Authors: Alicia Giménez Bartlett
—No, Juan, ¡cuánto lo siento!, me ha venido un dolor de cabeza horroroso. Lo que voy a tomarme es un par de aspirinas antes de irme a dormir. Si te parece te llamo un día de éstos.
Ni por asomo se esperaba algo así. Encajó el golpe disimulando su enojo, pero pude captar que estaba enfadado fijándome en la ligera presión que imprimió a sus mandíbulas.
¡Al carajo, yo ya no estaba para puestas en escena tradicionales! Demasiados años a mis espaldas, demasiados divorcios, demasiado de todo como para acabar la noche diciendo: «Querido, ha sido maravilloso». Ya no, por mucho que el caballero fuera una pera en dulce. O mejoraba su estilo o me dejaba a mí imponer el mío.
Quien más se benefició de la prematura interrupción de la velada fue
Espanto.
Se puso muy contento al verme. Salimos a dar un largo paseo a las dos de la mañana. Las calles heladas estaban completamente desiertas y soplaba un viento del diablo. No sé qué consecuencias positivas sacaría el perro de aquella insólita vuelta nocturna, pero a mí el frío y el ejercicio me atemperaron cualquier deseo carnal.
El lunes siguiente mi humor no había mejorado. Seguía con la inefable y correosa sensación de haber estado perdiendo el tiempo. Nada habíamos sacado en claro visitando aquellos laboratorios. Las contabilidades eran perfectas, todo estaba asentado, todo cuadraba. Ni el menor indicio hacía sospechar que hubieran estado comerciando con perros callejeros. ¡Perros callejeros!, ¡era para partirse de risa, aquellos gigantes económicos, asépticos y eficientes, dedicándose a tratar con un pelagatos como Lucena!, ¿o sería mejor decir pelaperros? Hacía falta ser gilipollas para haber seguido tal intuición.
Cogí las libretas de cuentas de Lucena Pastor. Abrí la segunda, la ojeé: Lili: 40.000, Bony: 60.000... ¿Quién había estado pagándole a Lucena semejantes cantidades?, ¿quién estaba dispuesto a adquirir perros callejeros a aquel precio, y para qué? Porque aquellos nombres seguían correspondiendo a perros como los de la primera libreta, o ¿acaso ya no lo eran? Había conseguido no estar segura de nada. No habíamos estado avanzando en la dirección correcta, en algún punto hubo un error que nos había desviado, ¿dónde? Presa de un arrebato bastante estúpido tiré la libreta contra la pared. El subinspector se quedó tieso.
—¿Qué hace, Petra?, va a cargarse las pruebas.
—¿Sabe cuántos asesinatos quedan sin resolver en España?
—No.
—¡Un huevo, créame, un huevo! Y casi todos son de gente como Lucena, marginados, prostitutas, mendigos, gente sin nombre, sin familia, sin amigos.
—¿Y...?
—¡Pues que me jode!, me jode que sean esas escorias las que desaparezcan sin nadie que les haga justicia. Siempre lo pensé cuando leía esos datos en el servicio de documentación, y ahora que puedo hacer algo...
—¿Ahora qué?
—¡Coño, Garzón, parece usted tonto!, que ahora estoy oliéndomelo, el nuestro va a ser otro caso para la estadística de los «sin final».
—No lo creo.
—¿No lo cree?, ¡será por los magníficos progresos que hacemos!
El subinspector me miró con cierta ternura. Recogió la libreta del suelo. Sonrió.
—Tranquilícese, Petra, lo resolveremos, ya verá cómo lo resolvemos. Tenga paciencia, no se tomó Zamora en una hora, ni Badajoz en dos, ni Avilés en tres.
Abrió la libreta y hundió la nariz en ella. Yo me eché a reír.
—Lo siento, Fermín, discúlpeme. Ha sido una salida de tono bastante ridícula.
Hizo un gesto borrando el aire con la mano, sin levantar la vista del papel. Luego empezó a hablar muy despacio.
—Y digo yo que... digo yo que si sumamos todas las cantidades que están escritas aquí, pues... más o menos cuarenta páginas, a un promedio de dos asientos de treinta, cincuenta o sesenta mil pesetas por página..., pues eso da un total de... unos tres millones de pesetas.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que, suponiendo que la contabilidad correspondiera a un año, eso significa que Lucena tenía un buen montón de dinero para gastar.
—Sí, lo tenía, recuerde que llevaba una cadena muy cara.
—Bien, de acuerdo, supongamos que esa cadena le hubiera costado trescientas o cuatrocientas mil pesetas, es algo comprobable. Se trata de un capricho que se permitió; pero, aparte de eso, ese tipo llevaba una vida miserable. Vivía en un piso asqueroso, frecuentaba garitos como el bar Las Fuentes. No parece que fuera drogadicto, de modo que ¿dónde está ese dinero? La contabilidad prueba que era metódico, ¿no habrá ido guardando la pasta en alguna parte? No había indicios de robo en su casa.
—¿Habla usted de una cuenta bancaria?
—¡Vamos, inspectora, está perdiendo facultades!, un tío que no tiene un solo documento, que no firma un contrato de arrendamiento, que se hace llamar por apodos... ¿se lo imagina abriendo una imposición a plazo fijo? No, lo que quiero decir es que debe de tenerlo escondido en alguna parte.
Una nube se disipó en mi cerebro.
—En un sitio seguro —dije.
—En un sitio seguro —repitió él.
—Subinspector, buscar huellas es demasiado sutil, creo que tendremos que hacer un registro más profundo. Usted sabrá cómo se organizan esas cosas, pida un equipo que pueda efectuar un registro absoluto y mándelo a casa de Lucena.
A Garzón le brillaban los ojos.
—A la orden, jefa.
—Ha tenido usted una idea valiosa, Fermín. Si tiene oculto el dinero en algún lugar, es posible que allí encontremos más cosas, papeles, facturas... ¡pistas, querido amigo, pistas! Sí, ha tenido usted una idea genial.
—No se haga ahora demasiadas ilusiones, Petra, igual descubrimos que ese cabrón se gastaba todo en putas.
—Sabré afrontarlo.
—¿Y qué hacemos con los laboratorios?
—De momento, olvídelos.
Cuando salíamos de comisaría nos aguardaba una sorpresa: en ese justo instante estaba preguntando por el subinspector Ángela Chamorro. Vino hacia nosotros y nos habló con su característica amabilidad. Se interesó por mi salud y, ante mi total asombro, le preguntó a Garzón por su resaca.
—Yo creo que nos sentó mal la copa que tomamos después de cenar —dijo muy convencida.
Garzón cabeceaba echando pelotas fuera. Aquello era mucho más de lo que yo hubiera podido llegar a imaginar. Aquel donjuán emboscado, aquel panzudo barbazul estaba saliendo con Ángela al tiempo que lo hacía con Valentina. Lo miré significativamente y él puso cara de párvulo.
—Pasaba por aquí y de pronto he recordado que mañana es mi cumpleaños. ¡No, no me feliciten, es tan terrible que no quiero ni pensarlo! Sólo podré resignarme a ser un poco más vieja si estoy bien acompañada. ¿Les gustaría cenar en mi casa? Así me ayudarán a pasar el mal trago.
Aceptamos entre risas y frases cariñosas.
—Doy por descontado que, si lo desea, puede venir acompañada, Petra.
—Sí, es posible que lleve a un amigo.
Era posible que intentara llevarlo, aunque lo probable sería que Monturiol me enviara al carajo después de mi último desplante. Quizás si se lo propusiera en medio de una romántica música ambiental... La librera se despidió alegremente. Me volví hacia Garzón.
—Sí que es una casualidad que Ángela pasara por aquí, ¿verdad, Fermín? Y eso que yo no creo en las casualidades.
—¿Por qué desconfiar de la casualidad? A veces las cosas suceden así, cuando menos las esperas.
—Como por ejemplo un flechazo, ¿no es cierto, Garzón?
Hizo como que no me había oído.
—¡O dos flechazos!
Se mostró mucho más sordo aún.
El equipo que nos enviaron para el registro profundo me pareció un poco descorazonador. Un joven con maletín y otro sin nada. Me había hecho otra idea, quizás algo más tecnológico. Sin embargo, no hice ningún comentario ni demostré mi frustración. El subinspector estaba excitado, convencido de que allí encontraríamos un filón de tesoros. Entró en el antro de Lucena con el mismo espíritu que Carter en la tumba de Tuthanjamon. Todo estaba tal y como lo habíamos dejado la última vez, sólo que con más polvo.
El perito abrió su maletín y sacó varias macitas hechas con diferentes materiales: plástico, madera, hierro... Se quitó la americana, escogió una de las mazas y empezó a golpear el suelo centímetro a centímetro. Garzón le seguía con expectación, pegándose tanto a él como un viajero de metro en hora punta. Al cabo de un rato el joven, mostrando cierta impaciencia, le dijo: «Esto puede ir para largo». Mi compañero se alejó, algo mohíno, y vino a sentarse junto a mí en el sofá desvencijado. Nos dedicamos a hojear las viejas revistas de Lucena. El otro policía miraba tranquilamente por la ventana, acostumbrado a esperar. Al final se sentó en una silla, quedándose dormido.
Pasaron muchas horas, siempre despacio. Viendo las evoluciones del especialista, comprendí que buscaba oquedades utilizando mazas diferentes según fuera el material golpeado: paredes, suelo, azulejos e incluso marcos de las puertas.
Garzón, algo aburrido tras el entusiasmo inaugural, inició una conversación preguntando:
—¿Piensa comprar algo para el cumpleaños de Ángela?
—He encargado un ramo de rosas blancas.
Quedó en un silencio preocupado.
—Es una buena solución. Yo no sé qué regalarle, de verdad.
—Regálele una caja de bombones.
—Es muy impersonal.
—Un libro de poemas.
—Demasiado poco.
Medité un momento.
—Cómprele un bonito perro de peluche.
—¡Vamos, Petra!, estoy hablando en serio.
—¡Y yo también!, es un detalle simpático.
—No sé... quizás... pero me parece un regalo muy pobre para alguien que tiene la amabilidad de invitarte a su casa. Le aseguro que ya estoy harto de no tener casa propia en la que poder reunir a mis amigos. Estoy prácticamente decidido a seguir su consejo, voy a dejar la pensión y a alquilar un apartamento.
Me incorporé, abrí los ojos cuanto pude.
—¿Seguir mi consejo?, ¡qué desfachatez! Hace dos años que vengo dándole la murga con eso y justo ahora se le ocurre seguir mi consejo. Confiese sus auténticas razones, Fermín, tenga coraje, lo que ocurre es que le apetece tener su propio piso porque se ha enamorado.
El subinspector, alarmado, miró al policía para corroborar que no estaba escuchándonos. Luego intentó disimular una sonrisa satisfecha que afloraba en sus labios y, azarado como un colegial, declaró en voz baja:
—Pues sí, la verdad, me he enamorado. Lo malo es que no sé aún de cuál de las dos.
—¿Dos?
—Me ha entendido perfectamente, las dos son Ángela Chamorro y Valentina Cortés. He estado viéndolas casi a diario en las últimas semanas.
—Pero eso es terrible, Garzón. ¡Y en un espacio de tiempo tan corto!
—No sé qué tiene de terrible.
El policía despertó, y nos informó de que iba a tomarse un quinto al bar de la esquina. Quedamos en silencio hasta que hubo desaparecido.
—Pues es terrible, simplemente, la gente no anda por ahí enamorándose de dos en dos.
—A mí me parece lo mejor que me ha sucedido nunca. Mire, por de pronto me he enamorado, luego ya veremos de quién. Le aseguro que estar enamorado es algo estupendo, toda una experiencia.
—Sí, eso tengo entendido.
—Me despierto a media noche y pienso: «No quisiera morirme ahora porque mañana voy a verlas de nuevo». Cuento los minutos hasta que llega el momento de las citas, me distraigo con cualquier cosa... ¡le juro que hasta como menos!
—Ese sí es un síntoma serio en usted.
—Ya sé que le parezco ridículo, Petra, y se lo parezco porque lo soy. ¿Adónde va un policía viudo, viejo y feo como yo metiéndose en historias de amor? Pero le aseguro que nunca, nunca en mi vida me había pasado algo semejante. Cuando me casé con mi difunta esposa lo hice porque había llegado el momento después de un montón de años de noviazgo. Nunca hubo coqueteos, ni palabras apasionadas... en fin, no quisiera decir tonterías. ¿Sabe qué pienso, Petra?, que si siento lo que siento es porque, aunque cueste creerlo, a esas dos mujeres les gusto. ¡Les gusto a las dos!
Miré conmovida sus ojos de pescado demasiado hervido.
—Querido Fermín, ¿y por qué no habría de gustarles? Es usted un hombre atractivo, bondadoso, divertido, honrado. Usted podría ligarse a Miss Universo si se lo propusiera, quizás incluso sin proponérselo. Una pasadita por delante de la encartada con uno de sus elegantes trajes, una atusadilla de bigote...
Reía como un niño, liberado de cualquier gravedad cotidiana, encantado con aquella brisa nueva que soplaba en su rostro curtido.
—¡Ah, pero no diga más, inspectora!, si usted por fin se decidiera, le aseguro que siempre será la primera en mi...
La voz del perito nos devolvió con sobresalto a una realidad de la que casi nos habíamos olvidado.
—¡Vengan, por favor, creo que he encontrado algo!
Estaba acuclillado en el suelo de la cocina. Había retirado la mugrienta nevera y golpeaba con cuidado en las losetas del suelo.
—¿Oyen? Aquí suena a hueco. Podría ser un escondite interesante. ¿Dónde está Eugenio? —preguntó.
—¿Eugenio?
—Mi compañero.
—Ha ido a tomarse un quinto —dijo Garzón.
—¿Un quinto?, ¡será más bien un sexto, o un octavo! ¡Siempre me hace lo mismo!, cuando lo necesito resulta que se ha largado a trasegar cerveza.
El subinspector corrió a buscarlo. Mientras, yo observaba con enorme curiosidad cómo el experto sacaba un grueso rotulador de su maletín. Delimitó un par de baldosas y se puso a martillear. Metió un destornillador en una de las juntas y ésta cedió. Quedó al descubierto un pequeño agujero como de cinco centímetros de diámetro. En ese momento llegó Garzón con el policía. Se quedaron mirando el orificio sin preguntar nada. El perito se hizo con un largo cable metálico, lo metió y lo hizo descender.
—Sí... —dijo—, creo que lo hemos localizado, aquí dentro hay algo. Adelante, inspectora, lo que queda ya es cosa de ustedes.
Me calcé el fino guante de vinilo que me alargaba. Metí la mano en el agujero. Hacerlo me produjo una sensación fóbica. Se me representaron serpientes enroscadas, los rasgos de un decapitado. Lo que toqué, sin embargo, era inequívocamente plástico blando. El frufrú que llegó hasta nuestros oídos parecía también propio de ese material. Agarré el volumen que yacía en la oscuridad y lo saqué. Se trataba de una bolsa de basura. La abrí. Estaba llena de dinero, un buen montón de billetes de cinco mil pesetas. Me rodearon las exclamaciones del pequeño grupo. Repetí la misma maniobra, cinco veces, y otras tantas bolsas con idéntico contenido fueron saliendo. Me cercioré de que no hubiera nada más, y no lo había. Ni facturas, ni notas, ni libretas. Nada excepto dinero.