Authors: Alicia Giménez Bartlett
—¿Que ha encontrado al corrupto?
—Es el mozo de la perrera municipal.
—¿Qué mozo?
—El encargado de arreglar los perros, el que limpia y les da de comer.
—¿Ha dicho algo sobre el asesinato de Lucena?
—¡Calma, calma, inspectora! ¡No corra tanto! Yo he averiguado que era él quien le pasaba los perros a Lucena. Le pagaba un tanto por perro desviado de la perrera. Ha cantado de plano, pero no sé más.
—Entiendo.
—Otra cosa es la impresión que a mí me dé.
—¿Y qué impresión le da?
—Creo que es un pobre hombre que se sacaba un poco de pasta extra. No lo veo matando a nadie, la verdad, y menos con lo que Lucena le pagaba.
—¿Está asustado?
—No, está cabreado.
—¿Cómo que está cabreado?
—Dice que por una cosa de tan poca monta parece mentira que se lo cantemos a ustedes.
—¿Es que no sabe lo de la muerte de Lucena?
—Jura que no lo sabía. Él no le llama Lucena, le llama Susito, pero es el mismo tipo porque lo reconoció en la foto. De todas maneras, dice que le proporcionó el último perro hace dos años, que desde entonces no ha vuelto a verlo, desapareció sin avisar.
—¿Cree que dice la verdad?
—No lo sé, inspectora. Yo diría que sí, pero es mejor que juzguen ustedes. Lo he traído conmigo. Está en la sala B del segundo piso con los guardias de planta y dos hombres míos. ¡Ni El Lute tenía tanta custodia!
—Nos ha hecho usted un favor cojonudo, Pinilla.
—Ya saben dónde me tienen. ¡Ah, inspectora, y ya ha visto que no era ninguno de mis hombres!
Igual que el honor de un hidalgo dependía de sus hijas, el de un poli depende de sus subordinados. Nunca he entendido ni lo uno ni lo otro, pero tuve que decirle palabras tranquilizadoras al sargento para que se fuera satisfecho.
Pinilla estuvo acertado en todo lo que dijo; el confeso que nos había traído tenía, en efecto, pinta de pobre hombre y, en efecto, parecía cabreado. Se aplicaba a sí mismo el castizo proverbio «por un perro que maté...», perfectamente adecuado para la ocasión, y la base de sus protestas era el no menos vernáculo reproche: «Con la cantidad de malhechores que andan sueltos y ustedes incordiando a gente honrada».
Nos contó que cobraba unas tres mil pesetas por cada perro que desviaba a Susito y se aferró a la idea, lógica por otra parte, de que él no mataba a nadie por esa miseria.
—Pero pudieron ustedes discutir, pelearse por algo. Entonces usted calculó mal los golpes y lo mató. Quizás los dos habían estado bebiendo y no se encontraban en sus cabales.
—Nada de eso. Yo no bebo alcohol, ni una gota pruebo, ni una cerveza. Además con Susito nunca discutí. ¡Cómo íbamos a discutir si ni siquiera hablábamos! Habíamos llegado a un acuerdo. Yo le daba los perros, él me pagaba y adiós.
—Y hace dos años que dejaron todo trato.
—Sí.
—¿No volvió a verlo, aun sin hacer negocio con él?
—No éramos amigos. Yo ni sé dónde vivía. Era un tío raro.
—Así que, un buen día dejó de aparecer.
—No, me dijo que no vendría más, que había encontrado una cosa mejor con un peluquero de San Gervasio.
—¿Algo mejor, qué es algo mejor?
—No me dijo nada más.
—¿No le contó nada de ese peluquero?
—Nada, y si me dijo que era del barrio de San Gervasio supongo que sería para que yo me diera cuenta de que era algo de más categoría.
—¿Se trataba de algo relacionado con perros?
—Ya le digo que no lo sé; pero si también iba de perros puede estar segura de que no eran de la perrera.
—¿Quizás perros robados?
—Puede preguntarme cien veces lo mismo, pero no sé más porque él no me dijo más.
—¿En ningún momento le propuso entrar en ese nuevo negocio?
Soltó una carcajada sarcástica llena de fastidio.
—¡Ya!, ¿para qué me necesitaba? ¡Hay que joderse, nuevo negocio; para tres mil putas pelas que me daba! Total, me lo gastaba todo en lotería.
—¿En lotería?
—Era la única manera de que sirvieran para algo. ¡Y mira para qué han servido, para meterme en un lío sin comerlo ni beberlo! Pero les digo que no es justo que ahora tenga que pringar por esta chorrada. ¡Perder el empleo por unos cuantos putos chuchos sarnosos que nadie quiere y que igual van a matar!
Supongo que, a su manera, llevaba razón. Todos aquellos botines entre los que nos movíamos eran materia inservible, perros callejeros... el mismo Lucena era otra basura que nadie se había molestado en reclamar. Pero la sociedad tiene sus reglas, y nadie puede apropiarse ni siquiera de sus residuos. ¡La vida es bella!, pensé poniéndome irónica. En fin, al menos teníamos un nuevo camino que seguir. Atrás quedaba aquel montón de pistas falsas sobre investigación médica. ¿Todo descartable, puro tiempo perdido? Quizás lo único importante era que habíamos completado el ciclo de la libreta contable número uno y podíamos internarnos en la número dos. Allí se tomaba nota de cantidades superiores, quizás ahora sí entráramos en la materia que hizo perder la vida a Lucena Pastor. Los nombres ridículos y la disposición de las cuentas, así como el testimonio de aquel tipo demostraba que seguiríamos liados con perros. Las cantidades consignadas sugerían que, esta vez, probablemente se tratara de otra categoría canina: perros de raza robados. Sería entonces más fácil dar con su pista. ¿Y aquel misterioso peluquero de San Gervasio? Me encaré con Garzón, que fumaba en silencio.
—Llame de nuevo al sargento Pinilla. Dígale que queremos una estadística de todas las denuncias sobre perros robados o desaparecidos en Barcelona. Veremos cuántas corresponden a San Gervasio.
Asintió, serio y profesional. Luego empezó a divagar.
—Inspectora Delicado, aunque últimamente hayan surgido diferencias entre nosotros, en fin, creo a pesar de ello poder decir que... bueno, que existe en nuestro caso una cierta amistad.
—Sí, por supuesto que existe.
—En atención a esa amistad yo quería pedirle una disculpa y después un favor.
—Olvídese de la disculpa y centrémonos en el favor.
—Tengo que decidirme entre un par de apartamentos para alquilar. ¿Podría usted acompañarme y echar un vistazo? Ya se sabe que la opinión de una mujer...
—¿Y para eso tanto rodeo?, ¡pues claro que puedo acompañarle!; pero antes de irnos, entérese de cuántas peluquerías hay en el barrio de San Gervasio.
—¿Masculinas o femeninas?
—Pues no lo sé. Contabilice ambas, luego ya veremos.
Fuimos aquella misma tarde a escoger el dichoso apartamento de Garzón. Uno estaba en el barrio de la Sagrada Familia, y otro en el de Gracia. Me gustó más este último. Era un agradable piso antiguo restaurado del que se habían suprimido algunos tabiques para conseguir espacios más amplios. Tenía una amplia terraza desde la que se veían las abigarradas manzanas de edificios vecinales, las palomas y gaviotas que descansaban en los techos de la ciudad. Estaba decorado de modo ecléctico y funcional, con muebles de madera clara y estores crema en las ventanas. Calculé que el subinspector podía ser muy feliz allí recibiendo por turnos a su pequeño harén.
—Creo que éste es perfecto para usted.
—¿De verdad lo cree?
—Sí, lo creo.
—¡Estoy tan nervioso!
—¿Por qué?, no le entiendo.
—Vivir solo, llevar una casa... no sé si sabré.
—¡Pues claro que sabrá! ¿Ve ese congelador?, sólo tiene que llenarlo de comida. Contrate a alguien que limpie una vez a la semana y planche la ropa. Si es necesario, cómprese más camisas. ¿Cómo está de fondos?
—Tengo mucho dinero ahorrado, ¡como no gastaba nada!
—Ahora gastará más. Tener casa y novia sale caro, ¡no le digo nada si las novias son dos!
—No se burle.
—¡Es que, joder Fermín, me ha salido usted muy bravo en eso del amor! Me habría dejado más tranquila si me hubiera dicho que tenía dos amigas y no dos enamoradas.
—Sí, ya sé, pero ¿qué le vamos a hacer?, yo las siento como algo más que amigas.
—¿A las dos?
—¡A las dos! Valentina me divierte y Ángela me halaga, nunca había conocido antes esas sensaciones. Mi difunta esposa me deprimía como un paso de Semana Santa, y a ratos me hacía sentirme como un gusano.
—¡En fin!, supongo que ya son las dos mayorcitas. La que acabe con el corazón roto sabrá superarlo.
—Inspectora, aún quería pedirle otro favor. ¿Me acompañará usted la primera vez que vaya a un supermercado? Le aseguro que lo he intentado yo solo. El otro día entré en uno y tenía la sensación de que todo aquel montón de latas y cajas de colores iba a echárseme encima. No supe por dónde empezar, no sé qué necesito, ni siquiera sé qué es cada cosa. Ya me hago cargo de que es abusar de usted, pero por razones evidentes no puedo pedirles eso a Valentina o Ángela.
—Cuente con ello. Soy una especialista en compras rápidas y abundantes.
—Se lo agradezco en el alma.
—Olvídese, para algo estamos las amigas.
¡Pobre Garzón!, el juego sempiterno de los roles sexuales lo había convertido en un inútil, en un ser tan incapacitado para organizar las cosas mínimas de la vida que tenía que pedir ayuda para lo primordial. La época gloriosa había sido mala para las mujeres, pero también para los hombres. Los tiempos habían cambiado, dejando a algunos mal preparados para lo que se avecinaba. Una broma pesada, ¡pobre Garzón! Incluso aquellos amores suyos tan a destiempo, tan deslumbrados e infantiles, eran también producto de su inadecuación anterior. Jamás se había planteado una separación de aquella esposa suya que tan desgraciado lo hacía. Y claro, ahí estaba ahora, divertido y halagado, paladeando como maná lo que hubiera tenido que ser plato de diario. De cualquier manera, poco podía decir yo, a quien a pesar de llevar dos divorcios a las costillas, nadie divertía ni halagaba. Era preferible no inmiscuirme en aquello, no opinar, y mucho menos elaborar complejas teorías sentimentales. Por mi parte haría mejor en buscar alguna rosca que masticar; mis mandíbulas empezaban a estar desentrenadas.
El sargento Pinilla quiso hablar conmigo personalmente tras recibir el encargo de Garzón. Me miraba con cara de reproche, leyéndome la cartilla profesional.
—Pero inspectora, usted tendría que saberlo, en la Guardia Urbana no admitimos denuncias de perros desaparecidos o robados.
—¡Bueno, Pinilla, pues no lo sabía! ¿Y a quién hay que acudir cuando te falta un perro?
—A la policía autonómica.
—Ya.
—Los Mossos la atenderán. Esa no es una de nuestras competencias.
¡Vaya con Pinilla!, ¿por qué los policías, sean del Cuerpo que sean, resultan al final tan puntillosos? También Garzón protestó un rato cuando lo envié solo a investigar en las peluquerías de San Gervasio. «Es que la mayoría son femeninas», argumentó. No me conmovió, una cosa era que me apiadara de su condición de «inútil hombre maduro», y otra bien distinta que aprovechara mi buena disposición para lograr prebendas.
—Estoy segura de que le atenderán muy bien, subinspector. Ya ha demostrado tener buena mano con las señoras. Mientras usted investiga yo iré a hablar con los Mossos d'Esquadra.
Que no fueran los agentes de la Guardia Urbana quienes se ocuparan de los perros desaparecidos no fue la última sorpresa que me llevé. Al hablar con Enric Pérez, jefe del departamento de Medi Ambient, tuve que enfrentarme a una buena batería de datos inesperados.
Para empezar, el joven y amable policía autonómico me informó de que las denuncias sobre perros y gatos tampoco eran estricta competencia suya. Ese era un asunto que se llevaba en colaboración con el llamado Centre de Protecció Animal de la Generalitat. El problema de base resultaba sencillo de entender: robar perros no es delito en España. Asombro mayúsculo. No, no lo es, tales robos se consideran como «falta administrativa» y en algunos casos como «falta contra la salud pública», pero al no figurar en el Código Penal no pueden enviarte a la cárcel si las cometes. ¡Cuando se lo contara a Ángela Chamorro!, ¡cuando supiera que aquellos perros a los que ella atribuía sutiles cualidades espirituales eran legalmente considerados por debajo de los objetos! El policía se dio cuenta de que me escandalizaba y abundó en el tema.
—Es más, sí está penado robar o comerciar con especies protegidas, animales salvajes. Sobre eso sí hay legislación, pero los bichos domésticos carecen de tales consideraciones. La verdad es que cuando algún propietario de perros acude a nosotros es porque ya lo han echado de todas partes. Se los quitan de encima en la Guardia Urbana, y no digamos en la Policía Nacional.
—¿Y ustedes qué hacen?
—Poca cosa. Tomamos nota por consideración, por si nos enteramos de algo al paso, pero no hay investigaciones.
—¿Y la gente qué opina de eso?
—Verá, si hay algún programa de televisión en el que dicen que nos ocupamos de los perros desaparecidos, al día siguiente un montón de ciudadanos llama para protestar. ¿Cómo es posible que con tantos delitos como se cometen nos dediquemos a semejantes tontadas? Pero si el mismo programa trata sobre pobres perros inocentes sustraídos por desaprensivos, otro montón de ciudadanos llama para ponernos verdes por no hacer nada.
—O sea que el ciudadano siempre anda tocando las narices.
—Ya sabe cómo es la opinión pública.
—¿Puede proporcionarme una estadística de los robos?
—Voy a darle un listado de ordenador, pero debo advertirle que si quiere una estadística completa, tendrá que ir al centro de la Generalitat que le he mencionado.
—¿Qué se consigna en ese listado?
—El nombre del dueño, su dirección y la raza del animal. Ahora mismo le haré una copia.
Desapareció dejándome muy desanimada. Volver a empezar. Pasos y pasos quizás inútiles, como en un estúpido baile de moda. Tuve la fatídica corazonada de que nunca aclararíamos aquel maldito caso. Volvió con varios folios impresos.
—Aquí tiene, perros robados o desaparecidos desde hace dos años. Ahora le apuntaré la dirección del centro de protección de la Generalitat. ¡Ah!, y si quiere una estadística más fiable, sería conveniente que fuera también a una empresa privada que se dedica a recuperar perros desaparecidos.
—¡No me diga!
—En serio. Se llama Rescat Dog. La gente que tiene medios económicos acuden a ellos.
—Increíble.
Agaché la cabeza, me quedé quieta y callada.