Authors: Alicia Giménez Bartlett
—¿Y cómo llegaba hasta el campo un hombre sin carnet de conducir?
—Iría en una moto de pequeña cilindrada.
—¡Eso!, y los perros robados los sentaba en la parte de atrás.
—Le recuerdo lo que dijo el criador amigo de Ángela: hacen falta dos personas para realizar un robo así.
—De acuerdo, inspectora, de acuerdo; admitamos que Lucena estuviera metido en ese asunto, pero dígame, ¿cómo se le hinca el diente a eso, con qué pruebas contamos?
—¡Está usted mal acostumbrado! La policía no sólo sigue pistas, cuando no las tiene debe buscarlas. Y eso es justo lo que vamos a hacer, buscarlas.
Resopló con desánimo.
—Si no se encuentra con ganas puedo pedir que le releven, Fermín. Le aseguro que no voy a enfadarme por eso.
—Déjese de bromas, Petra. ¿Por dónde empezamos?
—Por leer esta dichosa lista.
—Adelante.
—Veamos las razas: bóxer, pastor belga, pastor alemán, dóberman, rotweiler, schnauzer gigante, dogo alemán, pastor de Brie, bouvier de Flandes, pitbull y stadforshire bull-terrier.
—¡Dios!, ¿hay criaderos de todo eso cerca de Barcelona?
—Sí, pero no se asuste; el pastor de Brie y el bouvier de Flandes pertenecen al mismo criador. Lo mismo pasa con el boxer y el pastor belga.
—Parecen platos de un restaurante francés.
—Pues para nosotros serán como una especie de picnic. ¿Tiene usted botas camperas, subinspector?
—¡Y cantimplora!
—Entonces ya no nos falta nada para empezar.
Me mostraba contenta y llena de ímpetu como recomienda el
Manual del mando policial,
pero mi realidad interior no correspondía a ese talante. El subinspector llevaba más razón que el santoral completo, seguíamos una pista débil. Sólo la seguridad de que Lucena no había abandonado el mundo canino me impulsaba a seguir buscando su hipotética «especialización». Estaba convencida de eso, Lucena poseía un don para los perros. La vida está llena de cosas así, alguien nace pobre, feo, con pocas luces y poca suerte, pero sin embargo tiene una habilidad innata para tararear canciones, para hacer cálculos mentales o para escalar fachadas. Lucena había aprovechado la suya empleándola en el mundo del delito. Lástima, podía haber sido un buen veterinario o un entrenador notable; pero robaba perros, y haciendo eso había amasado un buen montón de dinero. Y yo, aunque fuera lo último en que me empeñara, averiguaría cuál había sido la fechoría perruna que llevó a la muerte a aquel minúsculo ser marginal.
Un martes por la mañana, incipientes los calores de junio, visitamos a un tal Juan Moliner en su criadero de dóbermans. El subinspector se había plantado para la ocasión una vistosa camisa color pistacho que, en condiciones normales, le hubiera creído incapaz de llevar.
—Es un regalo de Valentina —informó.
—¿No le regala nada Ángela?
—Libros. Me ha comprado las poesías completas de Neruda, dos novelas americanas y una guía de perros.
—¿Ninguna novela policial?
—Dice que son una tontería. Ángela es una mujer muy culta, muy selecta.
—¿Se aburre con ella?
—¡Ni pensarlo!, sólo me pregunto si estoy a su altura.
—Yo no me preocuparía por eso.
—No, si tampoco me preocupo demasiado.
Era difícil obtener indicio alguno sobre su conflicto emocional, de modo que no le hice más preguntas. Ante nosotros teníamos ya a Juan Moliner, un hombre recio y simpático, antiguo agricultor reciclado en criador de perros. Nos mostró sus instalaciones mientras cantaba las excelencias de los animales con los que trataba.
—Tenemos que soportar la ignorancia de la gente —dijo—. El dóberman es un perro de fama horrible azuzada de vez en cuando por los periódicos y nosotros sufrimos las consecuencias.
—Los perros locos —dijo Garzón.
—Se han divulgado cosas espantosas. Que les crece el cerebro desproporcionadamente, que provienen de un cruce que supone genéticamente la locura; barbaridades.
—Pero es cierto que ocurren accidentes serios con esta raza.
—No más que con otros perros de defensa, pero el dóberman excita el morbo de los periodistas. Miren.
Se levantó la manga de la camisa y dejó al aire una tremenda cicatriz que le recorría el antebrazo en sentido longitudinal.
—¿Ven?, esto me lo hizo un dogo alemán, y eso que era de un amigo y me conocía muy bien. Llevo veinte años trabajando con dóbermans y nunca han hecho amago de morderme.
Garzón y yo nos quedamos mirando con aprensión los trazos de la herida.
—¿Le dolió? —pregunté.
Levantó la cara con orgullo de excombatiente.
—¿Nunca le ha mordido un perro?
Negué hipnóticamente.
—La mordedura del perro produce un dolor especial, sorprendente, profundo como si te llegara a las entrañas.
Pensé en los, para mí, ignotos sufrimientos del parto. Luego fijé la vista en los estilizados dóbermans que se agitaban en las jaulas, inquietos por nuestra presencia.
—¿Por qué no nos cuenta algo de los robos que ha venido padeciendo, señor Moliner?
La información que nos dio no difería mucho del relato que ya habíamos oído. El objetivo eran machos jóvenes, uno o dos a lo sumo. El ejecutor, alguien que entendía de perros. No quedaron pistas ni huellas. Lo único que podía deducirse con facilidad era que habían saltado la tapia porque estaba algo hundida en un punto.
—¿Para qué cree que querían sus perros?
—Eso mismo me he preguntado yo. Si es para venderlos sería más lógico que hubieran cogido un cachorro, o incluso una hembra para la cría.
—Quizás los ladrones tenían un cliente previo que les había hecho un encargo.
—Es posible.
—¿Cómo cree que pudieron sacarlos del recinto vallado?
—Encaramándolos y dejándolos caer del otro lado. No hay altura suficiente para que se lastimen.
—¿Cree que podrían bastar dos personas para realizar toda la operación?
—Puede que sí. Quizás son niñatos en busca de emociones, simples gamberros.
—¿Cómo explica entonces que otros de sus compañeros hayan sufrido robos similares?
—Será una moda.
—Aunque sus perros no estén específicamente entrenados, ¿podrían atacar?
—No, dudo que atacaran. A no ser que intentaran quitarles un cachorro o algo por el estilo.
Pasó la mano por entre los barrotes y acarició la cabeza de un perro.
—¡Tóquelo usted, inspectora!, verá como no es tan fiero.
Alargué mi mano y la pasé repetidas veces por entre las orejas del animal. Su lengua se desplegó afablemente y me lamió. Sonreí. Luego saqué del bolso la foto de Lucena y se la mostré al criador.
—¿Lo conoce?
—No. ¿Qué le ha pasado?
—Le atacaron, pero no fue un perro.
—Si hubiera sido un perro su estado seria aún peor.
—Su nombre es Ignacio Lucena Pastor. ¿Está seguro de que este hombre nunca le ha prestado ningún servicio en el pasado?
—Creo que no, pero puedo mirar en los archivos. Esperen un momento.
Se alejó hacia su oficina. Garzón me miró con malicia.
—¿Se atreve a acariciar al perro ahora que el dueño no está delante?
Podía ser como un maldito niño, como un pandillero adolescente y buscabollos. Metí el brazo entero en la jaula y volví a acariciar al dóberman, que movió el rabo, complacido.
—¿Está contento?
Oímos la voz de Moliner a nuestra espalda.
—¡Se lo dejo a buen precio!, es una protección perfecta para un policía.
—Gracias, pero ya tengo perro.
—¿De defensa?
—El mío más bien necesita ser defendido. Lo prefiero así.
—Contra gustos...
Cuando llegué a casa aquella noche el teléfono estaba sonando. Era Juan Monturiol. Quería hablar conmigo. Sostuve el auricular con la barbilla y mientras lo saludaba fui quitándome la ropa, necesitaba urgentemente un baño.
—Petra, me gustaría hacerte una pregunta. ¿Todo está bien para ti tal y como está ahora?
—No te entiendo.
—Me refiero a nuestra amistad, relación o como demonio pueda llamarse.
Debía de haber tenido un mal día.
—En fin, si no te refieres a nada concreto... yo creo que sí, todo está bien.
—Petra, nos vemos de vez en cuando, vamos a los saraos de tu compañero, hacemos el amor algunas veces... sí, todo está bien en apariencia. Lo que pasa es que las cosas no se hacen así.
Debía de haberle mordido algún perro.
—¿Qué cosas?
—La gente, la gente normal, habla un rato, se dice lo que siente, llama por teléfono, charla de su vida.
—Lo siento, la verdad es que mi trabajo...
—Sé que tu trabajo es complicado, pero el teléfono es fácil de usar.
—No tenía nada especial que decirte.
—Eso es lo malo.
Empecé a impacientarme.
—Juan, ya habíamos hablado de este tema y los dos parecíamos de acuerdo. El matrimonio es un mal rollo que...
—Entre casarte de blanco en una basílica y echar algún polvo ocasional hay un montón de posibilidades intermedias. ¿No lo habías pensado?
—¿Con cuál te quedas tú?
—Con ninguna, tienes razón. Es inútil explicar a quien no quiere entender.
Colgó el teléfono y yo me quedé estupefacta, ridículamente en pelotas rodeada de mis prendas desordenadas. ¿A qué venía aquello, tantos días llevaba sin llamarlo? ¿Habíamos estipulado un número determinado de llamadas? ¿Tenía alguna importancia? No, supuse que lo que le sucedía era que no toleraba seguir con una relación que no se concretaba en nada conocido. Qué pena, era probable que no volviéramos a salir juntos y que no volviéramos a hacer el amor. Echaría de menos su belleza. Lástima, pero no era el fin del mundo. De acuerdo, yo no le había dicho lo que sentía, pero ¿cómo iba a decírselo? Los hombres se toman muy a mal que les alabes su hermosura, no les gusta, les sienta fatal. Además, estaba el caso. Uno no queda absorbido por un caso veterinario, pero sí puede quedar atrapado por un caso policial. Daba igual, al carajo. Los problemas sentimentales pueden esperar, mi baño no podía. Demasiado cansancio como para ponerse a pensar.
De buena mañana Garzón me esperaba con el coche aparcado delante de casa para una de aquellas excursiones campestres a las que sólo les faltaba la fiambrera. Dos minutos después de estar juntos ya se había dado cuenta de que me encontraba deprimida.
—¿Aún sigue enfadada conmigo?
—¿Enfadada con usted?
—Sí, por ser un donjuán y todas esas cosas que me dice.
—Le prometí que no me metería más en sus asuntos.
—No se preocupe, le aseguro que voy a solucionar pronto el problema.
Los temas de amor acechaban insidiosamente por todas partes. Pretendí no haberlo oído.
—¿Cuál es nuestra ruta de hoy?
—Vamos hacia Rubí, a un criadero de stadforshire bull terrier.
—¿El perro asesino del que Valentina nos habló?
—¡Exacto!, el propietario se llama Augusto Ribas Solé. Veamos si alguien ha tenido cojones para robarle uno de esos perros sanguinarios.
Fingí dormirme para que Garzón no reincidiera en materias sentimentales. Tenía suficiente con las propias. Mi representación fue tan perfecta que al cabo de un momento estaba dormida de verdad. Me desperté al pararse el coche. Descubrí que estábamos en una zona muy solitaria donde se alzaba un cercado relativamente grande. Una puerta corredera era toda su abertura al exterior. Leímos en un cartel: «Cuidado con el perro. Llamar». Una flechita roja señalaba el timbre.
—¿Preparada para el juego de la verdad, inspectora?
El maléfico Garzón utilizaba un tono escéptico para todo lo que concernía a la investigación. Pulsamos el timbre. Sorprendentemente no se produjo el habitual coro de ladridos. Nadie acudió a abrir. Llamamos de nuevo, sin resultado.
—¿Está seguro de que este criadero sigue abierto al público?
—Figura en la lista.
—Pues no parece haber nadie. Llame otra vez. Garzón realizó una larga y estridente pulsación que tampoco obtuvo respuesta.
—¡Después de haber venido hasta aquí! —dijo de mal talante.
Cogí el picaporte de la puerta corredera y tiré. Cedió enseguida, dejando un espacio suficiente para pasar.
—¿Entramos? —pregunté.
—Vamos a dar unas voces.
Traspasamos el umbral. Ante nosotros se abría un patio amplio con varias moreras plantadas en el centro.
—¿Hay alguien aquí? —gritó Garzón.
Como contestando al requerimiento del subinspector, y sin que pudiéramos advertir por dónde había salido, vimos a unos pasos de distancia cómo un enigmático perro estaba mirándonos fijamente. No ladraba ni se movía. Era pequeño, fuerte, compacto cual pedrusco. El temible stadforshire. Sus ojos destellaban con una intensidad paralizante. Oí cómo Garzón me decía muy bajo:
—¿Dónde tiene su arma reglamentaria?
—En el bolso —respondí con un hilo de voz.
—Pues no se le ocurra hacer ningún movimiento para sacarla.
—¿Y la suya?
—En mi americana, y mi americana se ha quedado en el coche.
—¡Joder!
La mínima elevación de tono que comportó mi reniego hizo que el perro empezara a rugir. Era un rugido grave, bajo, salido directamente de aquel pecho de hierro.
—Estoy asustada, Fermín.
—No se preocupe. No haga ningún gesto brusco, no se mueva, no hable alto.
—¿Es uno de esos perros asesinos?
—Es un stadforshire. Espero que éste en particular nunca haya asesinado a nadie.
El perro se adelantó hacia nosotros y rascó con sus pezuñas sobre unas losas del jardín.
—Subinspector...
—Tranquila.
—Se supone que ha aprendido usted de perros.
—Acaba de olvidárseme todo.
—¿Qué hacemos?
—Intente empezar a recular hacia la salida. Despacio, muy despacio, sin darle nunca la espalda. Vamos.
Me cogió del brazo. Noté su firme presión.
—Ahora.
Hicimos un movimiento mínimo, un deslizamiento hacia atrás. Era poca cosa, pero el perro se percató y gruñó con más fuerza.
—¡Fermín!
—No haga caso, está intentando intimidarnos. Vuelva a recular despacio, un poco hacia la izquierda. Ahora.
Las piernas me flaqueaban, no conseguía saber si estaba desplazándome o no.
—Dígale algo en alemán.
—Déjese de traducciones y recule.
El nuevo movimiento creó más inquietud en el animal. Cambió de lugar, hizo el rugido intenso, sostenido. De sus fauces vi manar una baba densa que caía al suelo en forma de gruesos hilos. Me miraba a mí específicamente, apenas si podía respirar. Entonces, como si se tratara de un alma escapada del infierno, lanzó un primer ladrido bronco y yo, sin poder evitarlo, dejé escapar un grito medio ahogado. Fue entonces cuando se produjo la auténtica eclosión de la fiereza. El bicho, enloquecido, ladró con rabia, se inclinó sobre sus patas traseras, estaba dispuesto a saltar. Busqué desesperadamente la pistola, pero en ese momento un alarido potente y concreto emergió desde nuestras espaldas.