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Authors: Francisco J de Lys

Tags: #Misterio, Historia, Intriga

El alfabeto de Babel

BOOK: El alfabeto de Babel
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En una Barcelona sumida en la niebla, el arquitecto y restaurador Gabriel Grieg recibe la desconcertante visita de una misteriosa mujer que es portadora de turbadoras noticias. Le advierte que dispone de 24 horas para adelantarse a su propio destino, antes de que la exhumación de un cadáver le implique directamente con un objeto trascendental clasificado como "el secreto de máximo rango en los Archivos Vaticano", y que los conocedores encubren bajo el nombre de La Chartham.

La Chartham no sólo rige el orden jerárquico de la curia romana y sus grupos de poder, sino que, además, proporciona a aquel que domine los enigmas que encierra el acceso directo a sus tesoros, sus claves y cónclaves sucesorios, todos ellos ocultos en la torre de Babel, que representó el pintor holandés Pieter Brueghel
El Viejo
en 1563.

En un argumento pleno de giros inesperados, y a través de una docena de enclaves de la Barcelona más oculta, los protagonistas acabarán involucrados en las entrañas de un terrible golpe de mano
ex insidiis
que planea acometer una facción de la curia romana.

Una emocionante a la par que turbadora novela en la que se dan la mano los oscuros intereses de un maquiavélico cardenal, las intrigas de varias corporaciones niponas y el espurio plan de un grupo secreto de religiosas, con los misterios iniciáticos de Antoni Gaudí i Cornet.

Francisco J de Lys

El alfabeto de Babel

ePUB v1.0

NitoStrad
06.04.12

Autor: Francisco J de Lys

Primera edición: marzo de 2008

Prólogo

Barcelona, 7 de noviembre de 1893

114 años antes de los hechos

J.A.P.F.B.

Aunque en multitud de ocasiones, el viejo monje estudió concienzudamente aquel acróstico, jamás llegó a reparar en el trascendental secreto que escondía.

Se lo había impedido un detalle nimio.

Una leve prominencia.

Un diminuto pliegue que redondeaba una letra hasta transformarla en otra absolutamente diferente. Una pequeña imperfección de apenas dos centímetros de longitud en el repujado de la piel de un cartapacio desvió, siempre, miles de kilómetros la culminación final de todas las investigaciones llevadas a cabo por el monje en treinta años, y durante más de tres siglos por otros que le precedieron, entre los que se encontraban mentores y eruditos. Príncipes y reyes. Cardenales y papas.

Las indagaciones llevadas a cabo por todos ellos iban secretamente encaminadas a apropiarse de uno de los secretos mejor guardados de la humanidad, aunque debido a una insignificancia habían resultado completamente estériles.

Por fin, el viejo monje lo comprendió.

¡Ahí radicaba el secreto!

La pequeña diferencia que le había revelado la clave del enigma.

El acróstico original, aunque muy similar, tenía un significado radicalmente diferente:

J.A.P.P.B.

Y esa pequeña diferencia le había conducido, por fin, al lugar donde estaba escondido lo que tantos otros buscaron antes que él.

«¡Treinta años!» —se dijo el monje de cabeza tonsurada, de rostro enjuto y revestido con un hábito harapiento—. «¡Treinta años huroneando por iglesias y catedrales, conventos y abadías, seminarios y universidades, almacabras y cementerios! Tantos años recorriendo los polvorientos caminos de media Europa y transitando por sus ciudades: Madrid, París, Besangon, Amberes, Bruselas, Turín, Nápoles, Roma, la Cittá… Años donde literalmente me he dejado la vista hasta arruinarla, estudiando bajo la mortecina luz de las velas rimeros de polvorientos legajos y miles de viejos pergaminos…»

Al fin lo había comprendido.

Tanto y tanto tiempo cumpliendo la misión que le fue encomendada y buscando denodadamente el objeto que perseguía, para acabar descubriendo, tres décadas más tarde, que se encontraba en la misma ciudad de la que partió.

Esa ciudad era su ciudad natal: Barcelona.

El viejo monje había nacido en una calle situada, paradójicamente, muy cerca del enclave donde estaba escondido el prodigioso objeto que partió a buscar cuando aún era joven.

Ese lugar, una capilla tan modesta que pasó desapercibida a todos los que habían buscado infructuosamente, era el sitio hacia el que se dirigía sin dilación.

Una intensa emoción embargaba al monje, que no sentía el cansancio provocado por llevar muchas horas caminando; no percibía ni el hambre ni el intenso frío que hacía a las once de la noche bajo una torrencial lluvia que había calado completamente su hábito.

Una fuerza inusitada le impulsaba.

«Únicamente estoy a unos centenares de metros de la Chartham. ¡Estará en mi poder antes de que repiquen las campanas de la catedral!», pensó poco antes de introducirse en la calle del Carme.

La estatua de Santa Eulalia, patrona de la ciudad, se iluminó fantasmagóricamente sobre el obelisco situado en el centro de la Plaça del Padró, y mostró la cruz en forma de aspa que sostenía en las manos, cuando un fulgurante rayo desgajó en dos el oscuro cielo de Barcelona, igual que si se tratara de un gigantesco río ígneo con cien mil afluentes de fuego.

Segundos después, un trueno retumbó en las alturas con el estruendo de una gigantesca detonación.

De pronto, el monje se percató de que en el códex donde había ido transcribiendo minuciosamente todos y cada uno de los datos de sus investigaciones, que le habían conducido finalmente a descifrar el enigma, faltaba por anotar el apunte de mayor importancia: el lugar donde se encontraba finalmente la Chartham.

Sin detener el paso, al llegar a la altura del almacén de madera, extrajo el códex de su escarcela y continuó caminando por la calle del Carme en dirección hacia la iglesia de Betlem. Mientras, fuertemente conmovido por una muy íntima satisfacción, escribió:

El reloj de Perrenot y la Ch. están en Barcelona en la Cofradía de los Porteros Reales de Cataluña. Funcionarios Auxiliares de los Tribunales que el rey Felipe II fundó en Tortosa la víspera de Navidad de 1585. Ese enclave no es otro que la capilla.

Al demacrado monje no le dio tiempo de anotar el lugar hacia el que se dirigía. En ese preciso instante, oyó un terrible estrépito, parecido a cientos de cascos de caballos y docenas de pisadas humanas golpeando feroz e intermitentemente contra el suelo.

Al levantar la cabeza, supo exactamente dónde se encontraba: en medio de las Ramblas, entre la iglesia de Betlem y el Palau Moja.

Y de dónde procedía aquel estruendo.

Únicamente le dio tiempo a ver aparecer, de un modo escalofriante y tras la espesa cortina de agua que la lluvia formaba, a un ingente grupo de personas que se aproximaban a toda velocidad hacia él para arrollarle sin escapatoria posible.

Aún tuvo los reflejos suficientes para ocultar el códex entre los ropajes de su hábito, un segundo antes de ser derribado por dos caballos que arrastraban a toda velocidad un carruaje, seguido de otros carromatos. El monje sintió, desde el suelo, el espantoso dolor que le provocaban las ruedas al pasar por encima de su abdomen y de su pecho hasta dejarle sin respiración.

El cochero del carruaje que venía detrás tuvo la habilidad de esquivar al desventurado monje que yacía herido, y tras su paso, dos hombres jóvenes, completamente empapados de agua y muy elegantemente ataviados, lo recogieron y, en volandas, lo dejaron en la acera frente a los soportales de Puertaferrisa, junto al paso de entrada de la vieja muralla, y continuaron corriendo, para no ser arrollados por la marea humana que ascendía, despavorida, Ramblas arriba.

Por doquier se oía un alarmante griterío.

Una misma frase podía oírse repetida, una y otra vez, pronunciada casi al unísono por cientos de mujeres y hombres, que no cesaban de gritarla con un tono angustioso en sus voces…:

—¡El Liceo! ¡El Liceo! ¡Han tirado una bomba en el Liceo! ¡Hay muchos muertos!

—¡Que Dios nos ayude! ¡Han tirado una bomba en el Liceo!

—¡Han tirado una bomba en el Liceo!

El malherido monje, derrengado sobre la acera, no podía perdonarse a sí mismo el error fatal que había cometido. «¡Dios mío! ¿Cómo he podido bajar la guardia estando tan cerca de culminar mi misión?», pensó mientras la multitud aterrorizada continuaba corriendo Ramblas arriba. «¿Por qué me he ensimismado y me he dejado llevar por la soberbia del cercano triunfo?», se repetía una y otra vez, sin poder respirar, aunque el dolor primordial, aun siendo terrible éste, no provenía de su cuerpo, sino de su maltrecho orgullo y de su propia fatalidad.

Como pudo, se arrastró por el encharcado suelo sin dejar de mirar la riada de gente que continuaba profiriendo conmovedores gritos y llorando.

—¡Una bomba! ¡Han tirado una bomba en el Liceo!

El monje sangraba por la nariz y por las orejas.

Sabía que sus heridas internas eran mortales. «¿Cómo ha podido pasarme esto, encontrándome tan cerca de la Chartham? ¡He cometido un error imperdonable!»

Sabía que iba a morir al cabo de muy poco tiempo. «Dentro de algunos minutos ya no podré moverme», pensó angustiado. Urgía poner a buen recaudo el códex y la trascendental información que contenían sus páginas.

Arrastrándose, se dirigió hacia la fuente del antiguo paso de la muralla y se lavó la cara. Comprobó que un profundo corte en su abdomen sangraba abundantemente. Con un trozo de tela, que arrancó de su deshilachado hábito, improvisó una rudimentaria venda y sin pérdida de tiempo se encaminó hacia el único lugar donde el códex podría permanecer protegido, ya que llegar hasta la capilla donde estaba escondida la Chartham, en las lamentables condiciones físicas en que se encontraba, se le antojó una tarea absolutamente inalcanzable.

El monje conocía sobradamente cuáles eran las acciones que debía acometer inmediatamente para que el códex no acabase en manos inadecuadas. A rastras, se acercó hacia los andamios de una obra, frente a la casa del marqués de Comillas, y rebuscó en un viejo capazo de mimbre lleno de herramientas.

Extrajo un martillo y un cortafrío.

Apoyó el cortafrío sobre la dura tapa del códex que descansaba a su vez sobre un bloque de granito y lo golpeó con toda la fuerza que fue capaz de imprimirle a su lacerado brazo. La punta atravesó limpiamente las tapas y las hojas, y dejó en su parte superior un orificio suficiente para que pudiese pasar por él la afilada hoja de una muy singular daga, que sabía perfectamente dónde encontraría: bajo las tablas de un retablo del siglo XVI pintado por Pero Nunyes en el altar de San Félix, situado en una parroquia cercana, a la que el monje creía, aún, poder llegar.

Sin pérdida de tiempo, se encaminó hacia aquella iglesia, que gozaba de un privilegio exclusivo denominado
Recognoverunt Proceres
, otorgado por Ludovico Pío, hijo de Carlomagno, que la distinguía del resto de las iglesias y de las catedrales del mundo.

Allí podría registrar en «testamento sacramental» sus últimas voluntades y proteger con las debidas garantías el códex.

Sin demora, casi sin poder respirar por el dolor que sentía en el pecho y antes de que se entumecieran todos los músculos, se dirigió hacia aquella iglesia juradera, que fue la antigua catedral de Barcelona, pensando en el lugar donde quedaría sepultado su cuerpo: en el interior de un gran sepulcro de piedra situado en una cripta secreta y junto a las catacumbas de los primigenios cristianos.

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