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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El alienista (16 page)

BOOK: El alienista
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Todo esto era absolutamente cierto. Stephen Hamilton Howard había llevado una vida de auténtico terrateniente en su hacienda cerca de Rhinebec, y había enseñado a su única hija a cabalgar, disparar, jugar y beber con cualquier caballero del valle del Hudson, lo cual significaba que Sara podía hacer bien cualquiera de estas cosas, y a grandes dosis. Señalo la pequeña pistola que tenía en la mano.

— La mayoría de la gente piensa que la Derringer es un arma poco potente, pero ésta tiene una bala del calibre cuarenta y uno, capaz de hacer saltar a su hombre del piano por la ventana que hay a sus espaldas.

Kreizler se volvió hacia Cyrus, para ver si el hombre exteriorizaba algún signo de alarma. Pero no se produjo ninguna nota falsa en la fluida interpretación de Di provenza il mar. Laszlo tomó buena nota.

— No es que prefiera este tipo de arma— concluyó Sara, devolviéndola al interior del manguito—, pero…— aspiró profundamente, dilatando la pálida piel que asomaba por encima del escote de su vestido— como vamos a la ópera…– se acarició el precioso collar de esmeraldas, y sonrió por primera vez. La Sara de siempre, pensé, y luego engullí de un trago una copa de vodka.

Durante la larga pausa que se produjo, Kreizler y Sara se miraron fijamente a los ojos. Luego Laszlo apartó la mirada, recuperando su habitual buen humor.

— Así es— dijo, cogiendo un poco de caviar y una copa de vodka, y se lo tendió a Sara—. Y si no nos damos prisa, nos perderemos el Questa o quello. Cyrus, ¿quieres ver si Stevie tiene el birlocho a punto?– Entonces, cuando Cyrus se disponía a bajar las escalera, Kreizler le llamó—: Eh, Cyrus…, te presento a la señorita Howard.

— Sí, señor— contestó Cyrus—. Ya nos conocemos.

— Ah. ¿Entonces no te sorprende saber que va a trabajar con nosotros?

— No, señor.— Cyrus hizo una leve inclinación de cabeza hacia Sara—. Señorita Howard…

Ella le sonrió, y entonces Cyrus desapareció por las escaleras.

— Así que Cyrus también está involucrado— murmuro Kreizler mientras Sara se tomaba el vodka de un trago, aunque con elegancia—. Confieso que habéis despertado mi curiosidad. De camino a la parte alta de la ciudad ya me contaréis lo de esa misteriosa expedición a… ¿Adonde.

— A ver a los Santorelli— contesté, cogiendo un último bocado de caviar—. Y hemos conseguido abundante información.

— ¿Los Santore…?— Kreizler pareció sinceramente impresionado, y de repente mucho más serio—. Pero ¿dónde? ¿Cómo? Debéis contármelo todo. Todo… ¡La clave estará en los detalles!

Sara y Laszlo pasaron ante mí en dirección a la escalera, charlando como si llevaran mucho tiempo deseando este encuentro. Respire profundamente aliviado pues no sabía cómo iba a reaccionar Kreizler ante la proposición de Sara, y luego me puse otro cigarrillo en la boca. Sin embargo, antes de que pudiera encenderlo, volví a sentirme momentáneamente inquieto, esta vez ante la inesperada visión del rostro de Mary Palmer, que atisbé por una rendija de la puerta del comedor al pasar. Sus enormes y bonitos ojos miraban recelosamente a Sara, y parecía estar temblando.

— Es probable que las cosas sean algo inusuales por aquí, Mary— le susurré a la muchacha, tranquilizador—. Al menos en un previsible futuro.

Ella no pareció escucharme, pero emitió un pequeño sonido y luego se alejó presurosa de la puerta.

Fuera, la nieve seguía cayendo. El mayor de los dos carruajes de Kreizler, un birlocho color borgoña con acabados negros, nos estaba esperando. Stevle Taggert había enganchado a Frederick y a otro caballo a juego. Sara, que se había puesto la capucha de la capa avanzó por el patio y aceptó la ayuda de Cyrus para subir al coche. Kreizler me retuvo en la puerta de la casa.

— Una mujer extraordinaria, Moore— me susurró flemático.

— Y será mejor que no te enfrentes a ella— respondí—. Sus nervios están tan tensos como las cuerdas de un piano.

— Si, salta a la vista… El padre, ése del que ha hablado… ¿ya falleció?

— En un accidente de caza, hace ya tres años. Los dos estaban muy unidos. De hecho, poco después ella pasó algún tiempo en un sanatorio– No sabía muy bien si revelar aquello pero, dada nuestra situación me pareció aconsejable— Hubo gente que dijo que se trataba de un intento de suicidio, pero ella lo niega. Con vehemencia. Así que tal vez éste sea un tema del que prefieras mantenerte alejado.

Kreizler asintió y se puso los guantes, observando mientras tanto a Sara

— Una mujer con semejante temperamento— Comentó mientras nos dirigíamos al carruaje— no parece destinada a conseguir la felicidad en una sociedad como la nuestra. Pero sus aptitudes son obvias.

Subimos al birlocho, y Sara empezó a relatar apasionadamente los detalles de nuestra entrevista con la señora Santorelli. A medida que avanzábamos por las calles amortiguadas por la nieve al sur de Gramercy Park, en dirección a Broadway, Kreizler escuchó sin hacer ningún comentario, y sus inquietas manos fueron la única prueba de su excitación. Pero cuando llegamos a Herald Square, donde los ruidos del ajetreo humano se hicieron mucho más fuertes en torno a la estación del tren elevado, formuló numerosas preguntas sobre detalles que pusieron a prueba nuestra memoria. La curiosidad de Lazslo se había disparado ante la extraña historia de aquellos dos ex policías y los dos curas que acompañaban a los detectives de Roosevelt, pero mostró un interés mayor (como yo ya había Imaginado) por la conducta de Georgio y su carácter en general.

— Uno de los principales medios para descubrir a nuestra presa es conocer a sus víctimas– comentó Kreizler, y cuando nos deteníamos bajo los globos eléctricos que iluminaban la puerta cochera del Metropolitan Opera House, nos preguntó a Sara y a mí qué idea nos habíamos formado del muchacho. Tanto ella como yo necesitábamos reflexionar un poco al respecto, de modo que permanecimos pensativos y en silencio, mientras Stevie se alejaba con el coche y Cyrus nos acompañaba a través de las puertas de entrada.

Para la vieja guardia de la sociedad de Nueva York, el Metropolitan era esa cervecería amarilla del centro. Esta expresión despectiva se debía obviamente a la forma de caja del edificio estilo renacimiento temprano y al color de los ladrillos utilizados en su construcción. Pero la actitud que había detrás del comentario estaba salpicada por la historia advenediza del Metropolitan. El teatro, inaugurado en 1883, ocupaba la manzana delimitada por Broadway, la Séptima Avenida y las calles Treinta y nueve y Cuarenta, y había sido financiado por setenta y cinco de los más famosos nuevos ricos (y de peor mala fama) de Nueva York: nombres como Morgan, Gould, Whitney, Vanderbilt, ninguno de ellos considerado bastante aceptable socialmente por los viejos clanes de Knickerbocker como para venderles un palco en la venerable Academia de la Música de la calle Catorce. En respuesta a esta denigrante aunque muy aparente evaluación de su valía, los fundadores del Metropolitan habían solicitado no una ni dos filas de palcos en su nuevo teatro, sino tres. Y las batallas sociales que se libraban en ellos desde entonces, durante y después de las actuaciones, eran tan encarnizadas como cualquiera de las que se desataban en el centro de la ciudad. Sin embargo, a pesar de todas aquellas maledicencias, los empresarios que dirigían el Metropolitan, Henry Abbey y Maurice Grau, habían reunido algunos de los talentos operísticos más importantes del mundo. Y una velada en la cervecería amarilla se había convertido rápidamente, en 1896, en un acontecimiento musical que ningún teatro o compañía del mundo podía superar.

Al entrar en el vestíbulo relativamente pequeño, que no tenía la opulencia de ninguno de sus análogos europeos, fuimos el centro de las habituales miradas de diversas almas tolerantes que no se sentían muy dichosas al ver a Kreizler en compañía de un hombre negro. La mayoría, sin embargo, habían visto a Cyrus con anterioridad y soportaban su presencia con tediosa familiaridad. Subimos con paso rápido la estrecha y angulosa escalera, y fuimos de los últimos en entrar en el auditorio. El palco de Kreizler estaba a mano izquierda, en la segunda fila de palcos de la Herradura de diamantes (como se conocía a los palcos), y cruzamos presurosos el salón forrado de terciopelo rojo hasta nuestros asientos. Mientras nos instalábamos, las luces empezaron a apagarse gradualmente, y yo saqué unos pequeños prismáticos plegables justo a tiempo para echar un vistazo a los palcos de delante y en torno a nosotros, en busca de caras conocidas. Obtuve una fugaz visión de Theodore y del alcalde Strong manteniendo lo que parecía una sena conversación en el palco del primero, y luego dirigí mis ojos hacia el mismo centro de la herradura, al palco 35, donde aquel formidable pulpo financiero de nariz maligna— J. Pierpont Morgan— permanecía sentado entre las sombras. Con él había varias señoras, pero antes de poder averiguar quiénes eran, el teatro se quedó a oscuras. Victor Maurel, el gran barítono y actor gascón para quien Verdi había compuesto algunos de sus fragmentos más memorables, se hallaba en rara forma esa noche, aunque me temo que quienes nos encontrábamos en el palco de Kreizler— con la posible excepción de Cyrus— estábamos demasiado preocupados por otros asuntos para apreciar del todo la representación. Durante el primer entreacto nuestra conversación paso rápidamente de la música al caso Santorelli… Sara se sorprendió ante el hecho de que las palizas que Georgio recibía de su padre en realidad parecían aumentar el deseo del muchacho de continuar con sus irregularidades de tipo sexual. Kreizler también destacó esa ironía, diciendo que solo con que Santorelli hubiese sido capaz de hablar con su hijo y explorar las raíces de su peculiar conducta, habría podido cambiarla. Pero al utilizar la violencia había convertido el asunto en una batalla, una batalla en la que la auténtica supervivencia psíquica de Georgio iba asociada, en la mente del muchacho, a los actos que su padre desaprobaba. Durante todo el acto segundo, Sara y yo nos devanamos los sesos tratando de entender ese concepto, pero durante el segundo entreacto empezamos a captarlo, empezamos a entender que un muchacho que se ganaba la vida permitiendo que le utilizaran en el peor de los aspectos posibles, haciendo esto se estaba afirmando a sí mismo, según su punto de vista.

Lo mismo podría haberse afirmado, con toda probabilidad, de los hermanos Zweig, observó Kreizler, corroborando mi suposición de que no atribuía a la coincidencia la similitud entre aquellas dos víctimas y Georgio Santorelli. Laszlo prosiguió diciendo que no debíamos exagerar la importancia de esta nueva información: ahora teníamos los inicios de una pauta, algo con lo que construir el retrato general de qué cualidades inspiraban la violencia en nuestro asesino. Y debíamos este conocimiento a la determinación de Sara de visitar a los Santorelli, así como a su habilidad para lograr que la señora confiara en ella. Laszlo expresó su agradecimiento de un modo extraño, aunque sincero, y al ver la expresión satisfecha que apareció en el rostro de Sara, pensé que habían valido la pena todas las duras pruebas que habíamos pasado ese día.

En otras palabras, que el ambiente era bastante agradable cuando en el mismo entreacto, Theodore entró en el palco con el alcalde Strong. En un segundo, la atmósfera del pequeño reservado se transformó. A pesar e tener el rango de coronel y de su reputación como reformista, William L. Strong era muy parecido a cualquier otro hombre de negocios de Nueva York, rico y de mediana edad, lo que quiere decir que no tenía en gran estima a Kreizler. Strong no dijo nada en respuesta a nuestros saludos; se limitó a sentarse en uno de los asientos libres del palco y aguardo a que las luces se apagaran. Curiosamente, a Theodore le tocó explicar que Strong tenía algo importante que decirnos. En el Metropolitan, hablar durante la representación no se consideraba una barbaridad— de hecho, algunos de los asuntos más notables de la ciudad, tanto privados como de negocios, se trataban en momentos así—, pero ni Kreizler ni yo compartíamos esa falta de respeto hacia los esfuerzos que se llevaban a cabo sobre el escenario. En otras palabras, que no constituíamos una amistosa audiencia cuando Strong empezó su discurso durante la lúgubre obertura del acto tercero.

— Doctor— dijo el alcalde, sin mirarlo—. El comisario Roosevelt me ha asegurado que su reciente visita a la Jefatura de Policía fue puramente social. Confío en que eso sea cierto.— Kreizler no contestó, lo cual molestó ligeramente a Strong—. Me sorprende, sin embargo, verle asistir a la ópera con un empleado del departamento.— Miró con bastante rudeza en dirección a Sara.

— Si le interesa echar un vistazo a todo mi calendario social, alcalde— replicó Sara, desafiante—, puedo facilitarle la tarea.

Theodore se llevó las manos a la cabeza, en silencio pero con vigor, y la irritación de Strong fue en aumento, aunque no se dio por enterado del comentario de Sara.

— Doctor, tal vez no sepa que estamos comprometidos en una gran cruzada para erradicar la corrupción y la degradación de nuestra ciudad…— Kreizler siguió en silencio, con la atención puesta en Victor Maurel y Frances Saville mientras cantaban a dúo—. En esta batalla tenemos muchos enemigos— prosiguió Strong—, y si descubrieran algún medio para ponernos en apuros o desacreditarnos, lo utilizarían. ¿Le parece que hablo con claridad, señor?

— ¿Claridad, señor?— preguntó Kreizler, finalmente, aunque sin mirar a Strong—. Con descortesía sin duda, pero con claridad…— Se encogió de hombros.

Strong se levantó.

— Entonces permita que le sea franco. Si estuviera usted relacionado de algún modo con el Departamento de Policía, doctor, eso constituiría un medio ideal para que nuestros enemigos nos desacreditaran A la gente decente no le gusta su trabajo, señor, por sus abominables opiniones sobre la familia norteamericana y por sus obscenas indagaciones en la mente de los niños norteamericanos. Tales asuntos son competencia de los padres y de los consejeros espirituales. Yo de usted limitaría mi trabajo a los hospitales para lunáticos, que es para lo que sirve. En cualquier caso, a nadie relacionado con esta administración le gusta semejante basura. Tenga la amabilidad de recordarlo…— El alcalde se volvió, disponiéndose a salir, pero entonces se detuvo y se volvió un momento hacia Sara—. En cuanto a usted, señorita, será mejor que recuerde que la contratación de mujeres para trabajar en la jefatura es un experimento, y que a menudo los experimentos fracasan…

Dicho esto, Strong desapareció. Theodore se demoró sólo lo necesario para susurrar que tal vez no fuera prudente que en el futuro se nos viera juntos a los tres en lugares públicos, dicho lo cual salió en pos del alcalde. El incidente fue indignante, aunque previsible: sin duda aquella noche había muchas personas entre el público que, de habérseles dado la oportunidad, habrían dicho cosas muy parecidas sobre Kreizler. Puesto que tanto Laszlo como Cyrus y yo ya las habíamos escuchado con anterioridad, no nos lo tomamos tan a pecho como Sara, que era novata en este tipo de intolerancia. Durante gran parte de la representación pareció dispuesta a saltarle la tapa de los sesos a Strong con su Derringer, pero el dúo final de Maurel y Saville fue tan espléndidamente desgarrador que incluso la irritada Sara se olvidó del mundo real. Cuando las luces se encendieron por última vez, todos nos levantamos gritando bravos y vivas, obteniendo a cambio un breve saludo con la mano por parte de Maurel. Sin embargo, tan pronto como Sara divisó a Theodore y a Strong en su palco, la indignación renació en ella con más virulencia.

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