Grieg inclinó su cuerpo a la derecha para levantarse de la silla, y para ello apoyó levemente los antebrazos sobre la mesa de mármol.
En ese preciso momento, oyó un fuerte estruendo.
La bodega se iluminó con una potente luz grisácea que provenía de la calle.
Una alargada barra de las que cerraban las contraventanas, retorcida, oxidada y en punta, que estaba fijada a la ventana que acababa de abrirse mediante una tremenda patada, describió una semicircunferencia en el aire y fue a impactar, de punta y con gran potencia, en el mismo lugar donde hacía escasamente unos segundos Grieg tenía la cabeza.
Una ventana exterior enladrillada se había abierto.
«Es una ventana que simula estar tapiada, pero en realidad es un acceso secreto.» Grieg, aún perplejo, trataba de explicarse lo que había sucedido, mientras se ocultaba entre las sombras del fondo de la bodega.
Una persona de unos cincuenta años, entró por esa especie ventana y se quedó tambaleante delante de la linterna de petaca que se había caído de la mesa y que apuntaba, desde el suelo, al techo de la bodega.
El individuo que acababa de penetrar en el local por «el acceso camuflado» tenía barba de tres días, el pelo moreno, largo y sucio, y mostraba un rostro de facciones enfurecidas.
—¡Qué diablos pasa aquí! —exclamó.
Grieg, aturdido, comprobó que afortunadamente aún conservaba entre sus manos la Chartham y la documentación adjunta. Cuando levantó de nuevo la vista vio claramente a la persona que había entrado.
Era el Coroza.
Lo reconoció al instante. Tenía la luz de la linterna apuntada contra su cara y parecía dudar de su procedencia: «¿De dónde diablos ha salido esta linterna?», pensó mientras la observaba tambaleante. El Coroza no estaba completamente seguro de si le pertenecía.
Observó sus bordes oxidados, tratando de recordar si la había visto en la barra del bar o si se había caído al suelo desde una estantería, y se había activado accidentalmente.
El Coroza se dirigió hacia la ventana tapiada por la que había entrado y la cerró. La oscuridad sólo resultaba rota por la linterna de petaca que llevaba en su mano. «Esto no me gusta nada», barruntó. Inmediatamente se dirigió hacia la zona interior de la casa.
Hacia la trastienda.
Cuando comprobó que alguien había roto los ladrillos de la ventana desde la escalera, y posteriormente había obstruido con un mueble y un grueso listón de madera la obertura, sintió una furia inconmensurable, pero hizo un esfuerzo sobrehumano para tratar de contenerse.
Moviéndose con eficacia, a pesar de su borrachera, se dirigió con aparente normalidad y silbando hacia el interior de la barra, portando la linterna de petaca en la mano; sin embargo, cuando se encontraba en mitad de la barra una voz le detuvo.
—¿Qué buscas? —dijo la voz.
El Coroza sintió que sus pies se quedaban literalmente clavados en el suelo. Estaba aterrorizado. «Alguien al que se la jugué alguna vez viene a pasar cuentas. No me gusta nada el tono de su voz. ¿Quién podrá ser?», se preguntó mientras trataba de buscar el hacha de bombero en el rincón de la barra del bar.
Lentamente y disimulando se dirigió hacia allí.
—El bar está de reformas… —dijo el Coroza mientras seguía buscando de soslayo el hacha por el interior de la barra—. Como puede comprobar el señor, el bar está cerrado, pero si lo desea, ya que está aquí… ¿Desea tomar algo el caballero? Creo que por aquí había una botella de ron, la guardo para las grandes ocasiones…
El Coroza seguía buscando desesperadamente el hacha, sin encontrarla.
—Te advierto que si buscas el hacha de bombero, no la encontrarás —retumbó la voz.
—¿Hacha? ¿Yo? —El Coroza negó la insinuación cada vez más atemorizado—. ¿De dónde ha sacado esa idea? He venido hasta aquí para poner un poco de música en la radio para que el señor esté más cómodo —mintió el Coroza, que trató de poner en funcionamiento una vieja radio con la caja de baquelita, sin conseguirlo—. Por cierto, ¿le conozco de algo?
—Sí —respondió al instante la voz.
—¿Le pongo esa copita de ron al señor? ¿Dónde estará la botella? A propósito, ¿le puedo preguntar el lugar dónde nos conocimos? —preguntó el Coroza con la boca pastosa y tratando de no tambalearse a causa de la borrachera.
—Digamos que eras muy aficionado a cantarme canciones marineras —le contestó la voz desde la penumbra.
—¿Canciones? ¿Yo le cantaba canciones marineras? —dijo, sonriendo sardónicamente el Coroza mientras cogía un gran cuchillo de debajo del mármol de la barra—. Sin duda, el señor me confunde con otra persona, debe de tratarse de un error… ¡Ya lo comprendo! Se ha equivocado de bar-bodega… ¡Hay tantos en este barrio marinero! ¡Le puede pasar a cualquiera!
—Desafinabas mucho, pero la letra era bastante buena.
El Coroza trataba de imaginar quién podría ser aquel enigmático personaje, sin lograrlo, ni siquiera remotamente. Su pasado estaba tan cargado de traiciones zafias, viles desvalijamientos hacia otras personas y tan llena de actos ruines que le resultaba imposible saber quién era el tipo que se ocultaba entre las sombras.
Pero estaba convencido de que tendría poderosas razones para estar allí. El Coroza evaluó con miedo que el cuchillo que tenía en una de sus manos no era arma suficiente para enfrentarse a un enemigo que blandiera un hacha. «¡Tengo que pensar rápido o seré un cadáver en cuestión de minutos!», columbró angustiado.
—Si el señor tuviese a bien tararearme la canción, quizá tendría una pista…
Desde el fondo del bar, oyó cómo alguien canturreaba una melodía que le hizo retroceder muy hacia atrás en el tiempo.
—«Pata palo era un pirata malo que escondió en su bajel un tesoro en un tonel.» ¿La recuerdas o te la sigo tarareando? Todos los niños sabíamos de memoria la canción, aun así, tú siempre me la cantabas. Y hoy, al fin, he comprendido el motivo…
El Coroza, cuando oyó aquellas palabras, experimentó la más extraña mezcolanza de sentimientos que había sentido en toda su vida. Por un lado, sintió el inmenso alivio de comprobar que el cliente del bar no era tan peligroso como había temido en un principio ni estaba relacionado con escabrosos asuntos del pasado, sino que era alguien relacionado con su niñez. «¿Quién puede ser este fulano?», se preguntó intrigado.
—¿Qué estás haciendo aquí? ¿Quién demonios eres? —rugió el Coroza, cambiando completamente el registro de su voz.
Dejó el cuchillo sobre el mostrador de la barra junto a la linterna de petaca y se dirigió con paso decidido, aunque tambaleante, hacia el lugar del que provenía la voz.
—Todo a su debido tiempo, Coroza.
De nuevo las palabras de aquel hombre le detuvieron en seco.
—Hacía muchos años que nadie me llamaba así… ¿Quién demonios eres? —inquirió de nuevo.
—He venido a buscar algo que me pertenecía —resonó la voz desde la penumbra.
—¿De qué diablos me estás hablando? ¿Qué es lo que era tuyo? —preguntó fuera de sí el Coroza.
—Un objeto que escondiste.
—¿Qué clase de loco eres tú? ¿Qué diablos buscas aquí?
—Ahora ya nada —respondió la voz con el tono sereno—. Lo que he venido a buscar ya lo tengo en mi poder, ahora quiero devolverte algo que te pertenece, Coroza.
—¡Maldito loco! ¿Quién eres? Me estás poniendo más que nervioso; ¡lárgate de aquí!
Gabriel Grieg se levantó de la silla y salió de la penumbra.
El Coroza se quedó mirando a aquel hombre alto y corpulento.
Llevaba una piedra en la mano que reflejaba como un espejo la luz de la linterna. Centenares de imágenes de su niñez se agolparon en su memoria. Tras un viaje de su mente que duró algunos segundos, pero que se remontó muchos años atrás en el tiempo, el Coroza se quedó completamente inmóvil.
Había recordado algo.
Inesperadamente, giró la cabeza y se puso a mirar hacia el techo. Cuando vio que faltaba el tonel que coronaba la pirámide, inmediatamente identificó al hombre que tenía delante.
—¡Grieg! ¡Tú eres Grieg! ¿Qué haces aquí? —exclamó, completamente aturdido.
—He venido a buscar lo que es mío —declaró Gabriel Grieg, mostrándole la piedra pentagonal—. ¿Vas recordando, Coroza?
—¿Quieres hacerme creer que has vuelto por una piedra?
—El hecho de que sea una piedra no quiere decir que no sea importante. Al menos para mí —resolvió Grieg—. La importancia, cada uno, se la da a lo que quiere.
—¿Por qué has venido precisamente hoy? ¿Por qué después de tanto tiempo?
—Hace una hora que relacioné la canción que me cantabas socarronamente de niño respecto al paradero de la piedra, y… ¡zas! —Grieg chasqueó los dedos de la mano derecha—, supe, al fin, que la habías escondido en un tonel cuando me viste cruzar la calle para hablar con tu padre.
—¿Una hora? —preguntó, desconcertado, el Coroza—. ¿Me estás diciendo que hace una hora… te enteraste de que había escondido la piedra porque recordaste la vieja canción del pirata? ¿Has subido hasta el tejado, has bajado por los escalones de una escalera, ni siquiera la pasma se atreve a entrar por ella, has roto la ventana y has partido el tonel con un hacha? ¿Una hora? ¿Poruña piedra?
—Sí —le respondió Grieg, mirándole fijamente a los ojos.
—¿Qué clase de pirado eres tú? ¿Eh? ¡Dímelo! ¿Qué clase de loco?
Grieg prefirió guardar silencio.
Se dio perfecta cuenta de que jamás podría hacerle comprender las razones por las que estaba en aquella oscura y tapiada bodega, iluminada débilmente por la luz de una vieja linterna.
—¡Responde! ¡Así sois los triunfadores! ¡Nunca dejáis pasar la menor ocasión para quedaros con todo! —gritó angustiado el Coroza mientras Grieg permanecía en silencio—. ¡Treinta años! Qué digo yo treinta años. ¡Más de treinta años! ¿Y vienes ahora a buscar una puta piedra encerrada en un tonel? ¡No me puedo imaginar una cosa más…!
El Coroza detuvo en seco sus palabras.
Sintió cómo desde el interior de la garganta ascendía una angustiosa sensación de asfixia hacia sus fosas nasales. Apreció, débilmente contorneado con la luz de la linterna, el perfil de una figura que le hizo volver a su infancia, de un modo tan rápido e intenso que el resto de su vida transcurrido desde entonces parecía que nunca hubiese existido.
Era la silueta de lo que parecía ser un bufón tripudo; de su capirote sobresalían unos cascabeles.
El Coroza se dirigió tambaleante hacia la mesa y tomó entre sus manos la caja de música que Grieg había depositado allí antes de salir de la penumbra.
—¿De dónde has sacado esto? —preguntó el Coroza.
—Yo te lo robé —respondió Grieg.
—¿Fuiste tú quién me robó la caja de música? ¿Cuándo?
—El día que tú me quitaste a puñetazos la piedra. Entré con tu padre en tu habitación y me la llevé como venganza.
—¿Por qué hiciste eso? —masculló, angustiado, el Coroza—. ¡Era el único recuerdo que tenía de mi madre! ¡Ella me lo había regalado en vida, antes de morir en el hospital! ¡Era lo único que me unía a ella! ¡Su música, de niño, me traía de nuevo su recuerdo! ¿Por qué lo hiciste?
—¿Por qué me robaste tú la piedra? —preguntó Grieg.
—¡No es lo mismo! ¡Tú no puedes comprender lo que significaba esta caja de música para mí! ¡No era un juguete, era la única cosa buena que he tenido! ¡Lo mejor que tuve nunca! ¡Lo único que me unía con mi madre muerta! Era… —El Coroza casi no podía hablar—. Tú no puedes comprender el daño que me hiciste. Cuando este juguete desapareció, yo me volví peor persona. Siempre creí que me lo había robado mi padre porque estaba celoso del mayor cariño que yo demostraba hacia mi madre. A partir de entonces… ¿Por qué lo hiciste, Grieg?
—Sólo era un juguete, Coroza. Al fin y al cabo, sólo era un juguete… —repitió Grieg.
—¡No digas eso! ¡No era un juguete! ¡Tú no puedes comprender lo que significaba para mí! Era lo que me unía con mi madre. ¡No era un juguete! —El Coroza se iba desmoronando poco a poco mientras sostenía el bufón entre las manos—. Lo único importante que tuve en mi vida fue este… juguete.
El Coroza bajó la cabeza y vio un destello de algo que relucía sobre una masa negruzca colocada encima de una mesa junto a los restos del tonel.
Vacilante, se dirigió hacia el lugar donde había visto el destello y se percató, de inmediato, de que la comprensión que él le pedía a Grieg para que entendiese la importancia que tenía aquella caja de música que llevaba en la mano, él se la había negado a otros niños.
Sobre el poso del tonel, brillaban docenas de canicas americanas de cristal. Cada una de ellas era las más querida por cada uno de los niños a los que él se las había sustraído. Había pequeñas medallas de plata, anillos de oro con la fecha grabada del día de la Primera Comunión y que él, también, había ido robando durante años a los demás niños del barrio.
Aquella tarde, arrojó todos los objetos, incluido el cenicero pentagonal de mármol, en el interior del tonel, poco después de que su padre le asegurara que le llevaría al reformatorio si encontraba la piedra que reclamaba aquel niño con la ceja rota.
Únicamente se trataba de pequeños objetos sin valor.
Simples bagatelas y fetiches.
Vanos trozos de cristal. Y en un extremo, un hueco. Un hueco de forma pentagonal que había retenido la forma de una piedra sin utilidad alguna.
Una simple piedra.
Una piedra que fue robada y que alguien había venido a buscar treinta años después. Esa persona, de paso, venía a devolver un juguete, un simple juguete que el Coroza sostenía en una mano y que por fin…, había conseguido recuperar.
Una intensa sensación de vulnerabilidad se apoderó por completo de Gabriel Grieg cuando recorría las húmedas y estrechas calles del Barri Gótic. «Debo emplear bien el tiempo, antes de que Catherine se percate de que la Chartham y el pie de Tiziano están en mi poder», pensó mientras llegaban hasta sus oídos los acordes musicales de un quinteto de cuerda que tocaba en la Plaça Garriga i Bachs, situada junto al Arzobispado de Barcelona.
El cielo aparecía ensombrecido y de color gris, pero un trasfondo de luz azulada muy intensa, pugnaba por dejar sentir su presencia entre los enormes nubarrones. El veterano taxista le estaba aguardando en la Plaça Nova y era, sin duda, una garantía de confianza y de seguridad ante cualquier «actor sobrevenido».
Grieg llevaba en su bolsa el pliego de la Chartham, toda la documentación adjunta y el misterioso pentágono de mármol. Transportaba aquellos elementos del mismo temerario modo que acarreaba consigo el corazón y su propia vida…, y además, porque ya había empezado a constatar que no existía un lugar completamente seguro para esconder algo, por inmensa que fuese una ciudad, sin tener forzosamente la necesidad de compartir el secreto con otras personas.