Read Dos mujeres en Praga Online
Authors: Juan José Millás
Pero al mismo tiempo que todo eso, comprendí que yo ya estaba perdido para comenzar una vida al otro lado de la lente, en el zurdo. No se trataba sólo de que ella estuviera destinada a Álvaro Abril, sino que desde la distancia a la que nos comunicábamos sólo podíamos hacernos señales de humo.
—Me gustó mucho lo de
yo tenía un acuario en el salón
—le dije intentado no levantar el párpado, aunque el ojo había comenzado a llorarme.
—Gracias, pero no tenía que haberte gustado. Es una broma que uso para desconcertar a la gente que se toma la literatura muy en serio.
—Pues me gustó.
—Pues mal hecho.
—Por cierto —añadí—, ¿eres tú la monja que ha hecho creer a Álvaro que es hijo de Luz?
—Sí —dijo dirigiendo su ojo único al mío—, yo soy esa monja. Como verás, no basta con cerrar el ojo derecho para clausurar ese lado. Sigues queriendo averiguar cosas que sólo interesarían a un pensamiento convencional. A tu lado izquierdo no sólo no le importaría que fuera esa monja, sino que le parecería lógico. Desde tu lado izquierdo, como desde el mío, cualquier cosa que sirviera para atraer a Alvaro Abril hacia mí estaría justificada. De hecho, tu lado izquierdo debe saber que tú formas parte del cebo también. Tú no tienes otra misión en esta historia que contribuir a que Alvaro y yo nos encontremos.
Me pareció verosímil, en efecto, desde el lado izquierdo, pero en ese momento sonó el timbre de la puerta, y abrí el ojo derecho y dejé entrar la realidad tal y como yo la conocía. La realidad eran dos enfermeros y un médico, supongo, muy joven, con quien María José se entendió sin problemas. Yo no habría sabido hacerlo. Luego, mientras sacaban en una camilla a Luz Acaso, que parecía completamente consumida, cerré a ratos el ojo derecho para verlo todo desde un lado que no me doliera. Pero no era un problema de dolor, sino de significado.
Antes de abandonar el salón me asomé a la ventana con el ojo izquierdo y vi una calle de Praga por la que yo había pasado la única vez que estuve allí. Deseé recorrerla de nuevo, esta vez con el lado izquierdo, pero al salir fuera, esa misma calle se convirtió en una calle de Madrid. La ambulancia se fue aullando con Luz Acaso y María José en su interior hacia López de Hoyos. Yo caminé un rato sin rumbo con el ojo derecho cerrado. El efecto era muy curioso: parecía que las calles pasaban por mí en lugar de pasar yo por las calles, que la gente formaba parte de una pintura por la que nos deslizábamos y en la que, curiosamente, las personas que tenían dos ojos veían menos que las que teníamos uno. El ojo cerrado me dolía por el esfuerzo y a través de la juntura del párpado apretado se colaban unas lágrimas que se enfriaban al bajar por la cara. Pero yo seguía sin abrirlo, con la voluntad de entender algo, y entonces miré la calle estrecha como un pasillo y a medida que avanzaba por ella fui comprendiendo las distintas partes de mi vida.
No había sido una vida completamente equivocada desde la lógica del lado derecho, pero desde la del izquierdo no es que estuviera equivocada, es que era inexistente.
Al llegar a casa, me senté frente al ordenador y mientras se encendía abrí el ojo derecho para descansar, y era un descanso parecido al de no ver. Tenía un correo electrónico del redactor jefe. Me recordaba el reportaje sobre la adopción, pero sin convicción ninguna. Decidí no contestar. Había otro de mi hija, en el que me decía que le había caído muy bien a Walter, su novio. No añadía nada más, y precisamente por su simpleza advertí que era un grito de auxilio al que yo no sabría dar respuesta con ninguno de mis lados.
El tercer correo era de Alvaro. Lo leí con el ojo izquierdo. Decía así: «Mi madre no contesta al teléfono desde hace un par de días ni a la hora en la que nos comunicábamos ni a ninguna otra. Temo que le haya ocurrido algo».
Por fortuna, no decía nada de mi correo anterior, en el que califiqué de siniestra su
carta a la madre.
Al leerlo con el ojo izquierdo comprendí que me hacía responsable de averiguar qué sucedía. Acepté mi destino y le respondí que no se preocupara, que me encargaría de hacer las averiguaciones oportunas, y me fui a la cama. Dormí con los dos ojos cerrados.
Al día siguiente, muy temprano, me sacó de la cama el teléfono
. Era el redactor jefe, que no mencionó el reportaje sobre la adopción, pero me pidió que asistiera a unas jornadas sobre periodismo y literatura que se celebraban en Barcelona y a las que tendría que haber acudido alguien del periódico que a última hora se había puesto enfermo. No pude negarme y dos horas más tarde estaba en un avión del puente aéreo intentando hilvanar cuatro ideas para salir del paso. Finalmente, hablé, sin citar las fuentes, de la literatura del bastardo y de la literatura del legítimo afirmando que el periodismo era una literatura hecha desde la conciencia de la legitimidad que proporciona trabajar con materiales reales. El hecho de que el periodista relate sucesos más o menos verificables, dije, puede llegar a hacerle creer que no es más que un notario. El notario, añadí, es el hijo auténtico por excelencia: declara como cierto, con la complicidad social, algo que por lo general sólo sucede dentro de su cabeza. Conté que hacía años, al poco de entrar en el periódico, el jefe de la sección de cultura me encargó que telefoneara a cuatro o cinco escritores y les preguntara por qué escribían para improvisar un reportaje. Se trataba de un recurso eficaz en las épocas de sequía informativa, pues los escritores daban respuestas ingeniosas que divertían al público.
Uno de estos escritores a los que había llamado me devolvió la pregunta:
—¿Y por qué escribe usted? —dijo.
Me dejó sorprendido porque yo no era consciente de escribir del mismo modo que muchos notarios no se dan cuenta de que crean la realidad que en su opinión sólo están autentificando. En ese sentido, mantuve que el periodista es un hijo legítimo y, en consecuencia, añadí, un hijo de puta. Lo dije para hacer una gracia, pero me gané la enemistad de los colegas, que me rehuyeron durante el resto de las jornadas, pese a que asistí disciplinadamente a todas las ponencias y que participé, por hacer bulto, en un par de mesas redondas.
Entre intervención e intervención telefoneaba a casa de Luz Acaso y a su móvil, sin recibir respuesta.
La última noche que permanecí en Barcelona leí detenidamente la sección de contactos de un periódico, dudando si contratar los servicios de una prostituta. Me maravillaba la idea de que pudiera hacerlo o no, de manera indistinta, sin que una acción ni su contraria cambiaran el curso de las cosas, el curso de mi vida o el de la vida de la puta. ¿O sí? Finalmente no me decidí porque la mujer que buscaba no estaba en los anuncios por palabras de aquel periódico.
Cuando regresé de Barcelona, al tercer día, Luz Acaso había fallecido, y había sido enterrada. Con ella habían sido enterradas también Fina y Eva y Tatiana y el resto de los nombres que hubiera utilizado para llevar su falsa (¿falsa?) existencia de puta.
Me dio la noticia María José, desde su ojo izquierdo, cuando me acerqué a la casa de Praga para ver cómo iban las cosas.
—La enterramos ayer —dijo.
Se me ocurrió preguntarle si había localizado a su familia y me miró como si estuviera loco. Tuve el pensamiento mezquino de que, a juzgar por el modo en que se había instalado, pretendía quedarse con la casa, pero tal vez la mezquindad sólo estaba dentro de mi cabeza, cómo saberlo. Desde el lado derecho casi todo es mezquino, ruin, previsible, caduco. Dios mío, ella estaba bellísima en su mezquindad, y al darme cuenta de eso, de lo mezquina y lo bella que era al mismo tiempo, supe que mi vida se había acabado, que yo pertenecía a otro mundo, aunque continuara moviéndome por inercia en éste. No quisiera dramatizar: es probable que viva muchos años todavía y que continúe ganándome la vida holgadamente, que tenga incluso más éxitos profesionales de los que me merezca, pero todo eso le ocurriría ya a un tipo acabado, un tipo que no había sido querido en los momentos de su vida en los que lo necesitó. No me observaba con lástima, sino con cierta curiosidad antropológica. No pudo ser, muchacho. Cuando hablaba conmigo mismo, me gustaba llamarme muchacho, aunque ya era un señor, y en todos los sentidos, a quién iba a engañar.
Mientras María José iba de acá para allá ordenando o desordenando cosas, quizá —pensé mezquinamente— buscando algún dinero oculto, yo olfateaba disimuladamente, de manera que en el cajón de un mueble parecido a una cómoda encontré el móvil de Luz Acaso, que escondí en el bolsillo, como un fetiche, para oír las cosas que le decían, le decíamos, los hombres a aquella falsa o verdadera puta, quién lo sabe.
Pregunté a María José si había entrado en la habitación de la izquierda y no, no había entrado, dijo, añadiendo que aún no era la hora de forma algo retórica.
Cuando volví a casa, me senté en mi silla alemana especial para combatir el lumbago, cerré un ojo e imaginé que todo mi costado derecho era de madera. Una vez lograda esa sugestión, me fue más fácil viajar hacia el lado izquierdo, que estaba constituido, en efecto, por una geografía sin mapas. Tampoco los necesitaba, puesto que la memoria recordaba perfectamente aquel lugar inhóspito. Procedemos del lado izquierdo y huimos de él hacia el derecho en busca de una quimera, o de una notaría. Al poco de entrar en el izquierdo, tropecé con una versión desnutrida de mí a la que había abandonado hacía tiempo prometiéndole volver. íbamos, en aquella época remota, apoyado cada uno en el hombro del otro, los dos perplejos frente a un mundo incomprensible, cuando advertí que no llegaríamos a ninguna parte. Entonces le dije que me adelantaría yo para hacerme con unas reservas de palabras que nos ayudaran a entender las cosas, y que cuando tuviera esa reserva regresaría a por él. No regresé. Peor aún: lo olvidé, y ahora volvía a encontrármelo desnutrido y afásico. Le habría dado todas mis palabras, pero no le habrían servido porque eran palabras del lado diestro y él era una criatura del izquierdo.
Cada otoño, desde hace muchos años, empiezo un curso de inglés que abandono hacia las navidades. El resultado es que dentro de mí ha ido creciendo un individuo anglosajón que apenas es capaz de defenderse en los aeropuertos internacionales con cuatro frases que sirven para saber dónde está el cuarto de baño y poco más.
Este sujeto que aprende inglés y yo nos encontramos con frecuencia, lo que resulta inevitable viviendo el uno dentro del otro. Normalmente vive él dentro de mí, pero cuando viajo al extranjero, soy yo el que se refugia en su interior. Y desde allí observo sus dificultades. No es nada fácil entenderse con los taxistas ni con los camareros ni con los subsecretarios chapurreando cuatro palabras de inglés. Por eso, cuando regresamos a casa, él vuelve a sus profundidades y yo tomo el mando en castellano. La convivencia con este pobre diablo analfabeto dura, como digo, hasta las navidades. Es la cantidad máxima de tiempo que resisto estudiando inglés. Luego él se queda dormido en lo más hondo de mi conciencia, como si invernara, y yo apenas le reclamo, de no ser que tenga un viaje, aunque a veces, al meterme en la cama, me acuerdo de él y le despierto.
—
Get up!, get up!
—
What's happening?
—pregunta él sobresaltado.
Le digo que quiero un vaso de agua o un vaso de leche, o que mi sastre es rico, cualquier tontería, en fin, que sea capaz de entender, y tras este breve intercambio nos echamos a dormir los dos. Este año lo encuentro un poco más delgado de lo habitual. Si me muero yo antes que él, no sé cómo va a salir adelante en la vida: así era el niño que encontré en el lado izquierdo.
Telefoneé a Álvaro, le informé de que Luz Acaso había muerto y le di el pésame. No me preguntó detalles sobre el entierro, ni si había hecho ya alguna gestión para que se publicara la
carta a la madre
en el periódico, no me preguntó nada. Todas las preguntas mezquinas se me ocurrían a mí.
—Vivía con una chica —añadí— que quiere conocerte y que todavía continúa en su casa.
Quedamos en una esquina, para ir juntos. Cuando nos encontramos, nos dimos un abrazo como el que se habrían dado un padre y un hijo en un funeral.
—Hijo —le dije absurdamente y le retuve entre mis brazos más tiempo del normal.
María José nos esperaba con el parche en el ojo y el costado derecho prácticamente inmóvil. Nada más hacer las presentaciones, comprendí que, en efecto, Alvaro Abril le estaba destinado porque los dos vivían en el mismo lado de la lente. Luego, cuando ella fue a la cocina a por el café, me vi en la obligación de explicarle que no era tuerta ni paralítica, sino que estaba conquistando su lado izquierdo con la idea de escribir un libro zurdo. Álvaro observaba todo como si ya hubiera estado allí en una época lejana e intentara ahora adecuar el tamaño de las cosas al de su memoria. Después María José y él se pusieron a hablar de literatura y de la vida de tal manera que yo quedé excluido en seguida de su conversación. Parecía un padre controlador empeñado en conocer las relaciones de su hijo.
Me despedí casi sin que se dieran cuenta de que me iba y salí a la calle convencido de que me había ocurrido una historia zurda, una aventura del lado izquierdo, aunque yo sólo fuera capaz de contarla desde el derecho. Sin duda, era un privilegio: otras personas pasaban por la vida sin saber que ese lado existía: personas que jamás habían apagado el interruptor de la luz con la mano izquierda, que jamás se habían pasado la mano izquierda por la frente, que no habían socorrido ni asesinado a nadie con esa mano, y que en la resurrección de los muertos ni se imaginaban a la izquierda de Dios. Yo, en cambio, ya no podía verme en otro sitio.
Recibí un paquete con las cintas magnetofónicas
en las que estaban registrados los encuentros entre Luz Acaso y Álvaro Abril. Álvaro me explicaba en una carta adjunta que había decidido no escribir la biografía de su madre, y me hacía depositario de todo ese material que me comprometía de forma imaginaria. ¿Pero hay acaso ataduras más fuertes que las imaginarias? «He sabido por María José —continuaba— que mi madre y tú os visteis con frecuencia durante la última época. Te confieso que en un primer momento tuve celos, pero ya no. Supongo que tú necesitabas arreglar cuentas con el pasado más que yo. De hecho, no le debo nada al pasado; es el pasado el que tiene una deuda conmigo. Por otra parte, el material del que te hago depositario y responsable encaja muy bien con el que llevas recogiendo sobre la adopción desde hace tanto tiempo. Tal vez cruzando tu documentación con la mía consigas hacer algo de interés. En cuanto a la
carta a la madre,
no hagas ninguna gestión en el periódico: ya no me interesa. Quémala o inclúyela entre los materiales sobre la adopción. Después de todo, si la leíste atentamente, es más de lo mismo.»