Authors: Alicia Giménez Bartlett
—No le ha hecho usted mucho caso, ¿verdad?
—Tenía otras cosas en que pensar.
Fue raro volver a casa y no encontrar a
Espanto.
Quizás me había acostumbrado a una grata compañía, aunque fuera la de un animal tan pequeño. Me senté pesadamente, sin ganas siquiera de servirme un whisky. Un crimen pasional y una paliza mal dada, eso era todo. No podía hablarse de material sofisticado. Dinero y amor. Brutalidad y despecho. Vulgaridad. Las razones para matar se cuentan con pocos números, son las mismas desde Shakespeare, desde Caín y Abel. Todo lo demás es repetición. La vida es casi tan tonta como la muerte, y muchísimo más pesada. Tenía sueño, me dolía la espalda, pero la sensación predominante estribaba en una vaga añoranza. ¿De qué? Quizás de la cabeza deforme de
Espanto,
de la facilidad para comunicarme con él, sin hablar. Uno de los dos cónyuges Ribas se había cargado a Valentina. Ahora Garzón ya no podría vivir en el campo. ¡Qué absurdo! También me dolían los ojos. No es sano llenar el cerebro durante semanas con los mismos pensamientos, ensucian el recipiente, pueden pudrirlo. Hay que saber cortar. Cogí el teléfono y llamé a Juan Monturiol. Le conté.
—Ya ves que tu intervención en el caso ha sido decisiva.
—Un simple capote profesional. ¿Cómo está Garzón?
—Jodido.
—Y si no confiesa ninguno de los Ribas, ¿qué haréis?
—Ahora no puedo pensar. ¿Por qué no vienes a verme y tomamos una copa?
—No creo que sea una buena idea, Petra.
—¿Por qué?
Hubo un momento de silencio. Carraspeó.
—Creo, sinceramente que no debemos liar más nuestra relación, ¿me entiendes?
—No.
—Nunca me acostumbraré, Petra, es así. Aun cuando no exista entre nosotros el más mínimo compromiso, me gusta que la mujer que se acuesta conmigo me considere una prioridad, que me llame, que me informe de lo que hace que... en fin. El sistema amistad-cama no es para mí. Y lo siento, porque me gustas un montón. ¿Me entiendes ahora?
—Sí.
—De todas maneras eso no conlleva ningún enfado. Nos veremos cuando traigas a
Espanto
a la consulta.
—Espanto
murió. Se lo cargaron registrando mi casa.
—Lo lamento. Entonces nos veremos por el barrio, alguna vez podemos tomar un café.
—Sí, claro.
—Me gustaría que entendieras de verdad mi punto de vista.
—Lo entiendo, y me parece bien.
—Me alegro. ¿Podrás contarme el desenlace con los Ribas?
—Sí, lo haré.
Colgué. Calabazas a mi edad. Me las había ganado a pulso. ¿Quién creía que era, Miss Universo? ¿Una alegre quinceañera susceptible de enamorar a primera vista? ¿Una mujer fatal? ¡Tomar un café! ¡A ver cómo cono lograba conformarme con tomar un café al lado de Juan Monturiol! Ver sus manos firmes cuando abriera el azucarillo, sus labios acercándose a la taza, sus ojos verdes clavándose en mí. ¡Al carajo el café! Me iría a la cama inmediatamente, sin ducharme, sin cenar, sin volver a pensar más en toda aquella basura reciclada de las historias de amor. Eché de menos a
Espanto
con terrible intensidad.
Es difícil preparar previamente los careos. Cualquier estrategia suele derrumbarse según la inercia que provoque el encuentro. Y cuanta mayor es la relación entre los enfrentados, esa inercia se manifiesta con más prontitud. La cosa no era moco de pavo tratándose de marido y mujer. Pero aparte de escuchar, concluir y, si acaso encauzar, poco más podíamos intentar en aquellos momentos.
Cuando entró su mujer, Ribas se levantó. Intenté analizar a toda prisa la mirada que intercambiaron furtivamente. Creí percibir que era de mutua vergüenza. Formaban una pareja armónica. Él, fuerte, potente, atractivo. Ella, de una fragilidad desvaída e infantil. Fue Ribas el primero en hablar, y lo hizo en un tono dolorido, soltando una frase inconclusa que era un lamento.
—¿Cómo has podido...?
Ella no respondió. Frunció el ceño y apretó los dientes, llena de una obcecada voluntad. Se sentó cruzando las piernas con impertinencia forzada. Me miró.
—¿Tendré que estar mucho rato aquí?
Era evidente que se hallaba librando una batalla en su fuero interno. No estaba habituada a ser bravucona ni descortés.
—Pilar, queremos que le confirme a su esposo que fue usted quien avisó a la policía en dos ocasiones, con intención de que lo atrapáramos en pleno desarrollo de su negocio ilegal.
Sin dejar de mirarme, contestó:
—Sí, fui yo.
—¿Puede explicarnos por qué?
Se calló.
—Responda, por favor.
Adoptó un aire cínico que le quedaba postizo.
—Soy una buena ciudadana.
—Pende sobre usted una acusación de asesinato, ¿le parece un buen momento para bromas?
Ribas intervino.
—Llamó porque se la comían los celos.
Ella se tensó, pero siguió sin mirarlo y dijo con un tonillo casual:
—Sí, será por eso por lo que he aguantado cinco años que estuvieras viéndote con esa mujer.
—Hubiera tenido que dejarte hace ya mucho tiempo, no tienes sangre en las venas, todo te da igual.
Miró a su marido directamente a la cara por primera vez. Sus manos de niña pasaron a ser dos garritas crispadas.
—Siempre has sido un chulo, Augusto, nunca te has preocupado de mí. Estabas tan convencido de ser superior, te parecía que debía dar tantas gracias por estar a tu lado que me has tratado como a una basura. —Ribas se sorprendió, sus ojos se abrieron, incrédulos—. Eras lo mejor que podía pasarme, ¿no? ¡El rey! Con prestarte a nuestro matrimonio ya hiciste bastante. ¡Me das pena!
Ribas reaccionó por fin:
—¡Cállate!
La cara pequeña de la mujer se tiñó de un rojo intenso.
—¡No pienso callarme! —gritó. Asistíamos a una revolución, quizás largamente gestada—. ¡He estado demasiado tiempo callada, y ahora voy a hablar! No eres más que un fracasado, Augusto, nada más. ¿Dónde están las maravillas para el futuro, la mansión en el campo, los viajes? Te ibas a comer el mundo y has tenido que acabar contratando miserables ladrones de perros para sacar un poco de dinero extra.
El marido estaba alterado, se dirigió a mí.
—Dígale que se calle.
Abrí ambos brazos en un gesto pontificio.
—Estamos aquí para hablar.
—¡Ni siquiera hemos tenido hijos por tu culpa! Sólo has sabido correr detrás de otras mujeres, cuanto más vulgares, mejor.
—Eso es lo que te pica, ¿verdad?, por eso la mataste.
—¡La has matado tú! ¡Tú te pusiste como loco cuando te dijo que se largaba con el policía! ¡Dejar al gran hombre por un policía viejo y gordo! Supongo que eso es lo que peor te sentó, en el fondo el cariño de una mujer te da igual. Lo único que has querido durante toda tu vida es figurar, ser el centro. ¿Por qué tuviste que meterte en todos esos asuntos sucios, para qué necesitábamos más dinero?
Ribas se incorporó de manera amenazante, Garzón saltó con demasiado ímpetu sobre él. Levanté la voz.
—¡Señores, por favor, es suficiente! Si no guardan la compostura tendremos que suspender este encuentro.
Miré a Garzón, preocupada. Soltó el brazo de Ribas, se sentó. Éste se abrió el botón superior de la camisa deportiva, emitió el resoplido de un caballo. Habló más bajo esta vez.
—Tú la mataste, Pilar, no sigas mintiendo. Ya me has castigado bastante. Di por qué saliste aquella noche.
—Tenía miedo de encararme contigo, de que te fueras de casa delante de mis propias narices. Te he tenido miedo demasiadas veces, Augusto, y eso no es normal entre personas casadas.
—¡Historias! Cogiste a
Pompeyo
y fuiste a casa de ella. No podías soportar que yo te abandonara. Le echaste el perro encima y seguiste dándole órdenes de ataque hasta que la mató. Luego pensaste que podías cargármelo a mí. ¡O quizás lo tenías planeado desde el principio!
—¡No! ¡La mataste tú porque no podías convencerla de que dejara al policía!
Estábamos entrando en un callejón sin salida. La tensión de mi estómago se había convertido en un zumbido craneal.
—¡Bajen el tono, por favor! Creo que será mejor que suspendamos la sesión hasta mañana.
Los hice salir. Me fijé en Garzón. Tenía la boca manchada de sangre. Se había mordido el labio inferior. Le pasé un pañuelo de papel. Se limpió. Nos quedamos mirándonos, incapaces de ningún comentario, incapaces casi de hablar. No sabía qué hora era, desvié los ojos hacia el reloj, no podía seguir manteniendo por más tiempo la mirada de mi compañero.
—¿Qué le parece todo esto? —preguntó al fin.
—No lo sé, ¿y a usted?
—Yo creo que ha sido él.
—¿Por qué?
—Tenía más que perder, recuerde la libreta.
—No siempre se mata por motivos fríos.
—Pero él mandó a Marzal a su casa.
—Me extraña que un tipo con experiencia en negocios sucios cometiera una estupidez así.
Las cosas estaban claras, Garzón apostaba por la culpabilidad de Ribas. Me pregunté hasta qué punto pendía sobre su alma dolorida el deseo inconsciente de que fuera él. Anatemizar al rival, confundir el odio que sentía hacia un hombre que aspiró al amor de Valentina. Prueba de ello era que atribuyera el motivo de su presunta culpabilidad únicamente al asunto de la libreta, olvidándose del componente pasional.
Tal como se presentaban las circunstancias, estaba convencida de que la solución debían brindárnosla nuestros encartados. Y no me equivoqué. En cuanto pisé la comisaría al día siguiente, un guardia me dijo que Ribas deseaba hablarme en privado. Interpreté inmediatamente la condición de privacidad como petición directa de que Garzón no estuviera presente. Sí, probablemente era el único modo de avanzar.
Ribas estuvo grave y con tendencia a razonar. Confesó no haber pegado ojo en toda la noche. La estancia en nuestras dependencias había aclarado su mente hasta el punto de permitirle pergeñar estrategias que señalaran al culpable, que por supuesto, mantenía no ser él. Tenía perfectamente claro que la acusación judicial que le caería encima no podía ser la misma por haber matado a un tipo de modo más o menos premeditado, que por haber cometido un crimen alevoso. Me pidió verse a solas con su esposa. Le dije que eso no podía permitirlo; cualquier intento de influir en ella que yo no controlara quedaba fuera de cuestión.
—Está bien, consienta por lo menos en dejarme hablar con ella estando usted presente. De ninguna manera su compañero.
—¿De verdad cree tener tanto ascendiente sobre ella como para que diga la verdad?
—Estoy seguro.
—No es eso lo que me pareció ayer; quizás ella ha cambiado con respecto a usted.
—Sé lo que digo.
—De acuerdo.
—Una cosa más. Es imprescindible que no se tome en contra mía lo que voy a decir. Piense que sólo voy a intentar que diga la verdad.
—Veremos.
—¿Y ese subinspector?
—Descuide, no estará.
Esperaba una reacción violenta de Garzón cuando le comunicara las novedades, pero lo que obtuve fue una mirada constatadora de mi traición. ¿Tú también, Bruto? vino a decir. Sí, yo también, un asesinato estaba en juego, no podía pararme a pensar en herir sentimientos. Se avino de mala gana, volvió a su despacho donde supongo que pasaría uno de los ratos más amargos de su vida. Yo preparé el nuevo careo, procurando no dejarme llevar por ningún presentimiento. Me sorprendió a mí misma estar tan serena. El propósito era comportarme como los tres monos chinos: ver, oír, callar.
Pilar entró en el despacho antes que su marido. Comprobé algo terrible en su simplicidad: una sola noche de detención hace estragos en la personalidad de la gente corriente. Venía pálida, demacrada, pero sobre todo abstraída, derrotada en su dignidad. Miró a Ribas cuando apareció él, como si fuera un extraño; a mí no me hizo ni caso. Nos sentamos y guardamos silencio, más de un minuto que me pareció angustioso y sin final. Por fin habló Ribas.
—¿Estás cansada? —preguntó a su mujer.
Ella frunció el ceño, e hizo un pequeño gesto de dolor al enderezar la espalda.
—Quiero irme a casa —dijo.
—No te preocupes, te irás.
La voz de Ribas había cobrado una calidez especial. Se acercó a Pilar, le tomó la mano. Ella no se resistió. Recibió también sin rechistar unos golpecitos en el hombro.
—Te irás enseguida, te irás.
Había cobrado el control absoluto de la situación. Ella se aflojó. Empezó a hablar sin mirarlo. Para ambos yo había dejado de existir.
—¿Por qué tuviste que querer marcharte con esa mujer?
—Ya viste que no me fui. Acudí a dormir a tu lado, como siempre.
—¡Porque ella te echó!
—Yo estuve durmiendo en nuestra casa, y no me hubiera marchado jamás, lo sabes bien.
—Me has hecho mucho daño, Augusto, esta vez sí.
—Tú a mí también querida, ya lo ves. Ya ves que estamos aquí, que tú me denunciaste a la policía.
—Quería castigarte, que todo se acabara, que se acabara lo de esa mujer.
Empezó a llorar mansamente. Él la consoló con pequeños chasquidos de lengua, como se hace con un bebé. Ambos hablaban en susurros. Yo estaba sobrecogida por la situación, por el patetismo herido e indefenso de la mujer.
—Pero ahora te irás a casa enseguida.
—¿Y tú?
—Yo no puedo marcharme, Pilar, me has denunciado, ¿recuerdas? Iré a la cárcel. Iré también por ti. Voy a decirles que yo maté a Valentina. Cargaré con las culpas de los dos. Tú vete a casa y espérame, yo volveré algún día.
Había llegado el momento crucial. Levanté hacia la mujer los ojos que el pudor me había hecho bajar. Vi cómo se debatía un instante entre las lágrimas, el dolor, la enajenación.
—No —dijo—. No quiero que hagas eso, yo la maté, también iré a la cárcel mientras estés tú. La maté y no me arrepiento, ahora ya nunca más existirá.
—Ya no existía para mí, para mí sólo has existido siempre tú.
Lloraba. Ribas levantó la vista hacia mí. Intervine, extrañada de oír mi propia voz entre ellos.
—¿Usted la mató, Pilar?
Asintió varias veces con la cabeza.
—¿Y vino a mi casa a por esa libreta?
Volvió a asentir.
—Quería hacerla desaparecer, que desapareciera cualquier cosa que pudiera interponerse entre mi marido y yo. Esperaba encontrar esa libreta que él temía tanto y ponerla frente a sus ojos, decirle: «¿Ves?, ya no queda nada de todo ese asunto, desaparecida la libreta, desaparecida la mujer... ahora tú y yo podemos volver a empezar».