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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Relato

Diario. Una novela (10 page)

BOOK: Diario. Una novela
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El pequeño y vulgar secreto de lo que la hacía feliz.

Misty no paraba de mirar por encima del hombro para asegurarse de que no hubiera nadie mirando. De que hubiera nadie viendo la parte más vulgar y sincera de ella, pintada con acuarelas.

Peter, que Dios lo bendiga, se limitó a cortar el passe-partout y a centrar la pintura dentro del mismo.

Tú cortaste el passe-partout.

Peter colocó la sierra graduada sobre la mesa de trabajo del taller y cortó los listones para los lados del marco. Cuando Peter miró la pintura, la mitad de su cara sonrió, el músculo
zygomaikus major
le tiró de una comisura de la boca. Solamente enarcó la ceja del mismo lado. Y dijo:

—La barandilla del porche te ha salido perfecta.

Fuera, una chica de la facultad de bellas artes pasó andando por la acera. Una chica cuya última obra había sido rellenar un oso de peluche de mierda de perro. Trabajaba con las manos enfundadas en unos guantes de goma tan gruesos que casi no podía doblar los dedos. De acuerdo con ella, la belleza era un concepto trasnochado. Superficial. Una trampa. Ella trabajaba en una tendencia nueva. Un nuevo giro a un tema dadaísta clásico. En su estudio ya había destripado al oso de peluche y había abierto su piel falsa como en una autopsia. Con los guantes de goma embadurnados de mierda marrón, apenas podía sostener la aguja y el hilo de sutura rojo. Su título para todo aquello era: «Ilusiones de la infancia».

El resto de chavales de la facultad de bellas artes, chavales de familia rica, de los que viajaban y veían arte verdadero en Europa y en Nueva York, hacían obras parecidas.

Otro chico de la clase de Misty se estaba masturbando e intentando llenar de semen una hucha en forma de cerdito antes de final de año. Vivía de los dividendos de un fondo fiduciario. Otra chica bebía temperas al huevo de colores distintos y luego jarabe de ipecacuana que le hacía vomitar su obra maestra. Iba a clase en un ciclomotor italiano que había costado más que la caravana donde creció Misty.

Aquella mañana en el taller de enmarcado, Peter unió las esquinas del marco. Aplicó pegamento con los dedos desnudos y perforó las cuatro esquinas para colocar los tornillos.

Todavía de pie entre el escaparate y la mesa de trabajo, con el cuerpo bloqueando la luz del sol, Misty dijo:

—¿De verdad crees que es bueno?

Y Peter dijo:

—Si supieras... Tú dijiste eso.

Peter dijo:

—Me estás tapando la luz. No veo nada.

—No me quiero mover —le dijo Misty—. La gente de afuera podría ver. Toda la mierda de perro y las corridas y el vómito. Peter pasa el cortavidrios por encima del cristal, sin apartar la vista un segundo de la cuchilla redonda, con un lápiz en el pelo detrás de una oreja, y dice:

—El hecho de que apeste no convierte lo que hacen en arte.

Peter parte el cristal en dos pedazos y dice:

—La mierda es un cliché estético —dice.

Y cuenta que el pintor italiano Piero Manzoni enlató su propia mierda y la etiquetó: «100% pura mierda de artista». Y que la gente la compró.

Peter se estaba mirando las manos con tanta concentración que Misty tuvo que mirar también. Dejó de prestar atención al escaparate y al cabo de un momento oyó que sonaba un timbre detrás de su espalda. Alguien acababa de entrar en el taller. Otra sombra se proyectó sobre la mesa de trabajo.

Sin levantar la vista, Peter dijo:

—Eh.

Y el recién llegado dijo:

—Eh.

El amigo de Peter era de su misma edad, rubio y con unos pelillos en la barbilla, no lo bastantes como para considerarse barba. Otro estudiante de la facultad de bellas artes. Otro chico rico de la isla de Waytansea, que se quedó allí de pie, mirando con los ojos azules el cuadro que había en la mesa de trabajo. Sonrió con media cara igual que había sonreído Peter, con el aspecto de alguien que se está riendo del hecho de que tiene cáncer. Con cara de tener delante un pelotón de fusilamiento integrado por payasos con armas de verdad.

Sin levantar la vista, Peter limpió el cristal con una gamuza y lo metió dentro del marco nuevo. Dijo:

—¿Ves lo que te decía del cuadro?

El amigo miró la casa rodeada de porches, la cerca y los azulejos. El nombre Misty Marie Kleinman. Sonrió con media cara, negó con la cabeza y dijo:

—Es la casa de los Tupper, no hay duda.

Era una casa que Misty se había inventado. Del todo.

El amigo llevaba un pendiente en la oreja. Una vieja pieza de bisutería del mismo estilo isla de Waytansea que llevaban los amigos de Peter. Enterrado en su pelo, era una filigrana dorada alrededor de un enorme corazón de esmalte, destellos de cristal rojo, joyas de cristal tallado centelleando entre el oro. Estaba mascando chicle. Menta verde, a juzgar por el olor.

Misty dijo:

—Hola. —Dijo—: Soy Misty.

El amigo la miró y le dedicó la misma sonrisa lúgubre. Masticando su chicle, le dijo:

—¿Así que esta es ella? ¿Ella es la dama mítica?

Y Peter pone el cuadro en el marco, debajo del cristal, mirando solamente su trabajo, y dice:

—Me temo que sí.

Sin dejar de mirar a Misty, recorriéndole todo el cuerpo con la vista, mirándole las manos y las piernas, la cara y los pechos, el amigo inclinó la cabeza a un lado y la examinó. Sin dejar de masticar chicle, dijo:

—¿Estás seguro de que es ella?

La parte de urraca de Misty, su pequeña parte de princesa, no podía quitar la vista de encima del pendiente rojo y brillante del tipo. Del corazón de esmalte centelleante. Del destello rojo de los rubíes de cristal tallado.

Peter colocó una lámina de cartón de apoyo debajo de la pintura y selló los bordes con cinta adhesiva. Pasó el pulgar sobre la cinta para afianzarla y dijo:

—Ya has visto el cuadro. —Se detuvo y suspiró, con el pecho inflándose y desinflándose, y luego dijo—: Me temo que es ella en persona.

La mirada de Misty permanecía clavada en la mata de pelo rubio y enredado del amigo. El destello rojo de su pendiente era como las luces de Navidad o como las velas de un cumpleaños. A la luz del sol que entraba por el escaparate del taller, el pendiente era como los fuegos artiticiales del 4 de julio y los ramos de rosas de San Valentín. Miró el destello y se olvidó de que tenía manos, cara y nombre.

Se olvidó de respirar.

Peter dijo:

—¿Qué te dije, hombre? —Ahora estaba mirando a Misty, observando su fascinación con el pendiente rojo, y dijo—: No puede resistirse a las joyas viejas.

El tipo rubio vio que Misty lo estaba mirando y sus ojos azules se desviaron a un lado para ver dónde tenía la vista clavada Misty.

En el destello de cristal tallado del pendiente se veía el destello del champán que Misty no había visto nunca. Se veían las chispas de las hogueras de la playa, subiendo en espiral hacia unas estrellas estivales que Misty solamente podía imaginar. Se veía el resplandor de las lámparas de araña que ella había pintado en todos sus salones de fantasía.

Todos los anhelos y carencias idiotas de una niña pobre y solitaria. A su parte estúpida e inculta, no su artista interior sino su idiota interior, le encantaban aquel pendiente y su brillo intenso. El brillo del caramelo duro y azucarado. Caramelo en un plato de cristal tallado. Un plato en una casa que nunca había visitado. Nada profundo ni con contenido. Simplemente todo lo que estamos programados para adorar. Lentejuelas y arco iris. Las pulseras que habría desdeñado si tuviera la bastante educación.

El rubio, el amigo de Peter, extendió el brazo para tocarse primero el pelo y luego la oreja. Abrió la boca tan de golpe que se le cayó el chicle al suelo.

A, tu amigo.

Y tú dijiste:

—Cuidado, tío. Parece que me la estás robando...

Y el amigo tanteó con los dedos, se los hundió en el pelo y se arrancó el pendiente. El ruido hizo que todos se estremecieran.

Cuando Misty abrió los ojos, el tipo rubio le estaba ofreciendo su pendiente, con los ojos azules llenos de lágrimas. Su lóbulo desgarrado colgaba en dos pedazos, bifurcado, sangrando por ambas partes.

—Ten —le dijo—. Cógelo.

Y tiró el pendiente hacia la mesa de trabajo. Allí aterrizó y el oro y los rubíes falsos lo salpicaron todo de destellos rojos y de sangre.

El broche de atrás seguía en su sitio. Era tan viejo que el oro se había puesto verde. Se lo había arrancado tan de golpe que el pendiente todavía tenía pelos rubios enredados. Cada pelo conservaba el bulbo blanco y blando de la raíz.

Tapándose la oreja con la mano, y con la sangre manando entre los dedos, el tipo sonrió. Con el músculo
corrugator
juntándole las cejas de color claro, dijo:

—Lo siento, Petey. Parece que tú eres el afortunado.

Y Peter levantó la pintura, enmarcada y terminada. Con la firma de Misty en la parte de abajo.

La firma de tu futura mujer. Su pequeña alma burguesa. Tu futura mujer que ya extendía la mano para coger aquella cosa ensangrentada con su brillo rojo. —Sí —dijo Peter—. Vaya puta suerte.

Y sin dejar de sangrar, tapándose la oreja con una mano, con la sangre resbalándole por el brazo y goteándole del codo doblado, el amigo de Peter retrocedió un par de pasos. Extendió el otro brazo hacia la puerta. Asintió mirando el pendiente y dijo:

—Quedáoslo. Regalo de bodas.

Y se marchó.

9 DE JULIO

Esta noche, Misty está metiendo en cama a tu hija cuando Tabbi dice:

—La abuelita Wilmot y yo tenemos un secreto.

Solamente para que conste en acta, la abuelita Wilmot conoce los secretos de todo el mundo.

Grace se sienta en la iglesia, le da un codazo a Misty y le cuenta que el rosetón que los Burton donaron para la pobre desgraciadita de su nuera... Bueno, la verdad es que Constance Burton dejó de pintar y se dio a la bebida hasta matarse.

Dos siglos de vergüenza y tristeza en Waytansea, y tu madre puede contar hasta el último detalle. Los bancos de hierro fundido de Merchant Street, los que fueron fabricados en Inglaterra, están dedicados a la memoria de Maura Kincaid, que se ahogó intentando recorrer a nado los nueve kilómetros que la separaban del continente. La fuente italiana de Parson Street... está dedicada a la memoria del marido de Maura.

El marido asesinado, de acuerdo con Peter.

De acuerdo contigo.

Este es el coma colectivo del pueblo entero de Waytansea.

Solamente para que conste en acta, mamá Wilmot te envía su amor.

Aunque nunca se moleste en visitarte.

Metida en la cama, Tabbi estira el cuello para mirar por la ventana y dice:

—¿Podemos ir de picnic?

No nos lo podemos permitir, pero en el mismo instante en que te mueras, mamá Wilmot elegirá una fuente de metal y de bronce, esculpida en forma de Venus desnuda de pie montada en una concha, a mujeriegas.

Cuando Misty las trajo a vivir al hotel Waytansea, Tabbi se trajo su almohada. Todas trajeron algo. Tu mujer trajo tu almohada porque huele a ti.

En la habitación de Tabbi, Misty se sienta en el borde de la cama y se peina el pelo infantil con los dedos. Tabbi tiene el pelo largo y negro y los ojos verdes de su padre.

Tus ojos verdes.

Tabbi comparte una buhardilla con su abuela, contigua a la de Misty, en el ático del hotel.

Casi todas las familias antiguas han alquilado sus casas y se han mudado al ático del hotel. Las habitaciones empapeladas de rosas descoloridas. El papel arrancado en todas las junturas. En todas las habitaciones hay un fregadero oxidado y un espejito atornillado a la pared. Dos o tres camas de hierro en cada habitación, con la pintura descascarillada, con el colchón blando y hundido en el medio. Son habitaciones diminutas, con los tejados inclinados y las ventanas pequeñas, ventanas de buhardilla en saliente que parecen hileras de casetas de perro en la pendiente del tejado del hotel. El ático es un cuartel, un campo de refugiados para la alta burguesía blanca y elegante. La gente nacida en la heredad ahora comparte baño al fondo del pasillo.

Esa gente que nunca ha trabajado se dedica este verano a servir mesas. Como si a todo el mundo se le hubiera acabado el dinero al mismo tiempo, este verano todos los isleños de sangre azul están cargando maletas en el hotel. Limpiando habitaciones de hotel. Lustrando zapatos. Fregando platos. Una industria de servicios de rubias de ojos azules con el pelo brillante y las piernas largas. Educadas y joviales y ansiosas por traer deprisa un cenicero o rechazar una propina.

Tu familia —tu mujer, tu hija y tu madre— duerme en camas hundidas de hierro descascarillado debajo de tejados inclinados, con las reliquias de plata y cristal acaparadas durante su antigua vida refinada.

Imagínate, todas las familias de la isla están sonrientes y silbando. Como si esto fuera una aventura. Un pasatiempo estrambótico. Como si estuvieran de visita por la industria del servicio. Como si todo este tedio de restregar y hacer reverencias no fuera a durar el resto de sus vidas. Sus vidas y las vidas de sus hijos. Como si al cabo de un mes no se fueran a cansar de la novedad. No es que sean tontos. Es que ninguno de ellos ha sido nunca pobre. A diferencia de tu mujer: ella sabe qué es comer tortitas para cenar. Comer queso de la beneficencia. Beber leche en polvo. Llevar zapatos con puntera metálica y pulsar un reloj registrador.

Allí sentada con Tabbi, Misty dice:

—¿Y qué secreto tenéis?

Y Tabbi dice:

—No te lo puedo decir.

Misty arropa a la niña por encima de los hombros. Las sábanas y mulitas del hotel están tan viejas y tan descoloridas que no queda de ellas nada más que pelusa gris y olor a lejía. La lámpara que Tabbi tiene junto a la cama es su lámpara de porcelana rosa con flores pintadas. Se la han traído de la casa. La mayoría de sus libros están aquí, los que caben. Han traído sus cuadros de payasos y los han colgado encima de su cama.

La cama de su abuela está lo bastante cerca como para que Tabbi pueda extender el brazo y tocar la colcha de recortes de terciopelo de vestidos de Pascua y ropa de Navidad de hace un centenar de años. Sobre la almohada tiene su diario encuadernado en rojo con la palabra «Diario» escrita en la cubierta en letras cursivas doradas. Con todos los secretos de Grace Wilmot encerrados en el interior.

Misty dice:

—No te muevas, cariño.

Y coge una pestaña que se le ha caído a Tabbi de la mejilla. La frota con las yemas de dos dedos. Es larga como las pestañas de su padre.

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