Doña Perfecta (15 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Doña Perfecta
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—¡Ay! ¡Pepe... primo mío!... se me figura que tienes razón —exclamó Rosarito anegada en llanto—. Tus palabras resuenan en mi corazón como golpes violentos que estremeciéndome, me dan nueva vida. Aquí en esta oscuridad donde no podemos vernos las caras, una luz inefable sale de ti y me inunda el alma. ¿Qué tienes tú, que así me transformas? Cuando te conocí, de repente fui otra. En los días en que he dejado de verte, me he visto volver a mi antiguo estado insignificante, a mi cobardía primera. Sin ti vivo en el Limbo, Pepe mío... Haré lo que me dices; me levanto y te sigo. Iremos juntos a donde quieras. ¿Sabes que me siento bien?, ¿sabes que no tengo ya fiebre?, ¿que recobro las fuerzas?, ¿que quiero correr y gritar?, ¿que todo mi ser se renueva y se aumenta y se centuplica para adorarte? Pepe, tienes razón. Yo no estoy enferma, yo no estoy sino acobardada, mejor dicho, fascinada.

—Eso es, fascinada.

—Fascinada. Terribles ojos me miran y me dejan muda y trémula. Tengo miedo; ¿pero a qué?... Tú solo tienes el extraño poder de devolverme la vida. Oyéndote, resucito. Yo creo que si me muriera y fueras a pasear junto a mi sepultura, desde lo hondo de la tierra sentiría tus pasos. ¡Oh, si pudiera verte ahora!... Pero estás aquí, a mi lado, y no puedo dudar que eres tú... ¡Tanto tiempo sin verte!... Yo estaba loca. Cada día de soledad me parecía un siglo... Me decían que mañana, que mañana y vuelta con mañana. Yo me asomaba a la ventana por las noches a la ventana, y la claridad de la luz de tu cuarto, me servía de consuelo. A veces tu sombra en los cristales, era para mí una aparición divina. Yo extendía los brazos hacia fuera, derramaba lágrimas y gritaba con el pensamiento, sin atreverme a hacerlo con la voz. Cuando recibí tu recado por conducto de la criada; cuando

recibí tu carta diciéndome que te marchabas, me puse muy triste, creí que se me iba saliendo el alma del cuerpo y que me moría por grados. Yo caía, caía, como el pájaro herido cuando vuela, que va cayendo y muriéndose, todo al mismo tiempo... Esta noche, cuando te vi despierto tan tarde, no pude resistir el anhelo de hablarte, y bajé. Creo que todo el atrevimiento que puedo tener en mi vida, lo he consumido y empleado en una sola acción, en esta, y que ya no podré dejar de ser cobarde... Pero tú me darás aliento; tú me darás fuerzas; tú me ayudarás ¿no es verdad?... Pepe, primo mío querido, dime que sí; dime que tengo fuerzas y las tendré; dime que no estoy enferma y no lo estaré. Ya no lo estoy. Me encuentro tan bien, que me río de mis males ridículos.

Al decir esto, Rosarito se sintió frenéticamente enlazada por los brazos de su primo. Oyóse un ¡ay!, pero no salió de los labios de ella, sino de los de él, porque habiendo inclinado la cabeza, tropezó violentamente con los pies del Cristo. En la oscuridad es donde se ven las estrellas.

En el estado de su ánimo y en la natural alucinación que producen los sitios oscuros, a Rey le parecía, no que su cabeza había topado con el santo pie, sino que éste se había movido, amonestándole de la manera más breve y más elocuente. Entre serio y festivo alzó la cabeza y dijo así:

—Señor, no me pegues, que no haré nada malo.

En el mismo instante Rosario tomó la mano del joven, oprimiéndola contra su corazón. Oyóse una voz pura, grave, angelical, conmovida, que habló de este modo:

—Señor que adoro, Señor Dios del mundo y tutelar de mi casa y de mi familia; Señor a quien Pepe también adora; Santo Cristo bendito que moriste en la cruz por nuestros pecados: ante ti, ante tu cuerpo herido, ante tu frente coronada de espinas, digo que éste es mi esposo, y que después de ti, es el que más ama mi corazón; digo que le declaro mi esposo y que antes moriré que pertenecer a otro. Mi corazón y mi alma son suyos. Haz que el mundo no se oponga a nuestra felicidad y concédeme el favor de que esta unión que juro sea buena ante el mundo como lo es en mi conciencia.

—Rosario, eres mía —exclamó Pepe con exaltación—. Ni tu madre ni nadie lo impedirá.

La prima inclinó su hermoso busto inerte sobre el pecho del primo. Temblaba en los amantes brazos varoniles, como la paloma en las garras del águila.

Por la mente del ingeniero pasó como un rayo la idea de que existía el Demonio; pero entonces el Demonio era él.

Rosario hizo ligero movimiento de miedo, tuvo como el temblor de sorpresa que anuncia el peligro.

—Júrame que no desistirás —dijo turbadamente Rey atajando aquel movimiento.

—Te lo juro por las cenizas de mi padre que están...

—¡Dónde!

—Bajo nuestros pies.

El matemático sintió que se levantaba bajo sus pies la losa... pero no, no se levantaba: es que él creyó notarlo así, a pesar de ser matemático.

—Te lo juro —repitió Rosario— por las cenizas de mi padre y por Dios que nos está mirando... Que nuestros cuerpos, unidos como están ahora, reposen bajo estas losas cuando Dios quiera llevarnos de este mundo.

—Sí —repitió Pepe Rey—, con emoción profunda, sintiendo llena su alma de una turbación inexplicable.

Ambos permanecieron en silencio durante breve rato. Rosario se había levantado.

—¿Ya?

Volvió a sentarse.

—Tiemblas otra vez —dijo Pepe—. Rosario, tú estás mala; tu frente abrasa.

Tentola y ardía.

—Parece que me muero —murmuró la joven con desaliento—. No sé qué tengo.

Cayó sin sentido en brazos de su primo. Agasajándola, notó que el rostro de la joven

se cubría de helado sudor.

—Está realmente enferma —dijo para sí—. Esta salida es una verdadera calaverada.

Levantola en sus brazos tratando de reanimarla, pero ni el temblor de ella ni el desmayo cesaban, por lo cual resolvió sacarla de la capilla, a fin de que el aire fresco la reanimase. Así fue en efecto. Recobrado el sentido, manifestó Rosario mucha inquietud por hallarse a tal hora fuera de su habitación. El reloj de la catedral dio las cuatro.

—¡Qué tarde! —exclamó la joven—. Suéltame, primo. Me parece que puedo andar. Verdaderamente estoy muy mala.

—Subiré contigo.

—Eso de ninguna manera. Antes iré arrastrándome hasta mi cuarto... ¿No te parece que se oye un ruido?...

Ambos callaron. La ansiedad de su atención determinó un silencio absoluto.

—¿No oyes nada, Pepe?

—Absolutamente nada.

—Pon atención... Ahora, ahora vuelve a sonar. Es un rumor que no sé si suena lejos, muy lejos, o cerca, muy cerca. Lo mismo podría ser la respiración de mi madre que el chirrido de la veleta que está en la torre de la catedral. ¡Ah! Tengo un oído muy fino.

—Demasiado fino... Conque, querida prima, te subiré en brazos.

—Bueno, súbeme hasta lo alto de la escalera. Después iré yo sola. En cuanto descanse un poco, me quedaré como si tal cosa... ¿Pero no oyes?

Detuviéronse en el primer peldaño.

—Es un sonido metálico.

—¿La respiración de tu mamá?

—No, no es eso. El rumor viene de muy lejos. ¿Será el canto de un gallo?

—Podrá ser.

—Parece que suenan dos palabras, diciendo: «allá voy, allá voy».

—Ya, ya oigo — murmuró Pepe Rey.

—Es un grito.

—Es una corneta.

—¡Una corneta!

—Sí. Sube pronto. Orbajosa va a despertar... Ya se oye con claridad. No es trompeta sino clarín. La tropa se acerca.

—¡Tropa!

—No sé por qué me figuro que esta invasión militar ha de ser provechosa para mí... Estoy alegre, Rosario arriba pronto.

—También yo estoy alegre. Arriba.

En un instante la subió, y los dos amantes se despidieron, hablándose al oído tan quedamente que apenas se oían.

—Me asomaré por la ventana que da a la huerta, para decirte que he llegado a mi cuarto sin novedad. Adiós.

—Adiós, Rosario. Ten cuidado de no tropezar con los muebles.

—Por aquí navego bien, primo. Ya nos veremos otra vez. Asómate a la ventana de tu cuarto si quieres recibir mi parte telegráfico.

Pepe Rey hizo lo que se le mandaba; pero aguardó largo rato y Rosario no apareció en la ventana. El ingeniero creía sentir agitadas voces en el piso alto.

Capítulo XVIII - Tropa

L
os habitantes de Orbajosa oían en la crepuscular vaguedad de su último sueño aquel clarín sonoro, y abrían los ojos diciendo: —Tropa.

Unos hablando consigo mismos, mitad dormidos, mitad despiertos, murmuraban: Por fin nos han mandado esa canalla.

Otros se levantaban a toda prisa, gruñendo así:

—Vamos a ver a esos condenados.

Alguno apostrofaba de este modo:

—Anticipo forzoso tenemos... Ellos dicen quintas, contribuciones; nosotros diremos palos y más palos.

En otra casa se oyeron estas palabras, pronunciadas con alegría:

— Si vendrá mi hijo... ¡Si vendrá mi hermano!...

Todo era saltar del lecho, vestirse a prisa, abrir las ventanas para ver el alborotador regimiento que entraba con las primeras luces del día. La ciudad era tristeza, silencio, vejez; el ejército alegría, estrépito, juventud. Entrando el uno en la otra, parecía que la momia recibía por arte maravillosa el don de la vida, y bulliciosa saltaba fuera del húmedo sarcófago para bailar en torno de él. ¡Qué movimiento, qué algazara, qué risas, qué jovialidad! No existe nada tan interesante como un ejército. Es la patria en su aspecto juvenil y vigoroso. Lo que en el concepto individual tiene o puede tener esa misma patria de inepta, de levantisca, de supersticiosa unas veces, de blasfema otras, desaparece bajo la presión férrea de la disciplina que de tantas figurillas insignificantes hace un conjunto prodigioso. El soldado, o sea el corpúsculo, al desprenderse, después de un
rompan filas,
de la masa en que ha tenido vida regular y a veces sublime, suele conservar algunas de las cualidades peculiares del ejército. Pero esto no es lo más común. A la separación suele acompañar súbito encanallamiento, de lo cual resulta que si un ejército es gloria y honor, una reunión de soldados puede ser calamidad insoportable, y los pueblos que lloran de júbilo y entusiasmo al ver entrar en su recinto un batallón victorioso, gimen de espanto y tiemblan de recelo cuando ven libres y sueltos a los señores soldados.

Esto último sucedió en Orbajosa, porque en aquellos días no había glorias que cantar ni motivo alguno para tejer coronas ni trazar letreros triunfales ni mentar siquiera hazañas de nuestros bravos, por cuya razón todo fue miedo y desconfianza en la episcopal ciudad, que si bien pobre, no carecía de tesoros en gallinas, frutas, dinero y doncellez, los cuales corrían gran riesgo desde que entraron los consabidos alumnos de Marte. Además de esto, la patria de los Polentinos, como ciudad muy apartada del movimiento y bullicio que han traído el tráfico, los periódicos, los ferrocarriles y otros agentes que no hay para qué analizar ahora, no gustaba que la molestasen en su sosegada existencia.

Siempre que se le ofrecía coyuntura propia, mostraba asimismo viva repulsión a someterse a la autoridad central que mal o bien nos gobierna; y recordando sus fueros de antaño y mascullándolos de nuevo, como rumia el camello la hierba que ha comido el día antes, alardeaba de cierta independencia levantisca, deplorables resabios de behetría que a veces daban no pocos quebraderos de cabeza al gobernador de la provincia.

Otrosí: debe tenerse en cuenta que Orbajosa tenía antecedentes, o mejor dicho abolengo faccioso. Sin duda conservaba en su seno algunas fibras enérgicas de aquellas que en edad remota, según la entusiasta opinión de don Cayetano, la impulsaron a inauditas acciones épicas; y aunque en decadencia, sentía de vez en cuando violento afán de hacer grandes cosas, aunque fueran barbaridades y desatinos. Como dio al mundo tantos egregios hijos, quería sin duda que sus actuales vástagos, los Caballucos, Merengues y Pelomalos renovasen las
gestas
gloriosas de los de antaño.

Siempre que hubo facciones en España, aquel pueblo dio a entender que no existía en vano sobre la faz de la tierra, si bien nunca sirvió de teatro a una verdadera guerra. Su genio, su situación, su historia la reducían al papel secundario de levantar partidas. Obsequió al país con esta fruta nacional en tiempo de los Apostólicos (1827); durante la guerra de los siete años, en 1848, y en otras épocas de menos eco en la historia patria. Las partidas y los partidarios fueron siempre populares, circunstancia funesta que procedía de la guerra de la Independencia, una de esas cosas buenas que han sido origen de infinitas cosas detestables.
Corruptio optimi pessima
. Y con la popularidad de las partidas y de los partidarios, coincidía, siempre creciente, la impopularidad de todo lo que entraba en Orbajosa con visos de delegación o instrumento del poder central. Los soldados fueron siempre tan mal vistos allí que siempre que los ancianos narraban un crimen, robo,asesinato, violación o cualquier otro espantable desafuero, añadían:
Esto sucedió cuando vino la tropa.

Y ya que se ha dicho esto tan importante, bueno será añadir que los batallones enviados allá en los mismos días de la historia que referimos, no iban a pasearse por las calles, pues que llevaban un objeto que clara y detalladamente se verá más adelante. Como dato de no escaso interés apuntaremos que lo que aquí se va contando ocurrió en un año que no está muy cerca del presente, ni tan poco muy lejos, así como también se puede decir que Orbajosa (entre los romanos
Urbs augusta,
si bien algunos eruditos modernos, examinando el
ajosa
, opinan que este rabillo lo tiene por ser patria de los mejores ajos del mundo), no está muy lejos ni tampoco muy cerca de Madrid, no debiendo tampoco asegurarse que enclave sus gloriosos cimientos al Norte ni al Sur, ni al Este ni al Oeste, sino que es posible esté en todas partes, y por doquiera que los españoles revuelvan sus ojos y sientan el picar de sus ajos.

Repartidas por el municipio las cédulas de alojamiento, cada cual se fue en busca de su hogar prestado. Les recibían de muy mal talante, dándoles acomodo en los lugares más atrozmente inhabitables de las casas. Las muchachas del pueblo no eran en verdad las más descontentas; pero se ejercía sobre ellas una gran vigilancia, y no era decente mostrar alegría por la visita de tal canalla. Los pocos soldados hijos de la comarca eran los únicos que estaban a cuerpo de rey. Los demás eran considerados como extranjeros de la extranjería más remota.

A las ocho de la mañana un teniente coronel de caballería entró con su cédula en casa de Doña Perfecta Polentinos. Recibiéronle los criados, por encargo de la señora, que hallándose en deplorable situación de ánimo, no quiso bajar al encuentro del soldadote; y señaláronle para vivienda la única habitación al parecer disponible de la casa, el cuarto que ocupaba Pepe Rey.

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