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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El alienista (51 page)

BOOK: El alienista
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— Que yo sepa, a Jack el Destripador no lo han detenido…— intervino Byrnes—. ¿No es así, doctor?

Kreizler frunció el entrecejo.

— Así es.

— Y la policía francesa, utilizando su batiburrillo antropológico, ¿ha obtenido algunos avances en su caso?

Laszlo volvió a fruncir el entrecejo.

— Muy pocos.

Byrnes se dignó finalmente alzar los ojos del libro que estaba mirando.

— Todo un par de ejemplos, caballeros.

Hubo un momento de silencio durante el cual sentí que nuestra causa estaba perdiendo fuerza. De modo que puse nueva decisión en mis palabras y empecé a decir:

— Permanece el hecho…

— Permanece el hecho— me interrumpió Byrnes, acercándose a nosotros pero hablándole a Morgan— de que se trata de un ejercicio intelectual que no ofrece ninguna esperanza de solucionar el caso. Todo lo que esta gente hace es dar a cada persona que entrevista la esperanza de que es posible una solución. Ya he dicho que esto no sólo es inútil sino peligroso. Lo único que se les debe decir a los inmigrantes es que serámejor que ellos y sus hijos acaten las leyes de esta ciudad. Si no lo hacen, no se podrá responsabilizar a nadie de lo que ocurra. Tal vez esto les resulte difícil de digerir, pero ese idiota de Strong y su vaquero comisario de policía no tardarán en saltar, y entonces podremos reinstaurar las viejas técnicas de pasar por el tubo. Ya falta poco.

Morgan asintió lentamente, luego miró a Byrnes y a Kreizler.

— Bien, ya ha expresado su opinión, inspector. ¿Le importaría dejarnos solos ahora?

A diferencia de Comstock y de los obispos, a Byrnes le pareció divertida la brusca despedida de Morgan, ya que al abandonar la biblioteca empezó a silbar por lo bajo. Cuando la puerta de paneles se hubo cerrado, Morgan se acercó a la ventana, como si quisiera cerciorarse de que Byrnes abandonaba la casa.

— ¿Puedo ofrecerles una copa, caballeros?—— preguntó finalmente. Después de que la rehusáramos, nuestro anfitrión sacó un cigarro de la caja que había sobre su escritorio y lo encendió. Luego, lentamente, empezó a pasear por el suelo alfombrado—. He accedido a recibir la delegación que acaba de dejarnos— anunció— por deferencia al obispo Potter y porque no deseo ver cómo se extienden los recientes brotes de disturbios.

— Usted perdone, señor Morgan— le interrumpí, algo sorprendido ante su tono—, pero… ¿ha tratado usted alguna vez este asunto, o alguno de los caballeros que estaban aquí, con el alcalde Strong?

Morgan pasó veloz una mano ante su cara.

— El comentario del inspector Byrnes sobre el coronel Strong es acertado. No tengo ningún interés en tratar con un hombre cuyo poder está limitado por las elecciones. Además, Strong no tiene intención de enfrentarse a asuntos de esta naturaleza.— Morgan reanudó sus fuertes y decididos pasos, y Kreizler guardó silencio. La biblioteca se fue llenando poco a poco con aquel espeso humo de cigarro, y cuando por fin Morgan se detuvo y volvió a hablar, apenas pude distinguirle entre la pardusca neblina.

— Según yo lo veo, caballeros, en realidad aquí hay sólo dos vías a seguir: la suya y la que defiende Byrnes… Necesitamos mantener el orden. Sobre todo ahora.

— ¿Por qué ahora?— preguntó Kreizler.

— Tal vez no esté usted en posición de saber, doctor— contestó Morgan, midiendo cuidadosamente las palabras—, que nos hallamos en una encrucijada, tanto en Nueva York como en el resto del país. La ciudad está cambiando. Espectacularmente. No me refiero tan sólo a la población, con el flujo de inmigrantes. Me refiero a la ciudad en sí… Veinte años atrás Nueva York era todavía un puerto importante, fuente principal de nuestros negocios. Hoy en día, con otros puertos disputándonos la preeminencia, el comercio marítimo se ha visto eclipsado por la industria y la banca. La industria, como saben, requiere mano de obra, y otras naciones menos afortunadas se encargan de proporcionarla. Los lideres de los sindicatos obreros afirman que a estos trabajadores se les trata injustamente aquí. Pero tanto si es así como si no, siguen llegando, porque esto es mejor que lo que han dejado atrás. Por su acento veo que es usted de procedencia extranjera, doctor. ¿Ha vivido mucho tiempo en Europa?

— El suficiente para entender lo que quiere decir.

— No estamos obligados a proporcionar una gran vida a todos aquellos que vienen a este país— prosiguió Morgan—. Pero sí obligados a facilitarles la posibilidad de alcanzar esta vida, a través de la disciplina y del duro trabajo. Esta posibilidad es más de lo que poseen en cualquier otro lugar. Y precisamente por eso siguen viniendo.

— Ciertamente— contestó Laszlo, cuya voz empezaba a delatar su impaciencia.

— Pero en el futuro no podríamos ofrecerles esta posibilidad si nuestro desarrollo económico nacional, que actualmente pasa una crisis profunda, se viera retrasado por unas estúpidas ideas políticas nacidas en los guetos de Europa.— Morgan depositó el cigarro en un cenicero se acercó a la mesita de centro y sirvió tres vasos de lo que resultó ser un whisky excelente. Sin volvernos a preguntar si queríamos, nos tendió los vasos—. Hay que eliminar cualquier acontecimiento que pueda degradarse en beneficio de tales propósitos. Comstock se encontraba aquí precisamente por eso. Él piensa que ideas como las suyas, doctor, se pueden degradar. Si llegara a tener éxito en su investigación, el señor Comstock cree que sus ideas podrían obtener gran credibilidad. De este modo vería que…— Morgan dio una fuerte chupada a su cigarro, y expelió una considerable cantidad de humo—. Ustedes ya se han ganado un amplio espectro de enemigos poderosos.

Kreizler se incorporó con lentitud.

— ¿A usted también vamos a contarle entre estos enemigos, señor Morgan?

La pausa que siguió a sus palabras pareció interminable, pues en la respuesta de Morgan residía cualquier posibilidad de éxito. Si él decidía que Potter, Corrigan, Comstock y Byrnes tenían razón, y que nuestra investigación suponía un cúmulo de amenazas para el estado social de nuestra ciudad, que simplemente consideraba intolerable, ya podíamos hacer las maletas e irnos a casa. Morgan podía ordenar la compra o la venta de cualquier persona o cosa en Nueva York, y la interferencia que ya habíamos experimentado no sería nada comparada con lo que nos esperaba si él decidía oponerse a nosotros. Por el contrario, si daba a entender a las personalidades ricas y poderosas de la ciudad que nuestros esfuerzos iban a ser, si no activamente favorecidos, sí al menos tolerados, podíamos confiar en seguir sin más interferencias que las que nuestros oponentes ya habían intentado.

Al final, Morgan dejó escapar un profundo suspiro.

— No es necesario, caballeros— dijo, apagando su cigarro—. Ya les he dicho que no entiendo todo lo que ustedes acaban de explicarme, tanto por lo que respecta a la psicología como a la identificación criminal. Pero me enorgullezco de conocer a la gente. Y me hace el efecto que ninguno de ustedes alberga en su corazón los peores intereses para la sociedad.— Kreizler y yo asentimos lentamente, disimulando el enorme alivio que nos corría por las venas—. Todavía tendrán que enfrentarse a muchos obstáculos— prosiguió Morgan en un tono más relajado que el que había utilizado antes—. Pienso que a los miembros de la Iglesia que antes estaban aquí se les podrá persuadir para que se mantengan al margen… Pero Byrnes seguirá importunándolos, en un esfuerzo por preservar los métodos y la organización a cuyo establecimiento dedicó tantos años. Y en eso tendrá el apoyo de Comstock.

— Hasta el momento hemos triunfado sobre ellos— contestó Kreizler—. Así que pienso que podremos seguir triunfando.

— Como es lógico, no podré ofrecerles públicamente mi apoyo— añadió Morgan, señalando la puerta de la biblioteca al tiempo que nos precedía hacia allí—. Esto sería extremadamente… complicado.— Al decir esto, teniendo en cuenta su agudeza intelectual y su erudición, Morgan se revelaba como un auténtico hipócrita de Wall Street, de los que en público hablaban de Dios y la familia pero que en privado mantenían su yate lleno de amiguitas y disfrutaban de la consideración de hombres que vivían según reglas parecidas; y era indudable que perdería algo de esta consideración si se descubría que se había aliado con Kreizler—. De todos modos— añadió cuando nos dirigíamos a la puerta de la casa—, dado que un rápido desenlace de este asunto redundaría en el interés general, si en algún momento están necesitados de recursos…

— Gracias, pero no, señor Morgan— contestó Kreizler al salir—. Es preferible que entre nosotros no existan ni siquiera contactos de dinero. Tiene que pensar usted en su posición.

Morgan se reprimió ante la mordacidad del comentario y, murmurando unas precipitadas buenas noches, cerró la puerta sin estrecharnos las manos.

— Éste ha sido un comentario algo gratuito, ¿no crees, Laszlo?– dije mientras bajábamos los peldaños de la entrada—. El hombre sólo trataba de ayudar.

— No seas bobo, Moore— replicó Kreizler—. Los hombres como éste sólo son capaces de hacer lo que consideran que redundará en su propio beneficio. Morgan cree que hay más posibilidades de que nosotros hallemos al asesino que de que Byrnes y compañía mantengan indefinidamente adormecida la rabia de la población inmigrante. Y no se equivoca. Te aseguro una cosa, John, casi valdría la pena fracasar, para poder ver simplemente las consecuencias en unos hombres como éstos.

Me sentía demasiado agotado para prestar atención a las diatribas de Laszlo, así que inspeccioné rápidamente la avenida Madison.

— Podemos conseguir un carruaje en el Waldorf— decidí al no descubrir ninguno por allí cerca.

Vimos muy poca actividad por la avenida mientras bajábamos de Murray Hill, y al final Laszlo dejó de despotricar contra la gente que acabábamos de dejar. Mientras seguimos caminando en silencio y profundamente cansados, nuestro encuentro en la biblioteca negra empezó a adquirir un aspecto bastante irreal.

— Creo que nunca me había sentido tan fatigado— dije bostezando cuando llegábamos a la calle Treinta y cuatro—. ¿Sabes una cosa Kreizler? Cuando nos encontramos con Morgan, pensé por un segundo que tal vez fuera el asesino.

Laszlo rió con ganas.

— ¡Yo también! La deformidad en la cara, Moore… ¡Y la nariz! Esa nariz… La única deformidad posible que nunca se nos ha ocurrido considerar.

— Imagínate si hubiera sido él. Las cosas ya son lo bastante peligrosas tal como están.— Encontramos un carruaje frente al lujoso hotel Waldorf, cuya estructura gemela, el Astoria, precisamente se estaba construyendo en aquel entonces—. Sólo habrían podido empeorar. Morgan tiene razón en esto. Byrnes es un mal enemigo para tenerlo en contra, y Comstock me parece que está majareta perdido.

— Ahora ya pueden amenazarnos cuanto quieran— replicó Kreizler alegremente, mientras subíamos al coche—. Ya sabemos quiénes son, y por tanto la defensa será mucho más fácil… Además sus ataques van a ser cada vez más difíciles pues en los próximos días nuestros oponentes averiguarán que, misteriosamente— Laszlo hizo ondular los dedos en el aire ante sí—, hemos desaparecido…

31

A la mañana siguiente, a las nueve y media, Sara me esperaba ante la puerta de casa de mi abuela. Aunque había dormido durante más de diez horas, aún me sentía desorientado y absolutamente rendido. Un ejemplar del Times que Sara llevaba debajo del brazo me informó que nos hallábamos a 26 de marzo, y el brillante resplandor del sol que me asaltó mientras corría hacia su carruaje anunciaba indiscutiblemente que la primavera seguía su marcha hacia el verano; pero muy bien podía haberme encontrado en Marte (que, según me enteré por la lectura semiinconsciente de la primera plana del periódico, era objeto de estudio por parte de un grupo recién constituido de eminentes astrónomos de Boston, los cuales creían que la estrella roja de la guerra estaba habitada por seres humanos). Durante el primer tramo del trayecto hacia la casa de Kreizler, Sara se rió a gusto por el estado ridículo en que yo me encontraba, pero cuando empecé a contarle los detalles de nuestra inesperada visita a casa de Pierpont Morgan, se puso muy seria.

En la calle Diecisiete encontramos a Kreizler sentado en su calesa, con Stevie en el asiento del conductor. Trasladé mi pequeña bolsa de viaje desde el carruaje a la calesa, y luego subí a ella con Sara. Justo en el momento de salir divisé a Mary Palmer de pie en la pequeña galería exterior del salón de Kreizler. Nos estaba observando con expresión ansiosa, y por sus mejillas brillaba lo que de lejos parecía un rastro de lágrimas. Me volví a Laszlo y descubrí que él también se había vuelto hacia atrás para mirarla, y cuando de nuevo miró hacia delante, en su rostro había asomado una sonrisa. Parecía como mínimo una extraña reacción ante la pena de la muchacha. Pensé que tal vez Sara tuviera algo que ver con todo aquello, pero cuando me volví hacia ella vi que miraba deliberadamente hacia Stuyvesant Park, al otro lado de la calle. Irritado de nuevo ante aquella señal de embrollos privados entre mis amigos, e incapaz por el momento de sacar algo en claro de ellos, me limité a recostarme en el respaldo del asiento y dejar que el sol primaveral me acariciara la cara mientras nos dirigíamos hacia el este.

Sin embargo, nuestro trayecto hasta la estación de Grand Central no se había planeado para que yo me relajara mentalmente. En la calle Dieciocho con Irving Place, Stevie se detuvo ante una taberna. Kreizler, cogió su bolsa y la mía y nos dijo a Sara y a mí que le acompañáramos allí dentro. Le obedecimos, aunque yo con algunos gruñidos. Momentos después de entrar en aquel local oscuro y repleto de humo, miré a la calle y vi que otros dos hombres y una mujer, con la cara oculta por el sombrero, subían a la calesa y se alejaban con Stevie. Una vez que hubieron desaparecido de nuestra vista, Kreizler regresó presuroso a la calle, detuvo un coche y luego nos hizo señas a Sara y a mí para que subiéramos. Esta molesta maniobra— nos explicó Laszlo cuando nos dirigíamos nuevamente a la parte alta de la ciudad— estaba destinada a confundir a los agentes que, suponía él, el inspector Byrnes había destinado a seguirnos. Era una previsión inteligente, sin duda, pero tan sólo consiguió que me sintiera más impaciente por subir a nuestro tren, donde confiaba que se me permitiría echar un sueñecito.

No obstante, un misterio más me iba a privar de mi dulce reposo. Sara nos acompañó al interior de la estación cuando llegamos, y luego al andén donde el tren para Washington aguardaba, en medio de una nube de vapor. Kreizler siguió acaparándola con instrucciones de última hora respecto a comunicaciones y qué sé yo, así como con consejos de cómo manejar a Stevie mientras estuviésemos fuera, o de qué hacer con Cyrus una vez que saliera del hospital. Luego sonó el potente pitido de la máquina del tren, seguido por el menos potente del maquinista, indicando que debíamos subir a bordo. Me volví hacia otro lado, temiendo una escena de despedida algo embarazosa por parte de mis compañeros, sin embargo, todo cuanto Kreizler y Sara hicieron fue estrecharse la mano amigablemente, después de lo cual Laszlo pasó veloz ante mí y subió al tren. Yo me quedé allí un momento, con la boca abierta, provocando la risa de Sara.

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