Dos mujeres en Praga (17 page)

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Authors: Juan José Millás

BOOK: Dos mujeres en Praga
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La mujer estaba en su esquina, muerta de frío, y se alegró de verme.

—Hoy te lo haría gratis —dijo— con tal de encontrar una excusa para irme a casa.

La comprendí porque yo también buscaba continuamente excusas para no escribir. Muchos días escribiría gratis con tal de no escribir, pero los escritores no hemos resuelto cómo escribir sin escribir, aunque sea gratis. Eso es lo que nos llevan las putas de ventaja, que sí son capaces de hacerlo y a veces hasta te regalan lo que no te hacen. De hecho, cuando llegamos a su apartamento comprendí que ni ella ni yo teníamos ganas de nada que no fuera tumbarnos boca arriba en la cama y fumar un cigarrillo detrás de otro, contemplando el techo, viendo cada uno en sus sombras las formas de su remordimiento.

—¿No quieres nada? —dijo ella arrebujándose para combatir el frío. El contacto con sus pies me recordó el tacto helado de la urna cuando la saqué del columbario.

—Nada, pero te pagaré, no te preocupes. He conseguido un poco de dinero negro. No hace falta que lo declares.

—¿Estás loco? Nunca lo he declarado.

Me habría gustado que compartiéramos el cigarrillo, igual que los amantes en las películas, pero ella se empeñó en que fumara cada uno del suyo, porque le tiene miedo, como todas las putas, a la respiración de los clientes (mi editor también: por eso echa el respaldo de la silla hacia atrás). A mí se me caía la ceniza cada poco entre las sábanas, de modo que en un momento dado comencé a llorar.

—¿Qué te pasa ahora? —preguntó ella.

Le conté que esa misma mañana había recuperado las cenizas de mi madre y que no sabía qué hacer con ellas, aunque a mi madre le habría gustado que las arrojara al mar.

—Tíralas por el retrete —dijo—, mucha gente lo hace. Tarde o temprano llegan al mar. El año pasado estuve en el Mediterráneo y parece una cloaca.

Estaba irritable, de otro modo no me habría dicho eso, creo yo. Pero no me enfadé. En cierto modo me parecía más noble la relación que tenía ella conmigo que la que había establecido yo con mi editor.

—Conozco a otro escritor —añadió—, que se echa a llorar también por nada. Sois unos flojos.

—No es que seamos flojos —dije—, sino que la vida nos debe algo que a medida que pasa el tiempo tenemos menos esperaza de cobrar.

Pero para problemas, claro, los de ella, los de la puta. Yo ya conocía su historia, pero volvió a contármela para competir con mi sufrimiento. Tenía una hija en Francia, estudiando Farmacia.

—Y no sabe a lo que me dedico —añadió—. Cree que vendo joyas, fíjate. Eso es un problema y no lo de las cenizas de tu madre. Si yo fuera escritora, hablaría de cosas reales, como la de tener en Francia una hija que se cree que su madre vende joyas. He tenido que aprender a distinguir un rubí de un diamante, ya ves tú. ¿Sabes en qué se diferencian?

Le dije que no y me dio una lección de minerales cristalizados y piedras preciosas sin dejar de contemplar el techo. En algún momento, para referirse al rubí, creo, empleó la palabra carbunclo, o carbúnculo, con cuya pronunciación disfrutaba como si tuviera en la boca un caramelo.

—Se dice de las dos formas —aclaró—, aunque a mí me gusta más carbunclo.

—Parece una enfermedad —dije yo—. Si me dicen que alguien se ha muerto de un carbunclo, o de un carbúnculo, me lo creo.

—Pues no es una enfermedad, ya ves tú. No me amargues el día.

Estuvimos dos horas, en fin, intercambiando problemas, pero siempre perdía yo. Además, me había humillado su modo de documentarse sobre el universo de las joyas para engañar a su hija. Yo jamás había estudiado tanto para hacer más verosímil una novela. Era una mujer honrada, quiero decir. De repente, comprendí el sentido de la palabra honradez y entendí por qué tenía una adicción tan grande por aquella puta, que, no sé si te lo he dicho, madre, se llamaba o se hacía llamar Marisol, igual que tú.

Pasadas dos horas, quizá tres, Marisol se quedó dormida y yo me levanté. Dejé el dinero que suele cobrarme sobre la mesa, pisado por un jarrón, como hacía siempre, y luego tomé del bolsillo de la chaqueta las cenizas que había extraído de la urna y las arrojé en el lavabo de su cuarto de baño, abriendo el grifo para que se escaparan por el sumidero. En días sucesivos, pensé, iría desprendiéndome de ese modo del dinero negro y de las cenizas. Cuando no me quedara ni una cosa ni otra, quizá pudiera volver a ganarme la vida, a vender mi escritura con la honradez con la que aquella puta vendía su cuerpo.

Al día siguiente, a media mañana, me llamaron del cementerio por teléfono. Un funcionario contrito me informó de que habían violado el columbario de mi madre, del que habían desaparecido sus cenizas. Mi primer impulso fue decir que no se preocuparan, que después de todo unas cenizas no iban a ningún sitio, pero temí que eso dirigiera las sospechas hacia mí, de modo que cuando me invitaron a poner una denuncia que completara la del propio cementerio no encontré motivos para negarme.

Esa misma tarde, pese a mi odio a los trámites, tuve que acudir a la comisaría correspondiente, cercana al cementerio, para rellenar los papeles. No sé si tenía cara de sospechoso, o de escritor, o de puta, el caso es que el policía que me atendió no dejaba de lanzarme miradas intimidatorias que hicieron en mi ánimo su efecto. Además, llevaba en el bolsillo de la chaqueta un puñado de cenizas que había recogido de la urna antes de salir de casa, pues pensaba ver luego a Marisol, así como un puñado de dinero negro. Si me registran, pensé, estoy perdido. Al final, y como el policía comenzara a hacerme preguntas que consideré impertinentes, saqué fuerzas de flaqueza y le dije con cierta arrogancia que yo era la víctima, no el delincuente.

El policía hizo un gesto de desprecio y dio por terminada la declaración ordenándome
(ordenándome,
ésa es la palabra) firmar en varios sitios. Salí humillado de la comisaría, pero con alivio también, pues durante la comparecencia introduje varias veces, sin darme cuenta, la mano en el bolsillo de la chaqueta y la saqué con las cenizas adheridas a los dedos. Creo que dejé un rastro tuyo, madre, por media ciudad, un reguero de pólvora si se tiene en cuenta la calidad de mi miedo, por lo que decidí darle a la puta más dinero, y también más cenizas, para acabar cuanto antes con aquello.

En unos días más, tus cenizas habían desaparecido por el sumidero del lavabo de Marisol y el dinero negro por su escote. Quedaron restos, porque un asesino como Dios manda siempre deja algún indicio de su crimen, en el bolsillo de mi chaqueta y en mi escritorio, donde todavía permanece el sobre, o sudario, que contuvo el dinero negro que recibí a cambio de escribir esta carta. Pero ya nunca me pongo esa chaqueta, madre. Cuando abro el armario y la veo colgada de la percha con la expresión de derrota dibujada en todo su ser, me parece la chaqueta de un viudo, la chaqueta de cuando yo era viudo de ti, en lugar de tu huérfano.

También me he deshabituado de Marisol, aunque todavía no he logrado abandonar el tabaco, cuyo sabor me recuerda el de su pezón. Pero lo más importante es que escribo, he vuelto a escribir a un ritmo de dos cigarrillos por folio aproximadamente. No está mal. Descansa en paz y dame un respiro. Tu hijo que te quiere, Alvaro.

P. D: Mi editor ha rechazado esta carta, madre. Dice que no la ve apropiada para el libro de
Cartas a la madre
que tiene en preparación y que seguramente es un libro de buenos sentimientos. Renuncia, como es lógico, al anticipo que me entregó, pues ahora es él el que ha fallado, y me pide que trabaje duro en la novela, para incluirla entre las novedades de la primavera. Es como si alguien me hubiera devuelto tus cenizas. De hecho, creo que voy a quemar esta carta para guardar sus restos en la urna donde antes estuvieron las tuyas. Polvo eres, tú también, cuerpo de la escritura, y en polvo te convertirás.

Acabé de leer la carta sin aliento
y respondí al correo electrónico de Álvaro con otro muy breve:

«Querido Álvaro: me alegro de que te encuentres bien. He hecho algunas averiguaciones y creo que estoy a punto de dar con la ex monja. Tu
carta a la madre
me ha parecido conmovedora, pero algo siniestra: no es raro que el editor te la haya rechazado: los editores son seres humanos. Veré qué se puede hacer para que la publiquen en el periódico. Un abrazo».

Leí la
carta
un par de veces más, asombrado por la mezcla que había en ella entre realidad y ficción.

Comprendí que toda escritura es una mezcla diabólica de las dos cosas, con independencia de la etiqueta que figure en el encabezamiento. La materia de mis reportajes era tan ficticia como la de la
carta a la madre
de Alvaro, o la de la carta a la madre era tan real como la de mis reportajes. Se podía decir de las dos formas porque todo era mentira y verdad al mismo tiempo. Todo es mentira y verdad de forma simultánea, Dios mío. ¿Por qué, pues, ese empeño en escribir una novela habiendo publicado ya tantas mentiras en mis reportajes? Por lo demás, me impresionaron aquellas cantidades de rencor en un chico joven al que las cosas, por otra parte, no le habían ido tan mal, y me pareció que el simple hecho de enviarme la carta significaba que me hacía responsable de su malestar. Era como decirme, así lo sentí al menos, que yo tenía la obligación de restituirle algo de aquello que le debía el mundo.

Durante dos días estuve telefoneando al móvil de Fina, pero siempre estaba desconectado. Dejé varios mensajes a los que no recibí respuesta. Finalmente, me presenté en la casa de Praga después de comer y me abrió la puerta María José.

—Luz está enferma —dijo.

Atravesé el corto pasillo disimulando mi desagrado por el mal olor, llegué al salón y desde él al dormitorio. María José retiró la estufa de ruedas, que estaba atravesada en la puerta, para que pudiera entrar, pero permanecí en el umbral por miedo, como si Luz Acaso pudiera contagiarme algo. Su cara asomaba entre las sábanas con el gesto de interrogación que le era característico, pero su expresión ya sólo preguntaba si se iba a morir. Me miró, ladeó el rostro, y se durmió durante unos segundos. Iba y venía del sueño a la vigilia como si se columpiara entre los dos estados. Sobre la mesilla de noche había frascos y un vaso de agua. La persiana estaba bajada, pese a que la luz, afuera, comenzaba a declinar.

—¿Qué tiene? —pregunté.

—Neumonía.

—¿La ha visto el médico?

—Sí, estamos esperando a que venga la ambulancia para llevarla al hospital.

La neumonía había matado en los últimos años a algunas personas de mi entorno que previamente contrajeron el sida. Pensé entonces que ésa era la verdadera enfermedad de Luz Acaso, y que si María José, pese a su locuacidad, no me lo había dicho era por su raro concepto de la discreción. Quizá sólo era cautelosa respecto a lo real. Por otra parte, las prostitutas eran objetivamente un grupo de riesgo frente al sida, lo que dejaba en el aire, de nuevo, una interrogación.

—Es mejor —dije— que saques la estufa. Quema mucho oxígeno y enrarece el aire.

María José tiró de ella y la llevó al lugar que ocupaba habitualmente en el salón, donde nos sentamos a la espera de que apareciera la ambulancia. Luz, en una de las oscilaciones que hacía entre la vigilia y el sueño, se había quedado en el lado del sueño, así que hablábamos en voz baja, como cuando duerme un niño más que como cuando duerme un enfermo.

—Quítate el parche —le pedí, pues me parecía que había un exceso de oscuridad en el ambiente.

—No —dijo ella—, quiero presenciarlo todo con el lado izquierdo.

—Qué absurdo —dije.

—¿Te parece absurdo?

—No sé. Ahora sí.

—¿Entonces tampoco crees que se puede escribir un libro zurdo?

—No sé qué rayos es un libro zurdo.

—¿Crees que eres un buen reportero?

—No soy malo.

—No eres malo porque escribes cosas previsibles. Ves la realidad con el lado derecho y la ordenas con ese lado también. Le das a los lectores lo que esperan recibir y te pagan por ello. Está bien, no engañas a nadie y cobras la tarifa adecuada al producto que vendes. Pero imagínate que todo lo que has escrito con el lado derecho lo hubieras escrito con el lado izquierdo. Intenta ver lo que está pasando aquí mismo, ahora, con ese lado. No compadezcas a Luz, como te han enseñado a compadecer a los enfermos. En lugar de eso, solidarízate con ella desde el lado que menos conoces de ti. Sé zurdo durante un rato y verás cómo todo se ilumina.

Creo que la miré un poco sobrecogido.

—No sé —dije.

—Cierra el ojo derecho —me ordenó.

Cerré el ojo derecho y al verla a través del túnel formado por el izquierdo comprendí que lo que me separaba de María José era precisamente el instrumento con el que la observaba, el ojo, del mismo modo que el microscopio que permite al investigador acceder a la célula lo aleja de ella. Estaba allí, a mi lado, pero sólo como un fenómeno observable. Jamás podría diluirme en ella ni ella en mí porque nos encontrábamos en lados distintos de la lente. Sentí que todas las grietas de mi vida que yo había ido taponando desesperadamente con harapos de realidad, como se tapa una herida de combate, se vaciaban para llenarse ahora de jirones de irrealidad, y comprendí lo imaginario que había sido todo. Fue un descanso sentirlo así, y comprendí que si tuviera que escribir un reportaje sobre aquellas mujeres ya no trataría de averiguar si Luz era puta o funcionarla, o si tenía una depresión o un sida. Tampoco si María José era hija de un pescadero o de un mecánico. Toda mi escala de valores, fuera cual fuera, se había ido al carajo, y apareció ante mi ojo izquierdo un orden distinto. Supe que había vivido una vida honrada, pero banal, llena de excitaciones convencionales, manejadas a distancia por otro que no era yo. Comprendí que en la aspiración loca de María José por escribir un libro zurdo había un proyecto de insubordinación que valía por todas mis realizaciones. Y no me pareció que el parche la oscureciera, porque al contemplarla, no sin esfuerzo, con el ojo izquierdo, la veía completamente iluminada y deseable. Imaginé lo que sería follar con ella teniendo los dos tapado el ojo derecho y con el brazo de ese mismo lado atado a la espalda. Follaríamos torpemente, como se debe escribir y como se debe vivir tal vez. Quizá el oficio, tan valorado en la profesión de reportero, sea malo para todo. Comprendí el error de magnificar la experiencia y me pareció que era un buen principio para una novela la frase
yo tenia un acuario en el salón.

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