Authors: Alicia Giménez Bartlett
—Con mención específica para incautar las cuentas.
—Creo que deberíamos consagrarnos al caso en cuerpo y alma, Garzón.
—Estoy de acuerdo.
—Las cosas pintan bien y, con un poco de suerte, quizás podamos resolverlo de manera fulminante.
—También estoy de acuerdo.
—No se me disperse en el trabajo, por favor.
—Ni pizca —soltó, y se quedó tan ancho.
¿Qué más podía decirle para remover los posos de su conciencia profesional? Nada, debía suponerle la suficiente madurez. Sin embargo, mientras íbamos en el coche sentí una punzada de inquietud al oírlo decir sin venir a cuento:
—Ángela es un sueño de mujer, un sueño.
Guardé silencio. Entonces preguntó:
—¿Y a usted qué tal le va con el veterinario?
Me molestó el compadreo amoroso. Me puse tensa y contesté:
—Le agradecería que cambiáramos de tema.
—¡Por supuesto que sí!
Tampoco mi brusquedad le afectó lo más mínimo, su euforia resistía cualquier embate. Afortunadamente cambió de actitud cuando llegamos a la peluquería. Su rostro cobró una expresión seria y las cejas que eran momentos antes un par de paréntesis soñadores, se convirtieron en amenazantes circunflejos.
Ernesto Pavía estaba en su negocio, junto a su encantadora esposa. Nos recibió sin demasiada sorpresa, con una frialdad calculada. Pasamos a su despacho. Las empleadas se mostraban más pendientes de nosotros que de las pelambreras que atusaban. Tomamos asiento civilizadamente.
—Señor Pavía, tenemos una orden judicial para inspeccionar su establecimiento y revisar las cuentas.
Adoptó una sonrisa cínica.
—Muy bien, no voy a oponerme a las decisiones de la justicia.
La francesa intervino.
—Nunca hubiera pensado que nos tratarían de esta manera.
—No es nada personal, señora.
Pavía la tranquilizó con unas palmaditas. Quedó callada.
—Mire, señor Pavía, yo creo que todo esto sería mucho menos desagradable si usted cooperara con nosotros.
—Ya les he dicho que no tengo inconveniente en que revisen lo que quieran.
—No se trata de revisar o no revisar, el caso es que vamos a acusarle de robo y estafa, algo grave. Y digo que es grave porque esa acusación comporta necesariamente otra acusación de asesinato en la que puede ser imputado como cómplice o incluso como principal responsable.
Se puso en guardia, apartó el cuerpo de su sillón gerencial y extendió ambas manos hacia delante.
—Un momento, un momento, tendrá que explicarme qué es todo eso, ¿verdad?
—Vamos a acusarle de complicidad con un tipo llamado Agustí Puig en un asunto de estafa continuada, y también de haber intervenido en el asesinato de Ignacio Lucena Pastor.
—¿Otra vez con eso? No sé de qué me habla.
—Tenemos pruebas, Pavía; dejémonos de historias.
—¿Que tienen pruebas?, ¿pruebas de qué?
—Tenemos la grabación del contestador automático de Puig en el que aparece su voz alertándolo sobre nuestra presencia. Un error fatal, de aficionado. No contó usted con que Puig iba a darse el piro.
Yo intentaba hablar con tranquilidad, bastante despacio, y lo observaba para registrar sus más mínimas reacciones. Aparte del lógico nerviosismo, no hubo ninguna. Era obvio que esperaba todo aquello, que estaba preparado para negarlo.
—Sigo diciéndole que no sé de qué me habla.
—¿No conoce a Agustí Puig?
—No.
Con pocas esperanzas de sacarlo de sus casillas empecé a rebuscar en mi enorme bolso de bandolera. Saqué una pequeña grabadora, la coloqué sobre la mesa y la activé. La voz del desconocido, tan parecida a la de Pavía, soltó íntegro el mensaje hallado en Rescat Dog. Mientras sonaba, yo no perdía de vista a la francesa. Sería útil saber si estaba enterada de todo el asunto. Parpadeó mínimamente, ejercitando un autocontrol quizás menos elaborado que el de su marido. Sí, ella estaba al corriente. Perfecto, otro frente por el que presionar. Pavía sonrió tras escuchar la cinta. Supuse que no debía recordar el contenido exacto de sus palabras y lo encontró más tranquilizador de lo que esperaba. Enseñó su dentadura perfecta en una mueca autosuficiente.
—¿Y ese que habla soy yo?
—Eso pensamos.
—¡Vamos, inspectora, seriedad!, esa voz puede ser de cualquier hombre.
—Pero es la suya.
—¿Pretende hacerme creer que va a utilizar esa estupidez como prueba para acusarme de un asesinato? ¡Ya está bien, por favor, hasta los niños de pecho saben que una grabación no se admite como prueba en ninguna parte!
La esposa intervino de nuevo, esta vez colérica.
—¡Esto es un insulto y un abuso! Esa voz de ninguna manera pertenece a mi marido. Nosotros somos empresarios honrados que trabajamos y damos trabajo, y ustedes se presentan aquí acusándonos de conocer a estafadores y hasta de asesinatos. Pienso pedir protección al consulado de mi país.
Pavía no intentó aplacarla en esta ocasión. Guardé la grabadora.
—¿Podemos echar una ojeada?
—¡Adelante!, quizás encuentren algún cadáver.
—También necesitaremos una copia de toda la contabilidad de los dos últimos años.
—¡Por supuesto, no tengo nada que ocultar! Hace poco recibí a un inspector de Hacienda, no creo que ustedes vayan a ser más exigentes.
Estaba dignamente ofendido. Miré a Garzón, ordenándole con un pestañeo que se pusiese manos a la obra. Lo hizo, buscó por las estanterías del despacho, en los cajones de la mesa. Salió al local y ojeó los libros donde se apuntaban las citas de los clientes. Por supuesto aquél era un trabajo inútil, y me percaté de que Garzón también lo sabía viendo el modo rutinario en que realizaba la operación. Nada sospechoso íbamos a encontrar allí, pero se trataba de un trámite obligado que podía contribuir a cierto derrumbamiento psicológico del sospechoso. Aunque todo en él parecía indicar gran entereza psíquica. Él mismo nos facilitó una copia de ordenador con todas las cuentas del período que le habíamos pedido.
—No es que desconfíe de usted, pero ya que lo tiene todo informatizado vendrán nuestros expertos para echarle una ojeada
in situ
a su contabilidad.
—¡Oh, sí, naturalmente, serán bien recibidos!, incluso les daremos de merendar. ¿Y no le apetecería a ninguno de sus hombres quedarse a pasar la noche? Tenemos mantas para perros.
—No, gracias, será suficiente con unas cuantas horas.
Ni se me hubiera ocurrido entrar en un juego de ironías con aquel gilipollas. En el coche le dije a Garzón:
—La cosa va a ser más dura de lo que esperábamos, ese cabrón no está dispuesto a cantar. Que intervengan sus teléfonos.
—Me encargo de eso.
—Tendremos que someterlo a algún tipo de presión psicológica.
—Lo haremos, y quizás mientras tanto nuestra gente le eche el guante a Puig.
—No podemos confiar en eso. ¿Ha cogido una lista de los clientes de la peluquería? Habrá que localizar a alguno a quien le desapareciera su perro y lo recuperara por medio de Rescat Dog. Lo interrogaremos.
—De eso también me encargo yo. Llevaré a alguien para que me ayude.
—Hágalo. Yo voy a darle todas estas cuentas al inspector Sangüesa. Le pediré que envíe dos hombres a Bel Can; no tengo muchas esperanzas de que encuentren algo, pero así comenzaremos la presión más intensa.
—Nuestra visita ya ha sido un buen apretón.
—¿De verdad lo cree? Entonces hay que reconocer que esos tipos aguantan bien las tensiones.
—No hay aguante que cien años dure, inspectora.
—Ni que lo jure, quizás seamos nosotros los que nos cansemos primero.
—¡Eso jamás!
—No sea maximalista. Le veré luego en comisaría.
Me preguntaba cómo Garzón podía mostrarse tan seguro de sí mismo. No había motivos. Nos arrastrábamos de asunto cutre en asunto cutre sin dar con el asesino de Lucena y a él le parecía que el mundo estaba a nuestros pies. ¡Y metido como se encontraba en un buen lío amoroso! Pero Garzón era incombustible, se paseaba en pelotas por el Paraíso encantado de figurar como único Adán.
Sentada en la mesa de mi despacho revisé las cuentas de Pavía antes de dárselas al departamento de economía. Ni con café y un cigarrillo lograba entender nada. ¿Qué estaba buscando?, ¿coincidencias con la segunda libreta de Lucena? ¿Acaso su porcentaje era tan generoso como para haber acumulado tanto dinero en el plazo de un año? ¿Cuántos perros podía haber robado aquel desgraciado? Llamaron a la puerta; un guardia metió la cabeza en mi despacho.
—Inspectora Delicado, fuera hay una mujer que quiere verla.
—¿Una mujer?
—Dice que se llama Ángela Chamorro, que usted la conoce.
—Hágala pasar.
¡Tenía que suceder! Ahora la librera me pediría intercesión frente a mi compañero, o se quejaría de mujer a mujer sobre su proceder, o haría cualquiera de esas cosas que hacen las enamoradas que ven peligrar su amor. ¡Maldito Garzón!, ésta me la pagaría. Si hubiera tenido una ventana practicable habría huido por ella. El habitual aspecto sereno de Ángela me tranquilizó un poco.
—¡Ángela!, ¿has abandonado tu tienda?
—He dejado un rato a mi ayudante. Sólo estaré un momento, sé que tienes cosas que hacer.
Se sentó frente a mí recogiéndose la falda de cuadros verdes. La encontré algo demacrada.
—¿Te traigo un café?
—No quiero molestarte.
Salí a buscar un par de cafés mientras intentaba prepararme para el mal rato. Al volver, Ángela me recibió con una sonrisa triste. Removimos las tazas en un ambiente de cierta violencia y por fin empezó a hablar.
—La verdad es que ayer me quedé un poco preocupada después de que nos viéramos en casa de Fermín.
Me dio un vuelco el corazón. Aparenté naturalidad y despiste.
—¿Por qué?
—No he dejado de darle vueltas al gran número de perros de defensa desaparecidos que hay en tu lista. No existe proporción con el número de ejemplares de esas razas censados en Barcelona. ¿Comprendes lo que quiero decir?
La comprendía, francamente tranquilizada al ver que el motivo de su visita era nuestro caso.
—A raíz de eso he estado pensando y pensando hasta ligar el dato con lo que me dijo el otro día mi amigo Josep Arnau. Arnau tiene un criadero de rotweiler cerca de Manresa, aislado en el campo, como suelen estar todos los criaderos. Dice que desde hace tiempo vienen robándole perros por las noches. Buenos ejemplares adultos que él guarda para la reproducción. El pobre está harto, son animales de mucho valor.
—¿Relacionas eso con nuestro caso?
—No tengo ni idea, Petra, pero mi amigo también me dijo que otros compañeros criadores se han quejado de lo mismo. ¡Y todos crían razas de defensa! Al fin y al cabo, vosotros andáis tras el robo de perros, así que pensé...
—Es cierto, pero nuestra motivación es el asesinato de Lucena, y no veo qué relación pueden tener esos criadores con el muerto.
Se quedó levemente desconcertada. Cabeceó.
—Sí, supongo que llevas razón. Vosotros sabéis de estas cosas. Ha sido una tontería por mi parte venir.
—No, no lo es en absoluto. Más que eso, si me das la dirección de tu amigo iré a charlar con él. Lo de las razas de defensa es una coincidencia curiosa y, por más casual que parezca, debe investigarse.
Bajó los ojos agradecidamente.
—¡Oh, bien, tú decidirás lo que sea conveniente!
—Fijarse en las razas de los perros en vez de en su localización por barrios fue una aportación interesante, Ángela, y te aseguro que indagaremos por ese camino. ¿Llevas encima la dirección de tu amigo o se la darás a Fermín?
—La he traído, como no estaba segura de ver hoy a Fermín... —Buscó en su bolso y me tendió un papel—. Petra, en relación a Fermín...
Y bien, todos mis temores confirmados, llegábamos por fin al núcleo de la visita.
—¿Sí?
—Bueno, tú estás al corriente de que sale con otra mujer, ¿verdad?
—En fin, yo...
—No temas desvelar ningún secreto, yo sí lo sé. El mismo me ha contado la situación.
Fui a encender un cigarrillo sin darme cuenta de que el anterior ardía a medio consumir en el cenicero.
—En lo último que pienso es en crearte ningún problema, pero sé que conoces bien a Fermín, que lleváis trabajando juntos desde hace tiempo.
—No es un conocimiento muy íntimo.
—Quizás sea suficiente para que me expliques por qué Fermín hace una cosa así. No puedo comprenderlo, se comporta conmigo como un auténtico enamorado. Me llama, exige verme, me llena de palabras tiernas... y sin embargo, sigue con esa tal Valentina sin ocultármelo ya, sin sentir remordimientos, como la cosa más natural.
—Sí, ya me he dado cuenta de esa actitud.
—¿Cómo puede tomarse el amor con semejante frivolidad? Yo desde que murió mi marido... en fin yo nunca había vuelto a enamorarme hasta ahora, Petra. Fermín es un hombre sencillo, bueno, divertido, lleno de vitalidad, pero no consigo saber qué es lo que quiere de mí, ni acostumbrarme a esta manera de vivir.
—Te comprendo muy bien, Ángela, de verdad. Pero me gustaría que te dieras cuenta de que Fermín no pretende jugar contigo. Tiene una edad a la que ya corresponde una cierta madurez; y lo cierto es que es maduro en muchos aspectos, pero no en cuestiones amorosas. Se ha pasado la vida junto a una mujer a quien no quería y sin preguntarse en qué podía consistir el amor. Y ahora, cuando menos lo esperaba, surgen dos mujeres maravillosas al mismo tiempo. Ni siquiera se plantea cuestiones de fondo, sólo cree que eso es estupendo. Está descubriendo el sentimiento amoroso, y no sabe aún lo que el amor comporta. Es muy probable que no tarde mucho en darse cuenta, pero hoy por hoy es incapaz de atender a nada que no sean sus propias sensaciones.
Había escuchado con recogimiento total. Asintió gravemente.
—Sí, te entiendo.
—Sin embargo, si tú quieres, yo podría decirle que al menos...
Dio un violento respingo y se parapetó tras sus dos brazos extendidos hacia mí.
—No, por favor, te ruego que no le digas nada. Te suplico que ni siquiera le digas que hemos hablado.
—Está bien.
Se levantó, me tendió la mano y comenzó a caminar en dirección a la puerta.
—¡Ángela!
Dio media vuelta.
—Te agradezco que hayas venido. El dato de tu amigo el criador es sugerente, hablaré con él. —Sonrió con melancolía—. ¡Ah!, y créeme, Fermín no es un mal hombre.