Doña Perfecta (26 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Doña Perfecta
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Su hechura biliosa, y el comercio excesivo con personas y cosas devotas, que exaltaban sin fruto ni objeto su imaginación, la habían envejecido prematuramente, y, siendo joven, no lo parecía. Podría decirse de ella que con sus hábitos y su sistema de vida se había labrado una corteza, un forro pétreo, insensible, encerrándose dentro como el caracol en su casa portátil. Doña Perfecta salía pocas veces de su concha.

Sus costumbres intachables, y aquella bondad pública que hemos observado en ella desde el momento de su aparición en nuestro relato, eran causa de su gran prestigio en Orbajosa. Sostenía además relaciones con excelentes damas de Madrid, y por este medio consiguió la destitución de su sobrino. Ahora, en el momento presente de nuestra historia, la hallamos sentada junto al pupitre, que es el confidente único de sus planes y el depositario de sus cuentas numéricas con los aldeanos, y de sus cuentas morales con Dios y la sociedad. Allí escribió las cartas que trimestralmente recibía su hermano; allí redactaba las esquelitas para incitar al juez y al escribano a que embrollaran los pleitos de Pepe Rey, allí armó el lazo en que éste perdiera la confianza del Gobierno; allí conferenciaba largamente con don Inocencio. Para conocer el escenario de otras acciones cuyos efectos hemos visto, sería preciso seguirla al palacio episcopal y a varias casas de familias amigas.

No sabemos cómo hubiera sido doña Perfecta amando. Aborreciendo tenía la inflamada vehemencia de un ángel tutelar de la discordia entre los hombres. Tal es el resultado producido en un carácter duro y sin bondad nativa por la exaltación religiosa, cuando esta, en vez de nutrirse de la conciencia y de la verdad revelada en principios tan sencillos como hermosos, busca su savia en fórmulas estrechas que sólo obedecen a intereses eclesiásticos. Para que la mojigatería sea inofensiva, es preciso que exista en corazones muy puros. Verdad es que aun en este caso es infecunda para el bien. Pero los corazones que han nacido sin la seráfica limpieza que establece en la tierra un Limbo prematuro, cuiden bien de no inflamarse mucho con lo que ven en los retablos, en los coros, en los locutorios y en las sacristías, si antes no han elevado en su propia conciencia un altar, un púlpito y un confesonario.

La señora, dejando a ratos la escritura, pasaba a la pieza inmediata donde estaba su hija. A Rosarito se le había mandado que durmiera, pero ella, precipitada ya por el despeñadero de la desobediencia, velaba.

—¿Por qué no duermes? —le preguntó su madre — . Yo no pienso acostarme en toda la noche. Ya sabes que Caballuco se ha llevado los hombres que teníamos aquí. Puede suceder cualquier cosa, y yo vigilo... Si yo no vigilara, ¿qué sería de ti y de mí?...

—¿Qué hora es? —preguntó la muchacha.

—Pronto será media noche... Tú no tendrás miedo... pero yo lo tengo.

Rosarito temblaba, y todo indicaba en ella la más negra congoja. Sus ojos se dirigían al cielo, como cuando se quiere orar; miraban luego a su madre, expresando un terror muy vivo.

—Pero, ¿qué tienes?

—¿Ha dicho usted que era media noche?

—Sí.

—Pues... ¿pero es ya media noche?

Rosario quería hablar, sacudía la cabeza, encima de la cual se le había puesto un mundo.

—Tú tienes algo... a ti te pasa algo —dijo la madre clavando en ella los sagaces ojos.

—Sí... quería decirle a usted —balbució la muchacha—, quería decir... Nada, nada, me dormiré.

—Rosario, Rosario. Tu madre lee en tu corazón como en un libro —exclamó doña Perfecta con severidad—. Tú estás agitada. Ya te he dicho que estoy dispuesta a perdonarte si te arrepientes; si eres una niña buena y formal.

—Pues qué, ¿no soy buena yo? ¡Ay, mamá, mamá mía, yo me muero!

Rosario prorrumpió en llanto congojoso y dolorido.

—¿A qué vienen estos lloros? —dijo su madre abrazándola—. Si son las lágrimas del arrepentimiento, benditas sean.

—Yo no me arrepiento, yo no puedo arrepentirme —gritó la joven con arrebato de desesperación que la puso sublime.

Irguió la cabeza, y en su semblante se pintó súbita, inspirada energía. Los cabellos le caían sobre la espalda. No se ha visto imagen más hermosa de un ángel dispuesto a rebelarse.

—¿Pero te vuelves loca o qué es esto? —dijo doña Perfecta poniéndole ambas manos sobre los hombros.

—¡Me voy, me voy! —dijo la joven, expresándose con la exaltación del delirio.

Y se lanzó fuera del lecho.

—Rosario, Rosario... Hija mía... ¡Por Dios! ¿Qué es esto?

—¡Ay!, mamá, señora —exclamó la joven abrazándose a su madre — . Áteme usted.

—En verdad, lo merecías... ¿Qué locura es esta?

—Áteme usted... Yo me marcho, me marcho con él.

Doña Perfecta sintió borbotones de fuego que subían de su corazón a sus labios. Se contuvo, y sólo con sus ojos negros, más negros que la noche, contestó a su hija.

—¡Mamá, mamá mía, yo aborrezco todo lo que no sea él! —exclamó Rosario — . Óigame usted en confesión, porque quiero confesarlo a todos, y a usted la primera.

—Me vas a matar, me estás matando —murmuró la madre poniéndose lívida.

—Yo quiero confesarlo, para que usted me perdone... Este peso, este peso que tengo encima no me deja vivir...

—¡El peso de un pecado!... Añádele encima la maldición de Dios, y prueba a andar con ese fardo, desgraciada... Sólo yo puedo quitártelo.

—No, usted no, usted no —gritó Rosario con desesperación—. Pero óigame usted, quiero confesarlo todo, todo... Después arrójeme usted de esta casa, donde he nacido.

—¡Arrojarte yo!...

—Pues me marcharé.

—Menos. Yo te enseñaré los deberes de hija que has olvidado.

—Pues huiré; él me llevará consigo.

—¿Te lo ha dicho, te lo ha aconsejado, te lo ha mandado? —preguntó doña Perfecta, lanzando estas palabras como rayos sobre su hija.

—Me lo aconseja... Hemos concertado casarnos. Es preciso, mamá, mamá mía querida. Yo la amaré a usted... Conozco que debo amarla... Me condenaré si no la amo.

Se retorcía los brazos y cayendo de rodillas, besó los pies a su madre...

—¡Rosario, Rosario! —exclamó doña Perfecta con terrible acento—. Levántate.

Hubo una pequeña pausa.

—¿Ese hombre te ha escrito?

—Sí.

—¿Le has visto después de aquella noche?

—Sí.

—¡Y tú...!

—Yo también... ¡Oh!, señora. ¿Por qué me mira usted así? Usted no es mi madre.

—Ojalá no. Gózate en el daño que me haces. Me matas, me matas sin remedio —gritó la señora con indecible agitación—. Dices que ese hombre...

—Es mi esposo... Yo seré suya, protegida por la ley... Usted no es mujer... ¿Por qué me mira usted de ese modo que me hace temblar?... Madre, madre mía, no me condene usted.

—Ya tú te has condenado: basta. Obedéceme y te perdonaré... Responde: ¿cuándo recibiste cartas de ese hombre?

—Hoy.

—¡Qué traición! ¡Qué infamia! —exclamó la madre antes bien rugiendo que hablando— . ¿Esperabais veros?

—Sí.

—¿Cuándo?

—Esta noche.

—¿Dónde?

—Aquí, aquí. Todo lo confieso, todo. Sé que es un delito... Soy muy infame; pero usted, usted, que es mi madre, me sacará de este infierno. Consienta usted... Dígame usted una palabra, una sola.

—¡Ese hombre aquí, en mi casa! —gritó doña Perfecta dando algunos pasos que parecían saltos hacia el centro de la habitación.

Rosario la siguió de rodillas. En el mismo instante oyéronse tres golpes, tres estampidos, tres cañonazos. Era el corazón de María Remedios que tocaba a la puerta, agitando la aldaba. La casa se estremecía con temblor pavoroso. Madre e hija se quedaron como estatuas.

Bajó a abrir un criado, y poco después, en la habitación de Doña Perfecta, entró María Remedios, que no era mujer, sino un basilisco envuelto en un mantón. Su rostro encendido por la ansiedad despedía fuego.

—Ahí está, ahí está —dijo al entrar—. Se ha metido en la huerta por la puertecilla condenada...

Tomaba aliento a cada sílaba.

—Ya entiendo — repitió doña Perfecta con una especie de bramido.

Rosario cayó exánime al suelo y perdió el conocimiento.

—Bajemos —dijo doña Perfecta sin hacer caso del desmayo de su hija.

Las dos mujeres se deslizaron por la escalera como dos culebras. Las criadas y el criado estaban en la galería sin saber qué hacer. Doña Perfecta pasó por el comedor a la huerta, seguida de María Remedios.

—Afortunadamente tenemos ahí a Ca... Ca... Caballuco —dijo la sobrina del canónigo.

—¿Dónde?

—En la huerta también... Sal... sal... saltó la tapia.

Doña Perfecta exploró la oscuridad con sus ojos llenos de ira. El rencor les daba la singular videncia de la raza felina.

—Allí veo un bulto... —dijo—. Va hacia las adelfas.

—Es él —gritó Remedios — . Pero allá aparece Ramos... ¡Ramos!

Distinguieron perfectamente la colosal figura del centauro. — Hacia las adelfas... Ramos, hacia las adelfas...

Doña Perfecta adelantó algunos pasos. Su voz ronca, que vibraba con acento terrible, disparó estas palabras:

—Cristóbal, Cristóbal... ¡mátale! Oyóse un tiro. Después otro.

Capítulo XXXII - FINAL

De don Cayetano Polentinos a un su amigo de Madrid

Orbajosa, 21 de abril

Q
uerido amigo:

Envíeme usted sin tardanza la edición de 1622 que dice ha encontrado entre los libros de la testamentaría de Corchuelo. Pago ese ejemplar a cualquier precio. Hace tiempo que lo busco inútilmente, y me tendré por mortal venturosísimo poseyéndolo. Ha de hallar usted en el colofón un casco con emblema sobre la palabra
Tractado,
y la segunda X de la fecha MDCXXII ha de tener el rabillo torcido. Si en efecto, concuerdan estas señas con el ejemplar, póngame usted un parte telegráfico, porque estoy muy inquieto... aunque ahora me acuerdo de que el telégrafo, con motivo de estas importunas y fastidiosas guerras, no funciona. A correo vuelto espero la contestación.

Pronto, amigo mío, pasaré a Madrid con objeto de imprimir este tan esperado trabajo de los
Linajes de Orbajosa.
Agradezco a usted su benevolencia, mi querido amigo; pero no puedo admitirla en lo que tiene de lisonja. No merece mi trabajo, en verdad, los pomposos calificativos con que usted lo encarece; es obra de paciencia y estudio, monumento tosco, pero sólido y grande, que elevo a las grandezas de mi amada patria. Pobre y feo en su hechura, tiene de noble la idea que lo ha engendrado, la cual no es otra que convertir los ojos de esta generación descreída y soberbia hacia los maravillosos hechos y acrisoladas virtudes de nuestros antepasados. ¡Ojalá que la juventud estudiosa de nuestro país diera este paso a que con todas mis fuerzas la incito! ¡Ojalá fueran puestos en perpetuo olvido los abominables estudios y hábitos intelectuales introducidos por el desenfreno escolástico y las erradas doctrinas! ¡Ojalá se emplearan exclusivamente nuestros sabios en la contemplación de aquellas gloriosas edades, para que, penetrados de la sustancia y benéfica savia de ellas los modernos tiempos, desapareciera este loco afán de mudanzas y esta ridícula manía de apropiarnos ideas extrañas, que pugnan con nuestro primoroso organismo nacional! Temo mucho que mis deseos no se vean cumplidos, y que la contemplación de las perfecciones pasadas quede circunscrita al estrecho círculo en que hoy se halla, entre el torbellino de la demente juventud que corre detrás de vanas utopías y bárbaras novedades. ¡Cómo ha de ser, amigo mío! Creo que dentro de algún tiempo ha de estar nuestra pobre España tan desfigurada, que no se conocerá ella misma ni aun mirándose en el clarísimo espejo de su limpia historia.

No quiero levantar mano de esta carta sin participar a usted un suceso desagradable; la desastrosa muerte de un estimable joven muy conocido en Madrid, el ingeniero de caminos don José de Rey, sobrino de mi cuñada. Acaeció este triste suceso anoche en la huerta de nuestra casa, y aún no he formado juicio exacto sobre las causas que pudieron arrastrar al desgraciado Rey a esta horrible y criminal determinación. Según me ha referido Perfecta esta mañana cuando volví de Mundo Grande, Pepe Rey a eso de las doce de la noche, penetró en la huerta de esta casa y se pegó un tiro en la sien derecha, quedando muerto en el acto. Figúrese usted la consternación y alarma que se produciría en esta pacífica y honrada mansión. La pobre Perfecta se impresionó tan vivamente, que nos hemos asustado; pero ya está mejor, y esta tarde hemos logrado que tome un sopicaldo. Empleamos todos los medios de consolarla, y como es buena cristiana, sabe soportar con edificante resignación las mayores desgracias.

Acá para entre los dos, amigo mío, diré a usted, que en el terrible atentado del joven Rey contra su propia existencia, debió influir grandemente una pasión contrariada, tal vez los remordimientos por su conducta y el estado de hipocondría amarguísima en que se encontraba su espíritu. Yo le apreciaba mucho; creo que no carecía de excelentes cualidades; pero aquí estaba tan mal estimado, que ni una sola vez oí hablar bien de él. Según dicen, hacía alarde de ideas y opiniones extravagantísimas; burlábase de la religión; entraba en la iglesia fumando y con el sombrero puesto; no respetaba nada y para él no había en el mundo pudor, ni virtudes, ni alma, ni ideal, ni fe, sino tan sólo teodolitos, escuadras, reglas, máquinas, niveles, picos y azadas. ¿Qué tal? En honor de la verdad, debo decir, que en sus conversaciones conmigo, siempre disimuló tales ideas, sin duda por miedo a ser destrozado por la metralla de mis argumentos; pero de público se refieren de él mil cuentos de herejías estupendas y desafueros.

No puedo seguir, querido, porque en este momento siento tiros de fusilería. Como no me entusiasman los combates, ni soy guerrero, el pulso me flaquea un tantico. Ya le impondrá a usted de algunos pormenores de esta guerra, su afectísimo, etc., etc.

22 de abril

Mi inolvidable amigo:

Hoy hemos tenido una sangrienta refriega en las inmediaciones de Orbajosa. La gran partida levantada en Villahorrenda ha sido atacada por las tropas con gran coraje. Ha habido muchas bajas por una y otra parte. Después se dispersaron los bravos guerrilleros; pero van muy envalentonados, y quizá oiga usted maravillas. Mándalos, a pesar de estar herido en un brazo, no se sabe cómo ni cuándo, Cristóbal Caballuco, hijo de aquel egregio Caballuco que usted conoció en la pasada guerra. Es el caudillo actual hombre de grandes condiciones para el mando, y además honrado y sencillo. Como al fin hemos de presenciar un arreglito amistoso, presumo que Caballuco será general del ejército español, con lo cual uno y otro ganarán mucho.

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