo que regresaran de golpe los treinta y ocho años que la separaban de la niña solitaria del campamento Winnekukka.

—Lindsey —dijo.

Lindsey se quedó mirándola. Buckley se había puesto de pie, pero primero se miró los zapatos y luego la ventana por encima del hombro, hacia donde los aviones aparcados vaciaban sus pasajeros en tubos como acordeones.

—¿Cómo está vuestro padre? —preguntó mi madre.

Mi hermana había pronunciado la palabra «mamá» y se había quedado inmóvil. Le había dejado un gusto jabonoso y extraño en la boca.

—Me temo que no está en su mejor forma —dijo Samuel.

Era la frase más larga que había dicho alguien, y mi madre se sintió desproporcionadamente agradecida.

—¿Buckley? —dijo ella, sin premeditar la expresión que pondría para él. Siendo lo que era, quienquiera que fuera.

Él volvió la cabeza bruscamente hacia ella.

—Buck —dijo.

—Buck —repitió ella en voz baja, y se miró las manos.

Lindsey quería preguntar: «¿Dónde están tus anillos?».

—¿Vamos? —preguntó Samuel.

Los cuatro se metieron en el largo túnel enmoquetado que los llevaría de la puerta a la terminal principal. Se dirigían a la cavernosa zona de recogida de equipajes cuando mi madre dijo:

—No he traído equipaje.

Esperaron apelotonados mientras Samuel buscaba los indicadores que los condujeran de nuevo al aparcamiento.

—Mamá —volvió a intentar mi hermana.

—Te mentí —dijo mi madre antes de que Lindsey dijera nada más.

Se miraron, y en ese cable tendido entre ambas juro que vi algo así como una rata mal digerida asomando en las fauces de una serpiente: el secreto de Len.

—Hemos de subir otra vez por las escaleras mecánicas —dijo Samuel— y luego cruzar la pasarela de arriba hasta el aparcamiento.

Llamó a Buckley, que se había alejado hacia un grupo de guardias de seguridad del aeropuerto. Nunca habían dejado de atraerle los uniformes.

Estaban en la autopista cuando Lindsey volvió a hablar.

—A Buckley no le han dejado ver a papá por su edad.

Mi madre se volvió en su asiento.

—Trataré de arreglarlo —dijo, mirando a Buckley y tratando de sonreír.

—Vete a la mierda —susurró mi hermano sin levantar la vista.

Mi madre se quedó inmóvil. El coche se abrió, lleno de odio y tensión: un revuelto río de sangre que cruzar a nado.

—Buck —dijo ella, acordándose justo a tiempo del diminutivo—, ¿puedes mirarme?

Él miró furioso por encima del asiento, volcando en ella toda su cólera.

Al final mi madre se volvió hacia delante, y Samuel, Lindsey y mi hermano oyeron los ruidos que en el asiento del pasajero ella se esforzaba por contener. Pequeños pitidos y un sollozo ahogado. Pero ni un millón de lágrimas habrían influido en Buckley. Todos los días, todas las semanas, todos los años había ido acumulando odio en un depósito subterráneo. Y en lo más profundo de éste estaba el niño de cuatro años con el corazón destellando: «Duro de corazón, duro de corazón».

—Todos nos sentiremos mejor después de ver al señor Salmón —dijo Samuel, y acto seguido, porque ni siquiera él podía soportarlo, se inclinó hacia el salpicadero y puso la radio.

Era el mismo hospital al que ella había acudido en mitad de la noche hacía ocho años. Una planta diferente pintada de otro color, pero al recorrer el pasillo sintió cómo le envolvía lo que había hecho allí. La presión del cuerpo de Len, la áspera pared de estuco contra su espalda. Todo en ella quería huir de allí y volver a California, a su tranquila existencia trabajando entre desconocidos. Escondiéndose en los pliegues de troncos y pétalos tropicales, a salvo entre tantas plantas y personas extrañas.

Los tobillos y zapatos acordonados de su madre, que vio desde el pasillo, la trajeron de vuelta al presente. Una de las muchas cosas que se había perdido al irse tan lejos, algo tan corriente como los pies de su madre, su solidez y su sentido del humor, unos pies de setenta años en unos zapatos ridículamente incómodos.

Pero cuando ella entró en la habitación, los demás —su hijo, su hija, su madre— desaparecieron.

Mi padre tenía los ojos débiles, pero los abrió parpadeando cuando la oyó entrar. Le salían tubos y cables de la muñeca y el hombro. Su cabeza se veía muy frágil sobre la pequeña almohada cuadrada.

Ella le cogió la mano y lloró en silencio, dejando que las lágrimas brotaran libremente.

—Hola, Ojos de Océano —dijo él.

Ella asintió. Ese hombre derrotado, deshecho, era su marido.

—Mi chica. —Y exhaló profundamente.

—Jack.

—Ya ves lo que ha hecho falta para hacerte volver.

—¿Merecía la pena? —dijo ella, sonriendo con suavidad.

—Tendremos que verlo —dijo él.

Verlos juntos era como una tenue creencia hecha realidad.

Mi padre veía luces trémulas, como las motas de colores de los ojos de mi madre: cosas a las que aferrarse. Las contó entre los maderos y tablones rotos de un barco que se había estrellado hacía tiempo contra algo más grande que él y se había hundido. Los restos que le habían quedado. Trató de levantar una mano y tocar la mejilla de mi madre, pero estaba demasiado débil. Ella se acercó más a él y apoyó la mejilla en su palma.

Mi abuela sabía moverse sin hacer ruido, y salió de puntillas de la habitación. Al reanudar el paso normal y acercarse a la sala de espera, detuvo a una enfermera que traía un mensaje para Jack Salmón, de la habitación 582. No lo había visto nunca, pero conocía el nombre. «Len Fenerman vendrá a verle pronto. Le desea una rápida recuperación.» Ella dobló la nota pulcramente. Antes de encontrarse con Lindsey y Buckley, que habían ido a reunirse con Samuel en la sala de espera, abrió su bolso y la dejó entre su polvera y el peine.

2O

Cuando el señor Harvey llegó esa noche a la cabaña de tejado de chapa de Connecticut, se anunciaba lluvia. Había matado a una joven camarera dentro de la cabaña hacía unos años, y con las propinas que había encontrado en el bolsillo del delantal de la joven se había comprado unos pantalones nuevos. A esas alturas, el cadáver ya se habría descompuesto, y no se equivocaba; al acercarse no lo recibió ningún olor fétido. Pero la puerta de la cabaña estaba abierta, y vio que dentro habían removido la tierra. Tomó una bocanada de aire y entró con paso cansino.

Se durmió dentro de la tumba vacía de la joven.

En un momento determinado, para contrarrestar la lista de los muertos, yo había empezado a confeccionar mi propia lista de los vivos. Era algo que había visto hacer también a Len Fenerman. Cuando no estaba de servicio, apuntaba las niñas, ancianas y cualquier mujer en la gama intermedia, y las contaba entre las cosas que lo mantenían vivo. La joven del centro comercial cuyas pálidas piernas habían crecido demasiado para su vestido demasiado infantil, y que tenía una dolorosa vulnerabilidad que iba directa al corazón de Len y al mío. Las ancianas que se tambaleaban con andadores e insistían en teñirse el pelo en versiones poco naturales del color que habían tenido en su juventud. Las madres de mediana edad sin pareja que corrían por las tiendas de comestibles mientras sus hijos cogían bolsas de caramelos de los estantes. Yo las contaba cuando las veía. Mujeres vivas, que respiraban. A veces veía a las heridas, las que habían sido maltratadas por sus maridos o violadas por desconocidos, las niñas violadas por sus padres, y deseaba intervenir de alguna manera.

Len veía a esas mujeres heridas todo el tiempo. Eran asiduas de la comisaría, pero incluso cuando iba a alguna parte que estaba fuera de su jurisdicción las sentía cuando se acercaban. La mujer de la tienda de cebos y aparejos de pesca que no tenía moretones en la cara, pero se encogía de miedo como un perro y hablaba en susurros como quien pide perdón. La niña que veía cruzar la calle cada vez que iba al norte del estado a ver a sus hermanas. Con los años había adelgazado, se le había chupado la cara y el dolor le había inundado los ojos de tal modo que le colgaban pesados e impotentes, rodeados de su piel de color malva. Cuando no estaba allí se preocupaba, pero verla allí le deprimía tanto como lo reanimaba.

Hacía tiempo que no tenía gran cosa que escribir en mi expediente, pero en los últimos meses el dossier de pruebas se había engrosado con unos pocos datos: el nombre de otra víctima en potencia, Sophie Cichetti, el nombre de su hijo y un nombre falso de George Harvey. También lo que sostenía ahora en las manos: el colgante de la piedra de Pensilvania. Le dio vueltas dentro de la bolsa y volvió a localizar mis iniciales. Habían analizado el colgante en busca de pistas, pero, aparte de que lo habían encontrado donde había sido asesinada otra niña, había salido limpio de debajo del microscopio.

Había tenido intención de devolver el colgante a mi padre desde el primer momento en que confirmó que era mío. Hacerlo era transgredir las normas, pero no habían encontrado mi cuerpo, sólo un libro de texto empapado y las páginas de mi libro de biología mezcladas con la nota de amor de un chico. Un envase de Coca-Cola. Mi gorro con la borla y los cascabeles. Los había catalogado y guardado todo. Pero el colgante era distinto, y se proponía devolverlo.

Una enfermera con la que había salido años después de que mi madre se marchara lo había llamado al ver el nombre de Jack Salmón en una lista de pacientes ingresados. Len había decidido ir a ver a mi padre al hospital y llevarle el colgante. Se imaginaba que el colgante era un talismán que podía acelerar la recuperación de mi padre.

Mientras lo observaba, no pude menos de pensar en los barriles de fluidos tóxicos que se habían acumulado detrás del taller de motos de Hal, donde la maleza que cubría las vías del tren había proporcionado a las compañías locales suficiente cobertura para deshacerse de unos cuantos. Todo había sido precintado, pero la información empezaba a filtrarse. Yo había llegado a compadecer y a respetar a Len después de que mi madre se hubiera marchado. Seguía las pruebas materiales para intentar comprender lo que era imposible de entender. En ese sentido, veía que era como yo.

A la entrada del hospital, una chica vendía pequeños ramos de narcisos, con sus tallos verdes sujetos con cintas de color azul lavanda. Observé cómo mi madre le compraba a la niña todos los ramos.

La enfermera Eliot, que recordaba a mi madre de hacía ocho años, se ofreció a ayudarla cuando la vio venir por el pasillo con los brazos llenos de flores. Reunió jarrones, y entre ella y mi madre los llenaron de agua y pusieron las flores por toda la habitación de mi padre mientras éste dormía. La enfermera Eliot sostenía que si era posible utilizar una pérdida como medida de belleza en una mujer, mi madre había ganado aún más en belleza.

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